Aprender a mirar

Reseña de Maraña, escritos sobre cine, de Gustavo Fontán

Luz. […] Su omnipresencia como si cada uno de los cerca de ochenta mil centímetros cuadrados de superficie total emitieran su resplandor. […] Consecuencias de esa luz para el ojo que busca. Consecuencias para el ojo que, al no buscar más, se fija en el suelo o se eleva hacia el lejano techo donde no puede haber nadie […]. Nada impide afirmar que el ojo termina por habituarse a esas condiciones y adaptarse a ellas […]. Lenta degradación de la vista arruinada a la larga por ese rojo resplandor fuliginoso y vacilante, y por el esfuerzo incesante siempre desilusionado, sin hablar de la inquietud moral que repercute sobre el órgano. […] Mejor sería hablar lisa y llanamente de ciegos”.

Samuel Beckett, El despoblador

 

I.

Adiós al arte del presente. Vacía la cinemateca de tesoros que guardar, desaparecido el videoclub y la torrentosa descarga, con sangría continua –no sólo de espectadores– en las salas, el cine no es ni siquiera pieza de conversación.

En Maraña, escritos sobre cine, Gustavo Fontán no llora sobre leche derramada. Hombre de fe en tiempos de inquisidores haters, de millones que ya no creen absolutamente en nada, Fontán insiste en el cine como un arte que puede recuperar la experiencia y, más aún, que enseña a mirar.

 

II.

“Acaso la revolución consista en lo que el hombre por siglos ha estado postergando, la necesidad del verdadero descanso, el que permite ver cómo crecen, día a día, las florcitas salvajes”.

Juan L. Ortiz

 

 

Como reverso de Jorge Luis Borges, Manuel Puig prácticamente no tenía biblioteca. O eso nos hacía creer. Escribía orgulloso en base al cine que le apasionaba, su verdadera cantera. Aunque esculpa en el tiempo como Andréi Tarkovski y tenga el respeto por el otro de un Leonardo Favio, Fontán no rinde culto a cineastas. No suele mencionarlos tanto como a escritores, sus verdaderos compañeros de ruta. Prefiere honrar lo que ha leído, piedra de toque e inspiración, un campo de experimentación que lo ayuda a mirar.

Aunque llevó a la pantalla, entre otros, a Juan José Saer; aunque hizo lo propio con Juanele y Jorge Calvetti, en su carrera como cineasta Fontán no adapta al cine ni novelas ni poemas. Se deja imantar por la literatura sin hacer caso omiso de la diferencia ontológica entre cine y literatura como hacen muchos cineastas. Por el contrario, explota la tensión entre estos lenguajes. Más aún, cuando lo usual en el vínculo entre estas artes es volver “concreto”, con imágenes, una historia que es solo texto, él opta por el camino contrario, la abstracción. El ejemplo paroxístico es uno de sus mejores films, La orilla que se abisma (2008).

 

Una escena de La orilla que se abisma.

 

Entre otros, en Maraña, escritos sobre cine Fontán lee precisamente a Juanele. Como reverso él también de Borges, no le basta con la lectura. Necesita el contacto con el paisaje del que surge su poesía. Más que contacto, es un contrato el que Fontán firma en los lugares donde filma. En él se compromete simplemente a estar y el entorno –puede ser el espacio infinito de la naturaleza u otro igualmente infinito, una casa próxima al derrumbe, por ejemplo; ambos íntimos–, más que brindar respuestas, debe revelar que la realidad es “lo abierto”, puro interrogante.

Fue donde Juanele, a su río interminable, a sus orillas, a la mismísima “selva espesa de lo real”. Allí estuvo, incómodo. De vuelta en la ciudad, al ver el material recogido, Fontán se da cuenta de que “una especie de grito” de un pájaro era lo que lo perturbaba. Aparece un mundo en tensión, una rasgadura en lo real, que es la única que puede dar cuenta de eso que llamamos experiencia, reflexiona; la única en donde puede basarse el cine que le gusta ver y hacer, aclara y guía.

Con algo de memorias, de extractos de diario, de relato de sueños; con mucho de un necesario ejercicio del pensamiento (y no de mera teoría, de pura abstracción, ese onanismo soporífero que abunda en la academia), como exposición de un problema concreto a resolver por todo cineasta que se haga cargo de la experiencia, Maraña, escritos sobre cine es maná en el desierto de la reflexión sobre el cine.

El comentario sobre el rodaje de tal o cual película suya (una mejor que otra, vale aclarar) no trae consigo el rosario de notas de rodaje, de esforzadas peregrinaciones –a veces tortuosas, ciclópeas (Herzog), y en ocasiones cómplices y sutiles (Selva Almada)–, sino un compendio de reflexiones, a cada cual más profunda.

“Para hacer una película, antes que nada hay que aprender a mirar, y ese aprendizaje es para siempre”, escribe Fontán, que lo probó y lo sabe. Ese aprendizaje, fruto de la lectura, de la escritura y de una disposición frente a la realidad (un “estar”, ya que se trata de alguien que tuvo la valentía de hacer a un lado el mandato de “ser”, diría Rodolfo Kusch), no depende sino de “una forma particular de acercarse al mundo”. Una forma de “aprender a mirar lo próximo”, dice, una forma de mirar al prójimo, agrego.

A Fontán no le interesa una definición académica o una batería de recursos para filmar que puede compendiar un crítico devenido youtuber o detallar un director en su work in progress en el festival de moda. Como un Séneca, un Marco Aurelio, un maestro zen de su generación, que lo es, le interesa el camino, un camino de trascendencia, con perdón de la palabra, ese que transforma la mirada de una vez y para siempre.

“El presente es algo nuevo, transfigurado por la memoria y la inminencia”, apunta. Fontán reflexiona también sobre el tiempo, no aquel que ya no percibimos –ni importa– escurriéndose entre los dedos, sino el que, si sabemos dejarnos llevar por él, brinda el espacio para recuperar la experiencia.

 

III.

“Esas imágenes nos miran porque rasgan en un instante nuestro saber sobre el mundo”.

Gustavo Fontán, Maraña, escritos sobre cine

 

Esculpir en el tiempo es tarea de cineastas que asumen el riesgo de tomar al cine como lenguaje calcinado y a su oficio como una experiencia transformadora. Frente a la insustancialidad de lo virtual –sin angustia a la vista–, en Maraña, escritos sobre cine se sienta posición por una ontología de la presencia. Como la poética de Calvetti, su cine apunta “al paisaje que no se ve pero se siente”. Dicho de otro modo, este bello libro es también una cruzada contra la inmanencia sin rasgadura de esta pecera virtual que es nuestra prisión, mundo feliz de Aldous Huxley en el que estamos, según se ve, bien a gusto.

Frente a un cine de certezas, previsible, que abandonó la pregunta, y por ende, el pensamiento, Fontán asume la no conciliación, el “ojo desobediente” y la “rasgadura” como poética, y por ende, ética. “Desde el infierno de lo siempre igual sale un dedo –o un fusil– que acusa a lo distinto”, escribe con delicada firmeza Fontán, uno de los “distintos” que no calla: filma y escribe. En este caso, también denuncia.

En tiempos en que, ingenuamente, vemos a las pantallas como nuestro fiel espejo, Fontán prueba que son las imágenes –no cualquiera, las del cine: la de caballo en un film de Tarkovski, la de la casa de Calvetti y las de todo su cine–, las que realmente nos miran. En esta cultura de imágenes que enferman, en donde buena parte del cine claudicó y ya no es pregunta, Fontán obliga a mirar de frente un lenguaje que nos desfonda. A su modo, él también, como Harun Farocki, pide desconfiar de las imágenes. No basta con desconfiar. Lo dicho, es hombre de fe. Propone confiar en el cine.

El cine es acechanza o no es. Acechanza no de quien mira. Es inminencia de lo mirado, que nos mira si es que sabemos mirar, o como bien señala Fontán, si es que tenemos la “disposición” de mirar.

 

IV.

Atacar con una trompeta a las palabras, irlas reduciendo a polvo mientras el silencio espiralea, se combustiona, se apacigua en esa trompeta.

Esperar que el silencio se apague hasta el silencio.

Concentrarse, mientras tanto, entre la ceniza, mientras más silencio acude desde siempre (que es desde más lejos ahora), se quema, alienta, espiralea en esa trompeta.

Seguir acechando entre la ceniza de todos los idiomas por si alguna palabra quisiera (contraatacar) de nuevo.

Arnaldo Calveyra, Iniciación poética

 

Así como el silencio le pertenece a la palabra poética, “la rodea como un objeto único” (Pablo Gianera/Daniel Samoilovich), la “rasgadura” es lo que le da gravedad y sostiene a lo real, siempre incompleto, inestable, impredecible.

Fontán toma a la sustracción y al silencio como programa, y se propone recuperar el concepto de experiencia. Para plantearlo retoma un famoso texto de Walter Benjamin en el que este autor constata que, quienes volvían del frente en la Gran Guerra, habían perdido la capacidad de narrar.

Hoy, bajo el dominio de las pantallas –aunque no sólo por esa razón–, la afasia es la pandemia silenciosa que se extiende de modo trasnacional y tras-clase. Somos narrados por las redes y por las series. Triunfo de la palabra del otro, un Amo ubicuo e invisible. Perdimos la capacidad de narrar y no hay modo de dar cuenta de la experiencia. El desafío es recuperar la experiencia. El cine, confía Fontán y no tenemos por qué no confiar con él, puede contribuir a esa utopía.

Editado por VerPoder, quienes han editado a Gustavo Galuppo, otro director que apuesta por la mirada y no sólo con su cine, Maraña, escritos sobre cine contribuye a que un día esa utopía se haga realidad. No nos apresuremos a despedir al séptimo arte. Depende de nosotros que aún esté vivo.

 

 

V.

“¿Qué serie estás mirando?” es la divisa para salir de cualquier silencio incómodo durante esta larga agonía del cine.

La pregunta es circunstancial y, como tantas, se hace sin pensar.

No se mira una serie. Simplemente se ve, como se ve la vidriera de las mercancías y el veneno que se esparce por televisión y por las redes, pantallas simétricas y de clausura de ese trasto viejo de la Modernidad, el sujeto.

La mirada es otra cosa. Supone estar implicado/a. Supone un ojo que busca y una imagen que nos mira.

Fontán lo sabe. Lo trasmite en su cine, inquietante. También en este texto valiente y desafiante.

 

 

 

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