Aprender la lección

La derecha no te vota, la izquierda tampoco y el centro no garpa

 

La derrota de 2015 marcó el agotamiento de un modelo virtuoso. La corta pero devastadora noche cambiemita, la fragilidad del estado de bienestar kirchnerista y la crisis ideológica de un partido que resistió con aguante y colaboró con el macrismo. Crisis ideológica que se expresa en una gestión que ganó en 2019 con la épica de la resistencia y la vuelta, con votos kirchneristas, pero que gobierna al estilo del Frente Renovador al que pertenecieron Massa, Daer, De Mendiguren, Arroyo y Alberto, entre muchos otros. ¿Empieza la verdadera construcción de una herramienta de gobierno?

Uno de los lastres culturales –que por añadidura genera un deficiente enfoque político, con consecuencias en la construcción de agenda y las estrategias electorales– que más daño le han hecho al progresismo y al peronismo en particular es la creencia de que para estar a tono con una época donde las derechas ejercen una importante hegemonía cultural es necesario correrse hacia el centro, hacia ese espacio territorialmente identificable con los grandes núcleos urbanos donde las clases medias (cuya infidelidad e ingratitud es obsesión del peronismo posdictactorial) están sobre-representadas y los derechos de segunda y tercera generación en estado de insatisfacción permanente, a la orden del día.

La ilusión de una ancha avenida del medio huérfana de representación y entre dos demonios equivalentes como el kirchnerismo y el macrismo, por la que discurren “millones” de argentinos y argentinas ahogades por las polarizaciones extremas –y que por supuesto son también electores sin los cuales no hay hegemonía cultural ni política posible– es una construcción cultural carísima al massismo, al lavagnismo (si tal cosa existiese), al socialismo insular santafesino y a opciones de “centroizquierda” o antikirchneristas hoy extintas, absorbidas por Juntos por el Cambio o condenadas a la irrelevancia electoral, como el peronismo federal, el ARI, el GEN o el radicalismo. Casi todos los mencionados ensayaron coaliciones frentistas como el Frente Amplio UNEN o 1País, para demostrar por arriba la supuesta unidad y emergencia de un clamor popular “no tan de abajo”; del medio y del centro para arriba, digamos. La implosión de FAUNEN tras un segundo puesto en las legislativas de 2013 y la apuesta del radicalismo a formar un Frente Gorila de Masas con el PRO, la disolución de 1País tras la derrota de su principal armador en la provincia de Buenos Aires en las de 2017 y los 6 puntos de Consenso Federal en 2019 demuestran que la gente suele preferir –sobre todo en las ejecutivas, donde se vota al proyecto político que te va a mejorar o empeorar la vida en los próximos cuatro años– originales en vez de copias, colectoras o híbridos indefinibles, que no se siente movilizada ni mucho menos pega en la heladera semivacía imanes con slogans tales como “un país normal”, “un día vas a ganar vos”, “nace un nuevo país”, “futuro seguro”, y parece que tampoco “volver a la vida que queremos”, pero esa es otra historia.

 

 

La piedad electoral (otro invento peronista)

La obstinación de que lo mejor que le puede pasar a una fuerza política es ocupar un ancho de banda que vaya del centro (en la práctica) a la izquierda (en el discurso), que cumpla eficazmente con las expectativas del establishment y de las clases más postergadas o que gane elecciones ajustando la economía, que confunda el policlasismo de su composición con no tener una ideología definida (o varias colisionando sin síntesis ni sistema para la toma de decisiones) que oriente el plan de gestión y de convocar a los factores de poder que la adversan a un pacto de convivencia democrática capaz de salvar la República, se estrelló definitivamente en las primarias y haría bien en ser donada al Museo del Bicentenario, para el ala de las supersticiones políticas y electorales de la historia argentina.

Antes que los cambios de gabinete –donde las advertencias y pedidos de Cristina quedaron nuevamente inertizados en la práctica– o la batería de medidas que buscan impulsar la demanda agregada, el Frente de Todos debería abandonar un centrismo sin épica posible (como diría un militante escondido por la corrección política, “el peronismo enamora cuando se enfrenta a los poderes fácticos”), las lógicas de análisis y yerros en la gestión que lo llevaron a una derrota electoral que deja varias enseñanzas largamente fundamentadas en estos días: que el FdT ya no será el que conocimos y proyectamos hasta las primarias; que no hubo derechización del electorado (que en términos absolutos aumentó 500.000 votos respecto de 2019), ni suicidio o ingratitud de la clase media, sino que el FdT perdió más de 5 millones de votos en dos años y que el verdadero fenómeno emergente no fue Milei y sus libertarios (el 3,2% que obtuvieron es la suma casi exacta de los que Gómez Centurión y Espert le centrifugaron por ultraderecha a Juntos por el Cambio en 2019) sino el voto compasivo o perdonavidas de los peronistas que se abstuvieron de votar otra cosa y se quedaron en sus casas y que el mismísimo Máximo Kirchner reconociera en el reportaje de Horacio Verbitsky en El Cohete radio. La cantidad de “abstenciones piadosas” que castigaron sin sumar votos para otras fuerzas (excluyendo los 342.645 votos peronistas que acompañaron las candidaturas de Moreno y Randazzo) puede estimarse considerando que aproximadamente la mitad de los votos que le faltaron al FdT están en el alto nivel de abstencionismo registrado, unos 2.600.000 de electores.

Aquí habría que tomar nota de algo no suficientemente escrito y más preocupante que las diferencias notables entre los referentes políticos y las organizaciones del Frente de Todos: lo que se ha fracturado es la base electoral que lo sustenta y eso no se soluciona solamente con un gabinete remozado pero donde no se ha tocado ninguno de los tres ministerios que definen la política económica y laboral, cuestionada por Cristina y que motivara varias advertencias de Máximo como jefe de bloque en el Congreso: en mayo de 2020 sobre paritarias homologadas en baja nominal por parte del Ministerio de Trabajo en Mondelez (ex Stani), que motivaron un “espero que se corrija eso, no tengo problemas en decir estas cosas, no me quiero arrepentir de no defender a los que tenemos que defender acá”; y en julio 2021, cuando se modificó por DNU la Ley de Vacunas para poder acordar con Pfizer, cuando se preguntó “si así le fue de bien a ese laboratorio con el eco que encontró en parte de la clase política argentina y nos obligó a cambiar todo el andamiaje, ¿cómo nos va a ir con el FMI?”.

 

El cruce por el ajuste o no y el punto del PBI para impulsar la demanda agregada, la discusión central en el gabinete económico.

 

 

Nadie en su sano juicio o sin mala fe, nadie que no quiera ser funcional a la estrategia opositora de escindirla del Frente, puede acusar a Cristina de tomar decisiones escasamente calculadas o que pongan en riesgo construcciones que ella misma prohijó; durante dos años respetó puntillosamente la centralidad del Presidente de la Nación, sus convicciones y sus decisiones (que incluyeron discursos públicos, dos cartas y 41 reuniones en dos años, sin mayores efectos) y después de una derrota más dolorosa que inesperada, jugó más a fondo que nunca para activar cambios que permitan “honrar la voluntad del pueblo argentino”. Magra cosecha a cambio, el Presidente negó el ajuste que Cristina señala como la razón fundamental de la derrota blandiendo un informe de la consultora PxQ, con el que su titular cruzó a Claudio Scaletta en un debate que hoy es central en el equipo económico del gobierno pero que luego fue desmentido por el propio Ministerio de Economía, al decir que el déficit fiscal total (primario + financiero) en los primeros ocho meses del año fue del 2% del PBI, cuando el presupuesto 2021 consideraba un rojo del 4,5%.

Para confirmar un ajuste en casi toda la línea, la Oficina de Presupuesto del Congreso confirmó en su último informe que de los 179.285 millones de pesos correspondientes a la recaudación del Aporte Solidario y extraordinario de las grandes fortunas disponibles, sólo se habrían asignado partidas por 65.938 millones (un 36%) en los últimos cinco meses. Sin plazos preestablecidos para gastarlos, es relativo hablar de una sub-ejecución del 65%, pero si la inminencia de las PASO no fue una razón para hacerlo es porque la austeridad no fue sólo una subestimación de la pandemia sino un eje central del plan económico definido por el ministro de Economía y avalado por Alberto.

El Presidente defendió con éxito la columna vertebral de su proyecto (Guzmán, Kulfas y Moroni) y respaldó un presupuesto 2022 austero, con reducciones en las políticas de ingresos y en jubilaciones y pensiones, reducciones en los subsidios a tarifas energéticas, que desecha la suba de retenciones a granos y carnes hasta 2024, es decir los mismos términos que Cristina y el Instituto Patria habían objetado antes de las primarias y la Vicepresidenta le había solicitado a Guzmán revisar en una reunión que mantuvieron la semana pasada.

Más allá de los tirapostas sobre el estado actual y la proyección probable de las relaciones entre Alberto y Cristina, las claves están en las decisiones económicas sobre expandir significativamente el gasto o no (no califican de tales las medidas anunciadas hasta el momento, estamos hablando de alrededor del 1% del PBI) y a partir de allí diseñar una nueva épica militante, encontrar ejes de campaña concretos, sentidos por la base electoral que por el momento –con dos vacunas, camas y respiradores de sobra– no come, no se cura ni se educa.

 

 

 

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