Apretar, ajustar, reprimir

La criminalización vuelve recargada, no como política securitaria sino como institución económica

 

La flamante ministra de Capital Humano, Sandra Pettovello, repitió un mantra que fue caballito de batalla en las campañas electorales de Milei y Bullrich: “El que corta, no cobra”. “Fuera de la ley nada”. “El que las hace, las paga”. Y luego el vocero de la Rosada, Manuel Adorni: “Quédense en su casa”. Las frases son la expresión de un consenso político robusto entre algunos sectores de la llamada “casta” y muchos medios de comunicación empresariales. Las frases se hacen eco del cansancio de mucha gente que quiere llegar rápido a su casa o al trabajo y no puede hacerlo o tiene dificultades porque el tránsito fue interrumpido, obstaculizado o demorado por una protesta. Las frases, entonces, intentan reclutar las legítimas adhesiones de muchos ciudadanos para luego ellos reprimir la protesta y continuar con las políticas de ajuste.

 

 

¿Regalos de Navidad?

Conviene empezar recordando que los derechos no son regalos de Navidad que uno encuentra en el arbolito. No son dádivas ni favores sino conquistas sociales, el resultado de movilizaciones previas que nunca fueron espontáneas sino organizadas por la sociedad civil. Ahora bien, como decía el poeta José Martí, “los derechos se tienen cuando se los ejerce”, y tratándose de sectores sociales en desventaja, con dificultades sociales, no hay ejercicio sin organización colectiva. La misma organización que fue necesaria para conquistar los derechos es la que luego se necesitará para hacerlos valer. El que se duerme en la plaza se queda sin sopa.

De modo que desautorizar la organización es una forma de impedir el ejercicio de los derechos conquistados alguna vez.

 

La protesta, el primer derecho

Suele repetirse que “el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”. Es una bonita frase escrita en el siglo XIX, cuando la política no se había masificado, era una cuestión entre nos, un juego privativo de las elites. Pero si pensamos el siglo XXI con las movilizaciones del siglo XX nos daremos cuenta enseguida de que hay que repensar la política con las multitudes en la calle, sea con los trabajadores y sus sindicatos, los estudiantes y sus agrupaciones, el movimiento de derechos humanos y sus organismos, los desocupados y sus movimientos, los trabajadores de la economía popular y sus coordinadoras, los movimientos de mujeres, los pueblos originarios. Más aún, cualquiera que vea Crónica TV hoy día será testigo de múltiples protestas vecinales, callejeras y disruptivas, que se organizan diariamente para denunciar a un abusador, un transa, un ladrón que mantiene vilo al barrio, un inquilino que no quiere pagar los alquileres, un usurpador, un padre o una madre que no puede visitar a su hijo, etc. Quiero decir, el pueblo delibera y participa todos los días. Más aún en un país como el nuestro, que vienen remando una crisis de representación de larga duración: cuando los representantes no representan, cuando la política tiene cada vez más dificultades para agregar los problemas de los distintos ciudadanos, cuando la Justicia no canaliza ni tramita los conflictos con los que se miden los vecinos, cuando los funcionarios no cuidan a los ciudadanos, cuando los grandes medios no televisan los problemas que tiene la gente o lo hacen prescindiendo de sus puntos de vista o demonizando a los manifestantes, ante esas circunstancias, los ciudadanos pueden transformar el espacio público en un foro público, pueden convertir la calle en una caja de resonancia para decir “yo existo”, “tengo estas dificultades”, “estoy experimentando estos actos de gobierno como un problema, me están generando nuevas dificultades”.

Acaso por eso mismo se ha dicho también que la protesta social, el derecho a la protesta, en una democracia, es el primer derecho, es el derecho que llama a los otros derechos. Si yo no puedo levantar la mano, no puedo protestar, decir “ya basta”, difícilmente podré hacer valer los otros derechos que se han conquistado alguna vez.

 

Ajuste y captación financiera

Para este gobierno, la criminalización es mucho que una política securitaria: es una institución económica, forma parte de las políticas de ajuste. Al gobierno le sale más barato un pobre desorganizado que un pobre organizado. La desorganización crea condiciones para reducir el déficit fiscal. Si hay pobreza que no se note, que no proteste, que se la aguante, que espere. Ya vendrán tiempos mejores. Hay que pasar el verano, el otoño, el 2024... “No hay plata”. Hay mucho cinismo en estas frases, pero también un “plan de gobierno” que necesita evitar o sacar a la protesta de la calle.

Nos dicen que la ayuda social se canalizará prescindiendo de los intermediarios, algo que no es nuevo, que ya sucede con la AUH y el plan Alimentar. Ahora quieren trasladar la misma receta al Potenciar Trabajo. Es una forma de seguir bancarizando a los pobres, esto es, de crear condiciones para continuar endeudando a estos sectores, para que, en última instancia, sea el sistema financiero el que siga captando la plata que el Estado pone en el bolsillo de la gente.

No es casual que en los últimos años hayan proliferado otra vez las entidades financieras flojitas de papeles. Se las ve en las zonas comerciales que suelen frecuentar los sectores populares o en donde confluye el transporte público urbano. Dejar a los beneficiarios solos, sin sus organizaciones, equivale a seguir endeudándolos, a que los beneficiarios sigan tomando créditos rápidos y usurarios que respaldarán con el dinero que el Estado les deposita todos los meses en sus cuentas bancarias.

 

Extorsionar y meter miedo

Las palabras de los funcionarios no son meramente descriptivas sino performáticas. Los funcionarios pueden hacer cosas con las palabras. Cuando la ministra Pettovello dice que “el que corta no cobra”, no está manifestando una opinión. Sus declaraciones no son meras opiniones, producen efectos de realidad, sus palabras son una amenaza concreta, no caerán en saco roto. La ministra está extorsionando a los referentes de las organizaciones sociales, les está diciendo que si ponen un pie en la calle se los va a cortar. La ministra, además, está metiendo miedo a los militantes y sembrando la discordia entre ellos, promoviendo los malentendidos que ya existen al interior de los sectores subalternos. Lo sabe y por eso agita, sube la apuesta. Las elecciones le permitieron reclutar consensos, pero se olvida de que los votos no son una patente de corso. Cada funcionario tiene el derecho a interpretar esos votos como quiera, pero las palabras dichas a través del sufragio tienen fecha de vencimiento y, tal como están las cosas, con la velocidad que han tomado los acontecimientos, todos tenemos derecho a reinterpretar los consensos electorales. Resulta difícil creer que la gente escupa para arriba. Nadie votó quedar por debajo de la línea de la pobreza o en situación de indigencia. Nadie voto quedarse sin trabajo, por más descontento que se encuentre con éste. Los votos no son un cheque en blanco. El que crea eso no está pensando, es alguien que no puede ponerse en el lugar del otro. Es un imbécil, un indolente, tiene otros intereses, es un cínico. De la misma manera que la ciudadanía expresó su confianza en las elecciones, guarda todavía una reserva de desconfianza que ejercerá, o tendrá que ejercer, está visto, más temprano que tarde.

 

La libertad y las protecciones especiales

Se ha dicho también que “la libertad de uno termina donde comienza la libertad del otro”. “Vos tenés derecho a protestar, pero yo tengo derecho a transitar”. Es una frase abstracta e ingenua, toda vez que parte de la idea de que “todos los ciudadanos son iguales ante la ley”. Y, además, una frase sin sentido y circular, porque los manifestantes podrían decirles a los peatones exactamente lo mismo: “Vos tenés derecho a circular, pero yo a expresarme libremente”. No afirmo que todo esto no tenga ningún asidero, pero si se mira las cosas con su telón de fondo nos daremos cuenta que las cosas son muy distintas: la libertad de uno se refuerza con la libertad del otro. “Si vos no sos libre yo no creo que pueda llegar a serlo”. “Mi libertad necesita de tu libertad”. De eso se trata la solidaridad. Y esto es así por la sencilla razón de que los ciudadanos no son iguales ante la historia, hay algunos que son más parecidos que otros. Hay ciudadanos que, por las particulares circunstancias en las que se encuentran, no van a poder esperar a las próximas elecciones para presentar sus demandas o reclamos y disensos. Si yo no llego a fin de mes, si su hijo está desnutrido, con hambre o muy enfermo, no pueden pretender que esperemos sentados en una silla, que aceptemos con resignación el lugar que nos tocó. Hay actores que necesitan una especial protección del Estado para contar sus problemas. Y necesitan, además, de la solidaridad del resto de los ciudadanos.

 

Demonizar a los “intermediarios”

El nombre de esa fraternidad se llama organización. Una organización que el gobierno buscar demonizar con la palabra “intermediario”, como antes lo hizo con las palabras “infiltrado”, “puntero”, “choriplanero”. Le aplica a la política el lenguaje del mercado, por eso no entiende lo que mira o no quiere entender y por eso usa lenguajes prestados.

Detrás de la organización está la solidaridad, la construcción de lazos sociales de fraternidad. Desautorizar a los intermediarios implica fragilizar la comunidad que, dicho sea de paso, ya está bastante fragilizada. El gobierno lo sabe y por eso se envalentona y sube la apuesta, pulsea, se apoya en el odio que mucha gente, incluso de los sectores populares, ha guardado y está dispuesta a movilizar. No es casual que el gobierno haya sentado otra vez a Bullrich en el Ministerio de Seguridad. Dueña de una verba marcial, hizo carrera política apurando a los trabajadores, reprimiendo a los pueblos originarios, sembrando de pistas falsas las propias labores policiales. Ella vino a reprimir.

Un pobre solo, sin intermediarios, es más barato para el gobierno que un pobre que se organiza. De modo que la amenaza de represión y la demonización de las organizaciones forman parte de las políticas de ajuste que el gobierno está implementando.

Marx tiene una frase muy peronista que resume las tareas de cualquier organización: “Los trabajadores necesitan más de la dignidad que del pan”. En efecto, las organizaciones construyen dignidad. Una dignidad que llega con la solidaridad. Alguna vez le escuche decir al escritor italiano Erri De Luca: cuando perdimos la libertad, cuando perdimos la igualdad, todavía nos queda la fraternidad. La fraternidad es la oportunidad de empezar de nuevo, de intentarlo otra vez, de resistir y seguir insistiendo.

 

La protesta antes de la protesta

Por último, conviene recordarle a la gente que cuando los manifestantes salen a la calle no lo hacen porque la noche anterior tuvieron un mal sueño. Me explico: si los funcionarios no atienden los teléfonos, y cuando los atienden no concretan las reuniones, y cuando las hacen te sientan a un funcionario de tercera línea que no puede decidir nada, ante esas situaciones, es que los referentes deciden movilizarse. Tuvieron que cortar la calle para que te atiendan los teléfonos, te hagan las reuniones, te sienten a un interlocutor con capacidad de decisión. No es fácil movilizarse en días de calor o frío, no es fácil dejar la casa sola para marchar o encontrar a alguien que cuide a los hijos mientras uno se moviliza con sus compañeros y vecinos. Mucho menos asumir los riesgos que implica hacerlo cuando un gobierno te llena de amenazas y mete miedo. Hay una protesta antes de la protesta que no suele ser televisable. Si los funcionarios atendieran las dificultades que tienen estos sectores sociales, entonces el resto de los ciudadanos podría llegar rápido a su casa o al trabajo. No hay que mirar la protesta por el ojo de una cerradura.

En definitiva, estamos ante un déjà vu, la reedición de la criminalización de la protesta. Pero esta vez, la criminalización regresa recargada, como parte de la política de represión y ajuste.

 

 

 

 

* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Profesor de sociología del delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Temor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil, Prudencialismo: el gobierno de la prevención; La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro.

 

 

 

--------------------------------

Para suscribirte con $ 1000/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 2500/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 5000/mes al Cohete hace click aquí