Argentina For Dummies

¿A quién no le gustaría que las cosas fuesen más simples de lo que son?

 

A fines de 1991, Dan Gookin publicó un libro que daría el puntapié inicial a una colección interminable. DOS For Dummies pretendía explicar cómo usar ese software de manera accesible, dirigiéndose al lego con familiaridad: de allí el atrevimiento de llamarlo dummy, que significa tontito. Lejos de ofenderse, los lectores recogieron el guante: con tal de resolver sus problemas, no les importó que los menospreciaran un poco. El éxito del libro dio pie a Windows For Dummies, y ahí la cosa estalló. La editorial (primero IGD Books / Hungry Minds y luego John Wiley & Sons) ya lleva publicados más de 2.500 títulos.

Todos los libros siguieron, y siguen, los mismos lineamientos: tapas de fondo amarillo (je), el dibujo del tipito de cabeza triangular y ojos desorbitados y el cómic explicativo de Rich Tennant. Los tópicos se diversificaron: ya hubo Contabilidad canadiense para tontitos, Adopción para tontitos, Teléfonos Android para tontitos, Alzheimer para tontitos, Religión para tontitos, Los Tudor para tontitos y hasta Acné para tontitos. Pero aunque hay temas de lo más abstrusos, como Termodinámica para tontitos, todavía no hay Peronism For Dummies. Ciertos asuntos son más irreductibles que la Teoría de la Relatividad.

 

 

Argentina For Dummies tampoco existe. No hay que devanarse el seso para entender por qué: somos muy complicados para ser reducidos a fast food mental. Pero aun así me pregunto si ese libro imaginario no se volvería factible, de prolongarse la marcha por el camino que hoy transitamos. Porque la sociedad argentina está siendo vertida dentro de una máquina de picar diversidades, disensos y contradicciones. Todo lo que huela a incomodidad y perplejidades se está viendo sometido a presión, para que encaje dentro de la moledora y sea triturado hasta volverse paladeable, ñoño — bovino.

Lo hayamos advertido o no, estamos involucrados en un vasto experimento político a escala nacional. Si algo revelaron los rich and powerful de nuestro país en estos dos últimos años, es que tienen la intención de deshacerse, y definitivamente, de todos los factores que les resultan conflictivos —rasgos que, entre otras propiedades, nos han convertido en quienes somos—, para reducirnos a la condición de una Argentina for dummies.

La disputa por el imaginario popular

A esta altura está claro que la conducción económica oficial desactiva el Estado, privándolo de fondos que hacen a su poder; y, a la vez, atenta contra todo tipo de producción nacional que no sea primaria. Se retoma el modelo económico del siglo XIX, cuando la política era arrancar lo que teníamos para ofrecer en materia de riquezas naturales y enviar las ganancias al trono extranjero del que éramos colonia; sólo que ahora no hay rey ni emperador visible, más allá de un puñado de familias locales y de organismos internacionales que vehiculizan el expolio.

Una porción sustantiva del pueblo argentino parece tolerar esta situación con agrado, a pesar de que ya impacta cerca de su línea de flotación. Pero este fenómeno —que alguien aplauda su propia destrucción; como dice un chiste en boga, el invento más perfecto del capitalismo es el pobre de derechas— habría sido imposible de no haber tenido lugar un formidable trabajo de zapa en el terreno cultural, que por supuesto no empezó hace dos años.

Parte de lo que nos pasa tiene que ver con el tiempo que vivimos y con consideraciones geopolíticas. Habría que ser muy ingenuo para creer que el fenómeno de índole populista que vivió América Latina durante más de una década se cayó solito, víctima de su propio peso, en un lapso de apenas seis meses. Hubo muchas manos empujando, en una sincronía que no puede sino responder a una estrategia coordinada entre intereses públicos —públicos de otras latitudes, quiero decir— y por supuesto privados.

Por otra parte, el fenómeno del adelgazamiento de las noticias —y por ende, de la realidad— es universal. A medida que el mundo se complejiza, se tiende a explicarlo de modo más simple y banal. En perfecta armonía, los medios informativos descartan los textos escrupulosos y/o reflexivos para optar por las imágenes, los sound bites y los títulos que 'lo dicen todo', al tiempo que las redes sociales conminan a creer que aquello que no puede ser expresado en pocos caracteres no es verdad o al menos no sirve, no es funcional. En este sentido, la horca caudina de la brevedad que Twitter impuso exhibe un costado perverso. Si el periodismo local asumió que podía decir en título, volanta y foto algo que no tenía que fundamentar en el texto, es porque entendió que su público no buscaba explicaciones sino certezas.

Los errores de los gobiernos populares también contribuyeron. En materia cultural se implementó un laissez faire aplicable à tous: todo el mundo producía, actuaba, filmaba y todo el mundo estaba contento, al menos en principio. Pero al no direccionar con firmeza la producción estatal, se dejó el campo del arte popular en manos de Clarín y sus satélites. El Estado consintió una división del trabajo cultural: mientras se abocaba a sostener una producción encomiable, pero que caía dentro de lo que podríamos denominar Cultura Con Mayúsculas, le cedió la fabricación del imaginario popular a los enemigos por antonomasia de ese campo político. Cuando, por el contrario, tendría que haber disputado la forja de ese imaginario y producir telenovelas, programas humorísticos y de entretenimiento, series y señales informativas que constituyesen alternativa a los contenidos del prime time de los canales abiertos.

(Haga El Ejercicio I. Piense en los doce años de las administraciones Kirchner-Fernández y dígame qué película o tira televisiva de impacto popular recuerda. Si los autores de esas obras son hoy reconocidos anti K, el punto es para mí.)

La crisis sexy

Las autoridades de Cambiemos se aplicaron desde su asunción a desarmar el andamiaje que sostenía la cultura formal. Las noticias al respecto circulan por el acotado circuito de medios no alineados: la suspensión de facto de los premios nacionales, la sequía de créditos del INCAA durante 2018, la desactivación de señales televisivas como Encuentro y Paka Paka... A modo de muestra, recomiendo este artículo de Silvina Friera que refleja las dificultades que entraña publicar libros en esta crisis nada involuntaria —más bien de diseño—, que se desprende de la unificación del Ministerio de Cultura con el Ministerio de Hacer La Plancha: https://www.pagina12.com.ar/86331-la-odisea-de-publicar-libros-en-medio-de-la-crisis-general

Pero la guerra cultural que vienen librando el PRO y ese Estado dentro del Estado que es el grupo Clarín ha librado sus batallas claves en otros campos. El primero, ya mencionado, es el periodismo, a quien una espada mellada del grupo definió en un acto de sincericidio como periodismo de guerra. El dicho popular establece que en el amor y en la guerra todo está permitido, y el grupo —porque sus socios lo hacen en menor medida, tratando de conservar un modicum de dignidad— lleva ese refrán al extremo de vulnerar el ABC de la profesión, con tal de ganar el lance.

Para los clarineros ningún verbo en potencial es excesivo, ninguna fuente es necesaria, ninguna realidad por flagrante que sea carece de potencial para ser manipulada. A mediano plazo, las ciencias sociales crearán cátedra con la saga de Clarín vendiendo la crisis como algo sexy ("Vivir en monoambiente es la última moda", "Protestar es malo para la salud": esa clase de producciones 'periodísticas') y también con los titulares del Periodismo Manolito, a partir de aquel episodio de Mafalda en que el galleguito rompe el auto a cuerda de Guille y trata de convencerlo de que jugar con sus despojos es bárbaro. "Si tu hermano no aprende a valorar las pequeñas ganancias de las grandes pérdidas —dice Manolito a Mafalda—, va a sufrir mucho en este mundo, ¿eh?" Lo que nosotros deberíamos valorar, en este caso, serían las presuntas ventajas de que ya no exista periodismo en los medios masivos sino soma mental, alimento conceptual predigerido que nos dice qué debemos pensar aun cuando no sepamos por qué.

Otro elemento que el PRO explota es la tendencia de parte de la sociedad argentina al camaleonismo social, propio de un pueblo con orígenes aluvionales y por ende de escaso lustre; su inclinación a buscar modelos que imitar, que sean glamorosos —cuánta confusión hay entre nuestra gente respecto de lo que posee, y no, glamour verdadero— y no requieran demasiado esfuerzo. Es decir el elemento proyectivo, la propiedad de nuestros líderes de encarnar cierto querer ser, un espejo en que sus seguidores amen contemplarse. E imitar a los figurines del PRO es muy fácil: sólo hace falta vestir de cierto modo (elegante sport como uniforme general, que evita las sofisticaciones), repetir un puñado de frases hechas que excluyen fundamentación alguna y prodigar mohines para pretenderse accesibles. Imitar a líderes políticos de otro pelaje se complica, porque demanda un discurso articulado y por ende una dificultad. Emular a los popes del PRO viene de fábrica con licencia para derrapar: se puede, con Rodríguez Larreta, asumir que los hombres primitivos convivieron con dinosaurios y aun así salir indemne, como si el simple hecho de simpatizar con el partido proveyese de amianto con que protegerse del papelón incendiario.

En consecuencia, la producción cultural que se acovacha bajo el paraguas PRO —y esto incluye al periodismo, por cierto— tiende a parecérsele indefectiblemente. Es elemental, efectista, banaliza todo lo que toca y jamás se cuestiona nada.

(Haga El Ejercicio II. Elija a un profesional de cualquier disciplina que forme parte del gobierno o lo avale con entusiasmo, y verá que en ningún caso se trata de un profesional excelso, o —los Oscar no cuentan, al menos desde que Benigni ligó uno— genuinamente laureado: siempre se tratará de la versión for dummies de un cineasta, de un escritor, de un periodista, de un filósofo, de un músico, de un economista, de un político...)

¿Pastilla roja o pastilla azul?

Pero el quid de la cuestión no pasa por las argucias del capitalismo para deslumbrar giles, o los atentados del PRO contra la cultura en sentido amplio. Lo (todavía) desconcertante, aquello que deberíamos contemplar del modo más reflexivo, es el otro componente de la ecuación: la complacencia, y en algunos casos hasta el fervor, con que ciertas franjas sociales sostienen a este gobierno a pesar del cinismo con que las cascotea en los hechos.

Se trata de un fenómeno que presumimos pasajero. Si algo demuestra la historia argentina, es que una vez que la sociedad ve más allá del velo que oculta al Mago de Oz, ya no hay vuelta atrás. Pero eso no lo hace menos digno de reflexión. No existe un equivalente filomacrista del choripán, no podemos permitirnos ni esa ramplonería ni esa estigmatización. Aun en el caso de que el PRO perdiese el favor de las mayorías y se volviese intrascendente, habría que seguir pensando qué llevó a esas gentes a votarlo, cuando abundaban en sus listas enemigos francos de sus intereses. ¿Exagero al pensar que el futuro del campo popular depende de esta inteligencia?

No creo estar en condiciones de responder el dilema, ni tampoco sería este el lugar. Aunque me gustaría arriesgar una hipótesis.

¿Será posible que hayamos subestimado el peso de las tragedias argentinas sobre nuestro pueblo? Porque es verdad que sobrevivimos a cosas tremendas, con cierta épica y hasta con humor. Pero, ¿significa eso que todavía nos quedan ganas de seguir afrontando sinsabores, enfrentamientos, patriadas, sangre y muerte? ¿No será que al menos parte de nosotros está cansada y se siente dispuesta a pagar un precio, y hasta un alto precio, con tal de desdramatizar nuestra realidad y entregarse a una rutina sorda pero salva?

He escuchado al Indio Solari hablar más de una vez sobre el estrago que deja una hiperinflación ya no sobre los bolsillos, sino sobre el alma de un pueblo. Habla de ese trance en términos de trauma, y los traumas profundos no se desvanecen de un día para otro. (Alguien dirá: quien tema a una hiper hizo mal en votar a Macri. El razonamiento no oblitera el pensamiento mágico de quien niega o no se permite considerar la posibilidad.) ¿No será que hay mucha gente entre nosotros que preferiría desentenderse a entender, borrarse a poner el pecho, vivir una telecomedia de Suar a una peli épica?

Hay un personaje, y una escena, de The Matrix (1999), que viene a cuento. Cypher, o sea Cifra (Joe Pantoliano), se ha liberado de la Matrix —ese sistema virtual que convierte a los humanos en esclavos sin que lo adviertan— hace casi diez años. Pero al cabo de ese tiempo, se ha rendido a la evidencia de que no tolera la realidad. Es demasiado complicada, demasiado áspera. Y eso lo mueve a traicionar a sus compañeros, con tal de que la Matrix le permitan reintegrarse a la simulación, a un mundo virtual y por ende falso... pero digerible.

"Yo sé que este bife no existe", dice Cypher en el restaurant de lujo donde negocia su traición, mientras contempla un bocado sangrante. "Sé que, cuando me lo lleve a la boca, la Matrix le dirá a mi cerebro que es rico y jugoso. Pero, después de nueve años, ¿sabés qué entendí? Que la ignorancia es una bendición".

Nos movemos a diario entre gente que cree lo mismo que Cypher. Que prefiere la morfina al dolor de estar vivo aquí y ahora, de afrontar el precio de cambiar ciertas cosas. Que escaldada por la experiencia de vivir demasiado tiempo en un país salvaje, opta por la píldora azul que te narcotiza antes que por la roja que te lanza a una Wonderland de vértigo infinito. ¿Acaso hay algo más humano?

Sin embargo, aquellos que quieren reducirnos a la condición de dummies olvidan que existe algo tan humano como la conformidad. Llámenlo como quieran: rebeldía, inconformismo, la inquietud natural de nuestra especie. Vivimos en un universo binario, donde descollamos porque disponemos de pulgares oponibles; la dialéctica, o incluso la contestación, es nuestro destino. Si hay algo seguro en esta existencia, es que las batallas que declinemos las llevarán adelante otros.

Puede que en algún universo paralelo exista ya una Argentina For Dummies. Pero ese no es el sitio donde vivimos.

 

Marcelo Figueras es periodista, escritor y guionista

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