Arlt, el esgunfiao

Aguafuertes Silvestres desde Sierra de la Ventana

 

Lo que Roberto Arlt vivió en el verano de 1930 (sí, el año en que a Yrigoyen lo embalurdaron) le dio para confirmar su genio y figura, para tirarle de su lengua literaria y para generar varios textos ahora reunidos por primera vez en formato libro: se titula Aguafuertes silvestres y lo publicó la editorial Hemisferio Derecho (HD Ediciones) de Bahía Blanca.

A esa altura de su vida, Arlt había dejado el diario Crítica, donde por un buen tiempo fue una firma estelar, y su fama como escritor no le iba en zaga, con obras publicadas y elogiadas como El juguete rabioso (1926) y Los siete locos (1929). En febrero del ’30, para poner una pausa en su tarea periodística, en ese momento como integrante privilegiado de la redacción del diario El Mundo, el hombre se tomó un tren en Constitución con destino a Sierra de la Ventana. Perseguía el santo propósito de distanciarse “del ómnibus y del tranvía, del calor, del inexplicable malhumor de los jefes y de la inequívoca sensación de que todo empleado es un esclavo”. Un tiempo antes, siguiendo consejos médicos, prometió dejar el café negro (intentó reemplazarlo por el capuchino, pero le resultó “intolerable”) y para mover un poco el esqueleto se hizo socio de la Young Men’s Christian Association, una institución también conocida como YMCA o Yumen.

Su escapada de 15 días consistió en ocupar una carpa en los estimulantes terrenos de la Asociación Cristiana de Jóvenes. Pero para quien no era ni tan joven ni muy buen cristiano, el modo “desenchufe” no le resultó del todo. Quien se sentía rebaño en la ciudad organizó una especie de huida para sacudir la rutina, pero su cabeza no paró nunca y, a pesar de haber obtenido una licencia en el diario –vaya paradoja arltiana, también inventor tiempo completo– no dejó de trabajar ni un solo minuto. Entre el 5 y el 12 de febrero escribió tres aguafuertes porteñas y cinco aguafuertes silvestres. Dedicadas en todos los casos a “esos muchachos que todas las mañanas me leen en el subte”, a quienes les deseó que pudieran recibir el olor y los colores de la montaña. Poeta también, y especialmente fino descubridor de realidades y fantasías, escribió que en la profusión de ramas que arman el bosque verde él no veía otra cosa que los cables de electricidad que en territorio porteño alimentan el andar de troles y tranvías. También asoció a las serranías cercanas con la altura de edificios emblemáticos de Buenos Aires, como el Barolo y el Pasaje Güemes.

Apenas instalado, comenzó a sentirse bien porque “esta zona de Sierra de la Ventana… es lo que ansía el que se ha roto el alma, yugándola durante todo el año”. Pronto advirtió bienestares poco habituales y los consignó en una aguafuerte. “Yo, que estoy acostumbrado a levantarme a las tres de la tarde y a acostarme a las cuatro de la madrugada, me he metido anoche en mi carpa a las nueve y media y me quedé dormido como un santo”. Ese novedoso goce también puede tener relación con la economía. En aquel tiempo acceder a este campamento costaba 70 pesos por quincena: “Una papa”, definió. Describió con entusiasmo su desayuno. “Cuatro tazas de café con leche, con su correspondiente pan, manteca y mermelada”. Los aires nuevos le dieron para la metáfora: “Aquí los estómagos se dilatan como el horizonte”. En alguna de esas jornadas conoció a otro visitante del lugar, llamado Manuel García, más joven que él y al que en sus escritos presenta como El Pibe Laburo. El pibe y él coincidieron en un momento en el acérrimo sentimiento de antipatía a la ciudad y especialmente a las obligaciones laborales. El vínculo con el pibe fue el comienzo del fin de su breve embeleso por la vida campesina.

 

Roberto Arlt.

 

De vuelta a casa

En el prólogo del libro, firmado por Juan José Guerra y Lucas Ruppel, cuentan que Arlt se “harta” de las sierras, se aburre de la calma del lugar y se manifiesta “más que aburrido, esgunfiao”. El propio Arlt expresa sus razones. Por un lado, admira la contemplación de la naturaleza y reivindica el no hacer nada, pero –bicho ciudadano y dependiente– empieza a sentirse un vago. De a poco empieza a tramar su retorno. Reconoce las innegables virtudes del aire y del paisaje serrano: “Hay un río cercano; hay bichitos que jamás se ven en la ciudad, hay sombras de árboles para esconderse del sol de febrero”, pero toda esa paz le parece “un remedo de la vida en convento”. La tranquilidad le fastidia tanto como el exceso de moscas y lo que califica como una “sospechosa ausencia de mujeres… Para mí, que las tienen secuestradas”. Y agrega: “De farra ni hablar… esto parece una caverna de cuáqueros”. Sin embargo, reconoce mendrugos de diversión como la invitación a participar en un fogón nocturno concebido como “purificador de pensamientos” y también la llegada de una victrola acompañada de algunos discos de tango. Pero el baile nunca se arma y, muy a su pesar, manda el ascetismo.

El 12 de febrero, hasta la coronilla de la “alegría artificial” del campamento, Arlt rearma sus bártulos y vuelve a Buenos Aires, en un viaje en tren de nueve horas y media de duración. “Hay que estar fuera de tu perímetro rante para darse cuenta de lo que vale… Uno raja, dice se acabó la ciudad y al rato vuelve rendido y gozoso a estufarse en sus calles”. Mientras el traqueteo del convoy crece, es posible imaginar a Arlt pensando a qué personaje porteño dedicará su próximo aguafuerte y a qué financista, tan delirante o conspirador como él, podrá interesarle su nuevo invento. El tren avanza a 50 kilómetros por hora y el bucólico y efímero relax alcanzado por Arlt se deshace en cuestionamientos de compleja resolución. “¿A qué diablos se habrá uno movido de la ciudad?; ¿A qué ha ido tan lejos?; ¿Para qué, por qué?; ¿No es estúpido eso?” Es posible imaginar a Arlt sonriente cruzando el hall de la estación. Lo espera su ganapán periodístico, sus sorprendentes inventos y una barra de más de siete locos que vuelven a esperar su oportunidad literaria. Que llegará apenas al año siguiente, en 1931, cuando aparezca en la Editorial Claridad su tercera novela, Los lanzallamas.

 

 

 

 

* En la tienda on line de HD ediciones, catalogado en el rubro “Crónica”, se ofrece a la vente Aguafuertes silvestres a 8.400 pesos. Un buen libro, en especial para leer en vacaciones en Sierra de la Ventana.

 

 

 

 

 

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