Bailando lento en una habitación en llamas

¿Qué puede hacer el género policial cuando la realidad es criminal?

 

En materia de géneros literarios, el policial equivale al Barcelona de Messi, Iniesta & Co.: le gusta a todo el mundo. Supongo que se debe al simple hecho de que ofrece algo para cada lector. Al que sólo busca entretenimiento le entrega el morbo de la sangre, el enigma a ser develado, la sensación de mirar detrás de la cortina de una sociedad putrefacta. Al que quiere además ser iluminado le entrega una butaca en primera fila, para que asista a una clase magistral sobre un sistema que, constantemente y por definición, se traiciona a sí mismo. Desde el surgimiento de la novela negra, el policial ha sido y sigue siendo un prisma literario consistente a través del cual contemplar nuestro mundo. Porque, a pesar de que la circulación de carros tirados por caballos haya sido prohibida en muchas partes, este sistema sigue funcionando con tracción a sangre.

Si a diario no estafa, abusa, viola y mata, este sistema no funciona. Si no crea o prolonga guerras artificialmente, este sistema no funciona. Si no asesina por codicia —escatimando o adulterando medicinas y alimentos, jodiendo al mundo mediante minería ilegal, contaminación o fumigando con veneno—, este sistema no funciona. Si no reprime y miente para sustentar la explotación en que se funda, este sistema no funciona. Si no incurre en homicidio para ocultar cuál es su verdadero rostro, este sistema no funciona. A veces pienso que habría que dejar de llamarlo policial para definirlo como Nuevo Realismo. ¿Qué sería más realista que una narrativa que refleja las maquinaciones de un sistema que es, en esencia, criminal?

Se reflexiona seguido sobre la forma en que el género se modificó a medida que se desarrollaba su conciencia sobre el mundo. Arrancando con el detectivesco inicial, que consagraba como héroe a una versión idealizada del macho occidental, aplicada a encontrar la manzana podrida en el cajón de una sociedad civilizada; una vez descartado el elemento discordante, esa sociedad podía volver a funcionar a la perfección. Con el desarrollo del relato negro, asumimos que la corrupción no era la excepción sino parte esencial del sistema; sólo se podía aspirar a botar a la basura a la manzana en peores condiciones, a sabiendas de que las bacterias de la putrefacción ya estaban actuando sobre el resto del cajón. Por eso no hay modo de librarse del perfume que flota sobre todo, esa baranda de fruta madura por demás, dulce y repugnante en partes iguales: porque es el perfume del sistema, que por fuera se ve brillante y apetitoso y sabe a muerte no bien le hincás el diente.

Me temo, de todos modos, que el género está viviendo una etapa de transición. Porque la mirada propia del policial negro ya no sirve, no alcanza, se ha vuelto conservadora. No lo era en Hammett, que fue honesto y puso el cuerpo en juego a la hora de bancar al sistema que todavía creía en condiciones de ser rescatado. El detective de Cosecha roja pensaba que el pescado empieza a pudrirse por la cabeza, y que si uno lo decapita a tiempo dispondrá de un cuerpo saludable, aún nutritivo y por ende comestible. Así se entiende que Hammett haya sido fiel a su pensamiento de izquierda y se haya negado a delatar gente a cambio de inmunidad, padeciendo cárcel por su silencio. A esa altura ya había abandonado la escritura casi por completo, para dedicarse a la militancia.

 

Dashiell Hammett.

 

Pero lo que en Hammett todavía podía ser un gesto romántico —límite, por cierto: por algo bebió y fumó hasta matarse—, en Chandler ya expresaba cinismo. Los relatos siguen siendo magníficos, pero el detective Philip Marlowe actúa sobre la certeza de que no podrá cambiar nada, de que lo máximo a que puede aspirar es a no sentir asco cada vez que se mira al espejo. Hammett era un populista, había adquirido su experiencia en la calle y miraba siempre desde allí. Chandler, en cambio, había llegado a ser ejecutivo de una petrolera. Si bien hizo lo imposible para boicotear su rol corporativo, entendía que formaba parte de la cabeza hedionda que el detective de Hammett ansiaba cortar. Por eso su mirada es más bien la de un aristócrata decadente, que renunció a su lugar en el mundo pero no encuentra uno nuevo donde insertarse; no es casualidad que también se haya entregado al alcoholismo y coqueteado con la idea del suicidio.

Pero todas estas cuitas tienen casi un siglo. Cien años en los que infinidad de cosas cambiaron una barbaridad... más no así el género policial. Cuyos cultores siguen, en su mayoría, abrevando de aquella fuente entre romántica y cínica pero sin hacerse cargo del salto cualitativo más evidente. A menudo siento, como lector, que casi todo el policial actual transcurre —a pesar de que se incluya tecnología contemporánea y se mencionen noticias frescas— en un mundo paralelo donde no se registró el impacto de Hiroshima, del genocidio nazi ni tampoco del perpetrado entre nosotros. Por supuesto, hay mucho personaje con pasado de represor, pero se trata de traspolaciones del presente a los odres viejos del esquema creado por los maestros del género. Un mecanismo que ya no debería servirnos, porque la perspectiva de Hammett, Chandler y sus discípulos sería hoy ingenua. Ya no podemos alegar que vivimos en un sistema infectado por la corrupción: la corrupción, más bien, es el sistema. Aquí la democracia es una cáscara vacía, la economía es el nombre del expolio, la prensa se dedica a desinformar y difamar, el delito convencional está en manos de la policía, el Poder Judicial trabaja para los ricos y lo que mantiene la calesita en movimiento es la violencia.

 

Raymond Chandler.

 

En Latinoamérica estas realidades están al alcance de todos los que quieren vivir con los ojos abiertos. Nos tocó en suerte un sitio exótico y poco privilegiado, donde la fantochada del Occidente progresista ya no es verosímil. Por eso mismo me pregunto: dado que habitamos en la avanzada de un Orden Nuevo, donde los poderosos del orbe ya ni caretean y exhiben su despotismo con impudicia, ¿no habrá algo rutilante que podamos aportar al género? Quiero decir: ¿no deberíamos estar a la vanguardia en esto de contarle al planeta todo cómo se escriben policiales en el Mundo del Revés?

 

El crimen es ley

El policial contemporáneo padece de la misma falla —en términos geológicos— que las pelis de superhéroes: la incapacidad de dar con un adversario convincente. Como no logran, o no se animan, a pintar al villano que habría que pintar, el relato final se resiente. Tienen que salir del planeta en busca de invasores extraterrestres o de un Atila galáctico preocupado por gemas mágicas. ¿A quién puede conmover algo así? Casi todos esos films son olvidables porque, aunque tengan protagonistas seductores, no se animan a ponerle el cascabel al gato —je— y a llamar por su nombre a quien, o a quiénes, representan el Mal verdadero en este mundo.

Con el policial el caso es más flagrante. Para que el relato sea lo que promete debe haber al menos un (1) crimen, y la mayoría de los relatos actuales se apega al Manual del Homicida Clásico: asesinatos por celos, codicia, venganza, ambición. Que seguirán dándose mientras existamos como especie, eso nadie lo niega. Pero apelar a ellos como recurso central da lugar a relatos conservadores, un ejercicio de nostalgia que reasegura al lector antes que inquietarlo.

Existen escritorxs que intentan escapar de la ortodoxia y se dejan llevar por sus narices hacia materiales más novedosos, propios de este tiempo. Algunos se aggiornan por el lado de resetear escenarios y oficios. Sus criminales se dedican a males contemporáneos: el tráfico de drogas, de armas y de gente, las maquinaciones de la industria farmacéutica, el mercado negro de la información. Es un avance, sí. Pero me pregunto si no podríamos, si no deberíamos ir más allá.

El género está en crisis porque nuestra percepción del sistema también lo está. Toda esta narrativa parte de la idea de que la ley existe, es justa y funciona tarde o temprano; de que se puede distinguir nítidamente entre el Bien y el Mal. Nosotros sabemos, en cambio, que aunque la ley existe, pocas veces es justa y funciona siempre en beneficio de los poderosos; y que en términos éticos, nuestra sociedad es un pantano que no deja a Cristo sin salpicar. ¿A qué podríamos llamar crimen hoy en día, cuando todos a los que hasta no hace tanto se consideraba ciudadanos notables parecen dedicarse a quehaceres delictivos, algunos sotto voce y otros con descaro: empresarios, banqueros y financistas, obispos, políticos, jueces, periodistas y comunicadores, cirujanos, militares y jefes de policía?

Las leyes siguen penando los crímenes tradicionales, para esos hay doctrina a raudales. El problema grave es que no saben qué hacer, cómo abordar, los peores crímenes de esta era. Y en consecuencia, las verdaderas mentes brillantes del crimen pasan desapercibidas —¡son invisibles!— como Moriarty en la Inglaterra holmesiana: el derecho internacional moderno carece de marco teórico para interpretarlas y de instrumental para ponerles límites.

De algún modo, el esquema narrativo ha sufrido una perfecta vuelta de campana. Desde sus inicios, cuando se perseguía al criminal que suponía una excepción dentro del sistema social, hasta este presente en que el crimen es la norma y en todo caso la excepción está dada por el especimen que se niega a plegarse al delito, aunque más no sea como cómplice silencioso. Por eso algunos de los personajes más memorables del policial reciente están más cerca del gótico que del género tradicional: tanto Hannibal Lecter como Lisbeth Salander son conscientes de la anomalía que representan y entienden que, a pesar de saberse capaces de actos monstruosos, son menos dañinos que los poderosos de esta sociedad.

 

La nueva versión cinematográfica de Lisbeth Salander, interpretada por Claire Foy.

 

Todo crimen es político

Por eso habría que desprenderse del adjetivo policial. No sólo porque en nuestras tierras es inviable, aquí los jerarcas policiales son profesionales del crimen; sino porque la misma función del investigador ha sufrido un desplazamiento y quedado relegada. El enigma ya no es imprescindible. Los relatos ya no necesitan de detective alguno. Muchas veces el crimen y sus responsables están a la vista desde el comienzo y se trata de ver qué ocurre en su onda expansiva, cómo impacta en derredor. Porque además el crimen ya no es un hecho excepcional y misterioso, que tiende a ocurrir en escenarios dramáticos: el callejón, la mansión, el marjal, los bosques solitarios o la selva, el local nocturno. Ahora el crimen es constante —diario— y diurno, tiene lugar en los lugares más insospechados: la escuela que explota, el hospital donde no hay insumos, la plaza del barrio, la calle, el Congreso.

Al género le queda mejor el mote de novela, o relato, criminal. (Tan sólo para identificarlo. Desde que el sistema mismo es criminal y lo criminal es la realidad, insisto: hoy no existe género más realista.) Pero para que le calce bien y termine de evolucionar y ponerse a la altura de los tiempos, tenemos que pasar en limpio de qué hablamos cuando hablamos de crímenes.

Está claro que seguirá habiendo relato criminal a la usanza clásica. ¿Quién puede resistirse a una trama que devela un misterio lentamente, practicando una suerte de strip-tease intelectual? Pero se me hace que está a nuestro alcance una oportunidad histórica, la de arrimar la novela criminal a los tiempos que corren y sacarla de una buena vez de esta transición eterna. ("Lo viejo no acaba de morir / Y lo nuevo no nace", dice una canción del Indio Solari que retoma a Gramsci.)

Esto implicaría hacer algo más que cambiar la profesión de los criminales. Lo primero que no habría que perder de vista es que ya no existe nada parecido al crimen como propiedad privada, una violencia de naturaleza individual: todo acto de barbarie —aun cuando se lo infligiese una persona solitaria a su víctima igualmente aislada en medio de un desierto— es la manifestación microscópica de un orden social y político, sin el cual no sólo no ocurriría al menos de ese modo, sino que además sería incomprensible. Podemos estar hablando de política en términos estrictos, en términos económicos, en términos raciales, en términos de género, pero todo remite a lo mismo: si completásemos el silogismo que Solari esbozó hace años en una canción llamada Todo preso es político —planteo que debería incluir además a todos aquellos que no están presos pero deberían estarlo—, habría que concluir que todo crimen también es político.

Esto solo ya supone un giro copernicano en términos narrativos. Estaríamos hablando de crímenes que ya no responden a motivaciones puramente individuales, sino que son el eco de un orden maligno, la corporización de todo lo que está mal en este mundo. El desafío pasaría por releer ciertas situaciones que nos son familiares desde otro lugar.

Dos ejemplos muy simples. Un relato que ficcionalizase la historia de uno de esos yanquis dementes que van con una Uzi a matar en una escuela sería incompleto, y por ende mentiroso, si además de sondear en su mente desquiciada no cuestionase al sistema que puso un arma semejante en las manos de semejante tipo, en cómodas cuotas y delivery puerta a puerta. La pregunta ya no sería tan sólo: ¿Por qué mata este tipo?, sino ¿por qué el sistema torna tan fácil que este tipo mate así, a mansalva? El presente, insisto, pone en crisis nuestra noción de qué es un crimen y quiénes serían los criminales involucrados —la totalidad de ellos, no el chivo expiatorio—en un acto semejante.

El segundo ejemplo es local. Hoy sería muy fácil escribir un non fiction contando los ires y venires que coagularon en la votación del 8 de agosto en el Senado y rematarlo con la historia de "Elizabeth", esta mujer que acaba de morir a causa de un intento de aborto en el cual un tallo de perejil hizo de arma homicida. Pero también podría intentar narrar lo ocurrido desde el género criminal, lo cual podría ser planteado de esta manera:

38 Senadores + 1 Mujer Pobre : Un Crimen Perfecto.

 

 

Este cambio de perspectiva redundaría de modo inexorable en otra modificación, la de la forma del relato y sus procedimientos. Es probable que el esquema crimen + investigación + resolución sea demasiado simple y lineal para asuntos tan complejos como los que este tiempo nos plantea. Hay un universo de recursos narrativos disponibles —técnicas a las cuales el policial clásico eligió no echar mano hasta hoy— que podrían ser útiles en esta circunstancia. Por eso, cuando busco ejemplos de lo que podría funcionar como proto novela criminal, mi mente dispara hacia novelas que nadie consideraría policiales.

 

El nombre del mundo es crimen

Una sería Meridiano de sangre (1985), de Cormac McCarthy, que a primera vista parece un western shakespiriano; Una excursión a los indios ranqueles, reescrita por Herman Melville. Lo que McCarthy cuenta es la forma en que el poder se impone en territorio ajeno, mediante el crimen disfrazado como razón de Estado; para después deshacerse de los hombres que le han sido útiles en esas matanzas, conservando tan sólo a aquellos que son capaces de manipular el sistema en su favor — como el Juez Holden, a cuyo lado el Capitán Ahab parece un timorato. De una violencia demencial, Meridiano de sangre es la novela de los hombres brutales que entienden que, antes que armar una banda para seguir desarrollando sus crímenes, les conviene organizar un Estado que esté a su servicio.

 

Cormac McCarthy.

 

La otra novela es El club de la pelea (1996), de Chuck Palahniuk. Su narrador es un joven americano víctima de una depresión que, entre otras manifestaciones, le produce insomnio. Cada vez más consciente de las violencias y manipulaciones de que el sistema destina a los ciudadanos, hace lo que cualquier persona sensible haría: enloquece, desarrollando una segunda personalidad que lo insta a intentar todo lo que antes no se animaba a hacer, incluyendo atentar contra el sistema. El club de la pelea es como si el Marlow de El corazón de las tinieblas descubriese que Kurtz no es otro sino él mismo, y que nunca se ha ido al Congo sino que decidió quedarse en Londres para generar caos en la capital del Imperio.

 

El narrador de la versión cinematográfica de "El club de la pelea" y su otro yo.

 

Ambos relatos reconocen la centralidad del crimen en nuestra cultura. Uno adopta un posición fatalista ("Si Dios quisiese interferir con la degeneración de la humanidad, ¿no lo habría hecho ya?", se pregunta McCarthy), mientras que el otro apuesta a trabar la maquinaria produciendo crímenes sorprendentes, totalmente ajenos a la lógica del sistema; respuesta desesperada, pero respuesta al fin. Lo que también comparten es un tipo de pacto con el público lector de características novedosas.

La novela criminal que sigue tratando al crimen como una anomalía que puede ser expuesta y resuelta convierte al lector en un cómplice, prolonga la fantasía de que la corrupción puede extraerse quirúrgicamente para que el sistema vuelva a gozar de salud. En cambio la novela criminal entiende que la metástasis ya se ha desatado y que hay que prepararse para lo que vendrá. Esta novela no engaña a su lector, no lo convierte en cómplice. Le dice así son las cosas (and so it goes, diría Vonnegut); le cuenta que nuestra situación es aquella que encapsula el título de una canción de John Mayer: bailando lento en una habitación en llamas; que estamos al filo de un orden nuevo y que aunque la calle parezca igual ahora es un campo de batalla, donde hemos quedado entrampados entre dos o más fuegos; y que por ende el imperativo es sobrevivir, hasta que se asiente el polvo y podamos ver dónde estamos y quién quedó en pie. Aquí no hay resolución posible, porque nada está resuelto aún. El único cambio que está a nuestro alcance es interior, la potencial evolución de nuestra lucidez y de nuestra forma de estar-en-el-mundo.

Como latinoamericanos —o sea: como ciudadanos de una parte del orbe que siempre fue conejillo de Indias de los experimentos de Occidente— estamos en mejores condiciones que un europeo o un estadounidense para entender lo que se viene. Por eso creo que las novelas criminales que ya están saliendo y saldrán de nuestro suelo aportarán mucho al futuro del género. En Meridiano de sangre, un personaje dice: "Ningún hombre puede meter el mundo entero en un libro". Pero si hay un género que es capaz de asumir la experiencia contemporánea y hacer que quepa dentro de la cáscara de nuez que supone un libro, ese es la novela criminal.

 

 

 

(Este texto fue leído en el marco del vigésimo tercer Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura que tuvo lugar días atrás en Resistencia, Chaco, organizado por la Fundación Mempo Giardinelli.) 

 

 

 

 

 

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