Balas, derechos y matones

El hilo rojo de la represión en la historia argentina

 

El sábado 1º de mayo de 1909, los anarquistas de la Federación Obrera Regional Argentina (FORA) convocaron a un acto en la plaza Lorea, a unos metros del Congreso de la Nación. La fecha era un homenaje a los Mártires de Chicago, los ocho trabajadores anarquistas condenados a muerte en 1886 por reclamar junto a miles de compañeros “ocho horas de trabajo, ocho de descanso y ocho de recreación”, una exigencia desmesurada según los parámetros que parecen resurgir en nuestros días. Con similar desmesura, los trabajadores reclamaban por la reducción de la jornada laboral, pero también por los bajos salarios y las condiciones precarias de trabajo. Los dependientes de almacén, por ejemplo, debían soportar jornadas de dieciocho horas diarias.

Presente en el lugar, el coronel Ramón L. Falcón —nombrado jefe de Policía por el Presidente José Figueroa Alcorta— ordenó que un batallón de uniformados a caballo disparara sobre la multitud. Eran unas 1500 personas que, en el momento del fusilamiento, se estaban dispersando hacia la Avenida de Mayo. Según el diputado socialista Enrique Dickmann, luego del ataque policial, quedó sobre el pavimento “un tendal de catorce muertos y ochenta heridos, algunos muy graves, que fallecieron a los pocos días”. Entre las víctimas había niños. 

El martes siguiente se llevó a cabo un acto multitudinario en Chacarita, para acompañar el sepelio de los muertos del sábado. Al salir del cementerio, los manifestantes fueron “atacados cobardemente por la policía”, según el diario La Protesta, que calificó el hecho como “una nueva masacre”. Falcón redobló la apuesta: luego de ordenar que la policía dispersara a los tiros el cortejo fúnebre, clausuró locales sindicales y diarios como La Vanguardia y La Protesta. Esos días se conocerían luego como la Semana Roja.

Por la represión, FORA y la socialista Unión General de Trabajadores (UGT) convocaron a una huelga general, la más exitosa hasta ese momento. La unidad de acción entre anarquistas y socialistas sorprendió incluso al diario La Nación: “Pocas veces el Partido Socialista ha votado una huelga general. La resolución que adoptó ayer reviste, pues, importancia, pues por ella se dispone el paro por tiempo indeterminado (...) exigiendo la renuncia del coronel Falcón”. Este pedido de renuncia marcó una grieta, una más, entre socialistas y anarquistas. Así como para los socialistas Enrique Dickmann y Alfredo Palacios, la renuncia del fusilador era la exigencia central para poner un término a la huelga general; para los anarquistas y sindicalistas era un punto menor ya que lo que cuestionaban era el sistema represivo en sí, no un funcionario en particular. El problema era colectivo y no podría solucionarse con una decisión individual. Es más, consideraban que pedir su renuncia consistía, en los hechos, en darle legitimidad a quien lo reemplazara. Ponían el acento en la liberación de los presos detenidos el 1º de mayo, en la reapertura de los locales sindicales y en la convocatoria a asambleas de trabajadores para definir los pasos a seguir. A tal efecto, el Comité de Huelga General convocó a un mitin en la plaza Vicente López y Planes, en Montevideo y Las Heras, “frente a la cual tiene su guarida el Presidente de la República, con el objeto de producir molestia a ese barrio burgués”.

El tiroteo sobre civiles indefensos no fue la primera tarea sucia de la que se encargó Falcón: el 1º de mayo del 1906 reprimió a los tiros el acto por el Día de los Trabajadores y un año más tarde, en 1907, reprimió la huelga de inquilinos. En aquella época, como en la actual, los salarios de los trabajadores estaban rezagados frente a los alquileres crecientes de las viviendas, en su mayoría insalubres y sobrepobladas. “Las casas de inquilinato, con raras excepciones, si las hay, son edificios antiguos, mal construidos en su origen, decadentes ahora, y que nunca fueron calculados para el destino a que se les aplica. Los propietarios de las casas no tienen interés en mejorarlas, puesto que así como están les producen una renta que no podrían percibir en cualquier otra colocación que dieran a su dinero”, escribió el doctor Guillermo Rawson unos años antes. Como señala Felipe Pigna, los palacetes abandonados por las familias patricias luego de la epidemia de fiebre amarilla de 1871 —que las llevó a elegir barrios menos “insalubres” como Recoleta o Barrio Norte— “fueron transformados en verdaderos palomares, con habitaciones sin ventanas y con un solo baño para cientos de personas”. Falcón desalojó a familias hacinadas en esos palomares que sólo reclamaban alquileres que pudieran pagar. Lo hizo en pleno invierno, a los tiros y con chorros de agua helada impulsados por el cuerpo de bomberos. Pese a la represión, los huelguistas obtuvieron un triunfo modesto, con una rebaja de alquileres y una mejora, limitada, de sus condiciones de vida.

El jefe de la Policía era un matón de la clase dirigente, un antecedente directo de los grupos de tareas que 70 años después asesinarían a obreros, sindicalistas y abogados laboralistas. Pese a los reclamos de Alfredo Palacios, su renuncia nunca fue debatida. El Presidente Figueroa Alcorta respondía invariablemente: “Falcón se irá junto conmigo el 12 de octubre de 1912”. No ocurrió así. Seis meses después de la Semana Roja, el joven anarquista ucraniano Simón Radowitzky arrojó una bomba al coche donde viajaba Falcón y su asistente, y ambos murieron. Por ser menor, Radowitzky, quien había llegado al país el año anterior, se salvó de la pena de muerte y fue condenado a prisión perpetua en el penal de Ushuaia. Años después, el Presidente Hipólito Yrigoyen lo indultó y fue expulsado a Uruguay. El libertario (un libertario verdadero) continuaría su carrera revolucionaria en España y México. 

A diferencia de sus víctimas, Ramón L. Falcón está enterrado en el cementerio de la Recoleta.

Hace unos días, la Ministra Pum Pum anunció que la Escuela de Cadetes de la Policía Federal volvería a llamarse “Coronel Ramón L. Falcón”, nombre que había sido cambiado por decisión de la entonces Presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Por si quedara alguna duda sobre las afinidades ideológicas del gobierno de la motosierra, también bautizó a la Escuela de Suboficiales con el nombre del comisario Alberto Villar, un entusiasta de los métodos franceses de lucha clandestina contra la guerrilla urbana, represor durante la dictadura de la llamada Revolución Argentina y uno de los pilares de la Alianza Anticomunista Argentina (AAA) impulsada por José López Rega durante el último gobierno de Juan D. Perón. Es recordado por haber ordenado a la Policía Federal que interrumpiera con tanquetas el velatorio de tres de los fusilados de Trelew, que se llevaba a cabo en la sede del PJ en avenida La Plata. Al no respetar ni la muerte de quienes consideraba sus enemigos, realizó un homenaje involuntario a Falcón. Villar murió en el Tigre en noviembre de 1974, por la explosión de una carga colocada en su lancha, atentado que reivindicó Montoneros.   

Javier Milei, el Presidente de los Pies de Ninfa, tiene con la historia una relación de mutua indiferencia o de profunda confusión. Suele tomar como ejemplos a próceres que representan exactamente lo contrario de lo que defiende. En las redes sociales o en sus discursos, los funcionarios o simples entusiastas de la motosierra invocan emocionados a Domingo Faustino Sarmiento, Juan Bautista Alberdi o a Julio Argentino Roca, es decir, a políticos y teóricos que ayudaron a construir ese Estado que Milei califica de “pedófilo” y promete destruir desde adentro. Sin embargo, en algo no se equivocan y es en la tradición represiva a la que suscriben con pasión. 

Hay un hilo rojo entre Falcón y Chocobar, entre Villar y la propia Ministra Pum Pum. La condición de matón del establishment que reprime la protesta social es un clásico que perdura. Más allá de que enfrente haya inquilinos, obreros, jubilados, investigadores, fotógrafos, trabajadores del Hospital Garrahan o incluso niños, el brazo armado del 0,1% más rico no dudará en disparar porque su función es esa: defender con las armas un plan de negocios, una transferencia colosal de abajo hacia arriba.

Cada vez que el peronismo —hoy circunstancialmente kirchnerismo— reciba la remanida crítica de haberse quedado en el pasado por invocar los gobiernos de Néstor y CFK o a Juan D. Perón, es bueno recordar que Ramón L. Falcón fusilaba trabajadores —incluyendo mujeres y niños— casi cuarenta años antes del 17 de octubre.

 

 

 

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