El 29 de julio de 1966, la dictadura encabezada por el general Juan Carlos Onganía ordenó desalojar cinco facultades de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y reprimir a las autoridades, los profesores y alumnos que reclamaban por la autonomía universitaria. La Guardia de Infantería de la Policía Federal ingresó en las facultades de Ciencias Exactas, Arquitectura, Medicina, Ingeniería y Filosofía y Letras y apaleó brutalmente a quienes la dictadura consideraba subversivos. Aquella fue la que luego se llamaría La Noche de los Bastones Largos.
Apenas un mes después de haber derrocado al Presidente Arturo Illia, Onganía disolvió los Consejos Superiores y Directivos de las universidades y obligó a rectores y decanos a asumir como interventores dependientes directamente del Ministerio del Interior. Terminaba así con el legado de la reforma universitaria de 1918, lanzada durante el primer gobierno de Hipólito Yrigoyen, que había democratizado la universidad, instaurando el cogobierno de graduados, docentes y alumnos, así como la libertad de cátedra y la autonomía.
En la mente rudimentaria del dictador —formateada tanto por la doctrina de la seguridad nacional como por el cursillismo católico—, las universidades eran “cuevas de marxistas”, de agentes castristas, de entusiastas de la Unión Soviética o, aún peor, de peronistas. Esos subversivos apátridas ponían en peligro nuestro estilo de vida occidental y cristiano, y por eso era necesario perseguirlos. En cada anfiteatro, el general intuía una Cuba en potencia y en cada profesor, un nuevo Camilo Cienfuegos. Su objetivo era “eliminar las causas de acción subversiva” en todos los ámbitos del país, empezando por el universitario.
No fue un hombre de ideas, ni de libros. Según el historiador Robert Potash, “como subalterno, había mostrado más interés en trabajar con las tropas y en jugar al polo que en el estudio”. Eso no impidió que algunos de sus contemporáneos se ilusionaran con su figura, como el joven periodista Mariano Grondona, quien —en pleno frenesí— llegó a compararlo con el Presidente Charles De Gaulle. Sin estar de acuerdo con la violenta represión en los claustros, Grondona apoyó una necesaria “despolitización e inmunidad contra ideologías extremas” en las universidades. Apropiarse de la suma del poder público a través de las armas no le parecía una ideología extrema.
Onganía, un dictador oscurantista que se soñó eterno, fue eyectado de la historia unos años más tarde, pese a las ilusiones de Grondona y al apoyo financiero del Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI). La rebelión popular del Cordobazo, con la participación activa de los estudiantes universitarios, fue el principio del fin de su gobierno, y el secuestro de Pedro E. Aramburu por parte de Montoneros, una organización desconocida hasta ese momento, selló su suerte. Sus pares obligaron al De Gaulle argentino a renunciar de forma vergonzosa. Se fue, vencido por las “cuevas de marxistas”.
“Era un momento muy activo de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales; allí se cultivaban la matemática, la física, la química, la geología, la meteorología, con un fervor, con una sensación, quizá demasiado exagerada, de que podíamos cambiar el país”, escribió Manuel Sadosky, por entonces vicedecano de dicha facultad y padre de la computación en la Argentina.
Es difícil calcular con exactitud la amplitud de la catástrofe que significó la noche de los bastones largos en el desarrollo científico de nuestro país. Unos 1.500 docentes e investigadores fueron despedidos o renunciaron, dando comienzo a una significativa fuga de cerebros. Fue el mayor éxodo de científicos de la historia: muchos partieron al exilio y continuaron sus carreras en universidades de América Latina, Estados Unidos y Europa. El país exportó su materia gris, es decir, consolidó la mejor forma de anclarse en el subdesarrollo.
Aquella noche fue el preludio de lo que vendría después, con la dictadura cívico-militar de 1976: la persecución hacia la investigación científica como instrumento del desarrollo nacional y, de forma más genérica, la intolerancia a cualquier tipo de pensamiento crítico.
Las épocas son distintas, las formas no son las mismas, pero hoy volvemos a transitar un autoritarismo similar al de aquellas épocas. Padecemos el accionar de un Presidente rudimentario, cuya mente fue tomada por una nueva forma de doctrina de la seguridad nacional, que Amado Boudou define como “dictadura del capital”. Se trata de otra forma de dependencia política que, en un mundo multipolar, se aferra con torpeza a una única potencia: Estados Unidos. Esta se apoya en su poderío militar (el único en el que su superioridad es indiscutida) y en los tecno-ricos, para retomar la definición de Valeria Di Croce, es decir, en los dueños de las grandes corporaciones tecnológicas que han crecido de forma exponencial desde la pandemia de Covid.
Como Onganía, el Presidente de los Pies de Ninfa acompaña esa dependencia política con un discurso mesiánico —con invocaciones al Antiguo Testamento— aún más febril que el cursillismo que profesaba el dictador con bigotes. El resultado es un terraplanismo activo, mezcla de amenazas de matón de barrio y caza de brujas, que ve en cada investigador no el impulso al desarrollo tecnológico del país, sino un gasto que es virtuoso arrancar de cuajo. Las universidades son cuevas de “ñoquis”, “delincuentes” o, incluso, de “zurdos”. El Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) o el Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI) son organismos redundantes, inútiles, sin valor agregado, que es virtuoso desguazar.
Con el mismo pensamiento mágico, el gobierno nacional promete transformar a la Argentina en una potencia nuclear, a la vez que, a pedido de la embajada de los Estados Unidos, frena la construcción del CAREM, el primer reactor nuclear de potencia íntegramente diseñado y construido en el país. Sobrevuela sobre Milei el mismo cipayismo que ejercía con entusiasmo Onganía. Sin comprender ese dato, no se entiende la destrucción sistemática que observamos hoy, como hace 59 años, y que poco tiene que ver con el supuesto ajuste de las cuentas públicas. No se trata de ahorrar, se trata de destruir la autonomía tecnológica y científica del país, es decir, de anclarnos en el subdesarrollo.
Como Grondona intentaba ofrecer un estadista imaginario a partir de un militar tosco, el 0,1% más rico del país busca transformar a su última marioneta con peluca en un líder regional. Que la Unión Industrial Argentina (UIA) y las grandes empresas del sector no defiendan la existencia del INTI o la Federación Agraria y las empresas de la agroindustria no hagan lo mismo con el INTA, es un dato muy preocupante. Por las ventajas que reciben del gobierno de la motosierra —como salarios pisados, blanqueos, reducciones impositivas o acceso a dólares baratos— los accionistas de dichas empresas apoyan las políticas que destruyen a su propio sector.
Como Onganía, el Presidente se sueña eterno y, como aquel, terminará en los containers de la historia. Pero el drama no es la marioneta, sino quienes mueven los hilos y, llegado el caso, buscarán reemplazarla por otra. Esos titiriteros parecen haber acordado un destino “peruano” para la Argentina; como el ministro Caputo, el timbero con la nuestra, tiene la cortesía de recordarlo cada tanto. Buscan convertirnos en uno de los países más desiguales del mundo, con 20% de integrados y 80% de cuentapropistas fuera del sistema, sin salud y educación pública de calidad, sin impulso a la ciencia y tecnología, dependiente de la exportación de materias primas y, sobre todo, un Estado que expulsa a sus propios ciudadanos, que buscan desde hace décadas un mejor destino en los países de la región.
El peronismo, hoy circunstancialmente kirchnerismo, es el único espacio político con un proyecto contrario al país-estancia, al sueño húmedo de una Argentina para pocos, en la que sobran millones de ciudadanos. En ese sentido, el espacio nacional y popular no debería hacerse ilusiones sobre el sector más rico del país, que desde hace un año y medio eligió la persecución político-judicial, la violencia explícita y el alineamiento bobo con una potencia menguante —que nos exige más de lo que nos ofrece— como forma de consolidar su poder y sacar de la cancha a quienes puedan oponérseles, empezando por CFK, la gran proscripta.
Si el objetivo sigue siendo asegurar la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación, y el instrumento es el desarrollo tecnológico del país, el kirchnerismo no cuenta con aliados potenciales en ese sector de grandes privilegiados que acusan a los que menos tienen de desestabilizar la economía con la loca pretensión de comer todos los días.
Los aliados deberá buscarlos entre las mayorías populares, como hizo en otros momentos igual de oscuros.
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