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Contradicciones en la buena inteligencia de tasar los mayores patrimonios

 

Entre los argumentos en pos de la tasación de los patrimonios de los que más tienen, dos resultan contradictorios entre sí. Uno de los que se esgrimen para defender la sanción de este recurso impositivo razonable, por lo que sería deseable que vaya más allá de esta coyuntura infectada y aciaga, es que se trata de un medio adecuado a los fines redistributivos. Eso es correcto y útil. El capitalismo funciona mejor cuando los ingresos se distribuyen y redistribuyen en forma decididamente igualitaria. Mucho mejor de lo que están dispuestos a reconocer los que se reclaman partidarios enfervorizados del libre mercado. Tales especímenes, en general con poca honestidad y mucha distracción, confunden interés propio con los mecanismos de funcionamiento de la acumulación. A la inversa de los individuos que tienen que ganar para gastar, el sistema como un todo gana más cuando gasta más, lo que supone que hay más ciudadanos y con mayores recursos para gastar. De ahí que la política fiscal igualitaria, lejos de liquidar los incentivos del mérito, los calibra en pos del interés general. El mérito se ejerce en mercados crecientes, de otro modo es abstracto y deviene en otra coartada reaccionaria.

La inteligencia del talante redistributivo de la tasación a los mayores patrimonios entra en el terreno de las contradicciones cuando se pretende reforzar el argumento, aduciendo que la alternativa es la emisión inflacionaria. Todo esto constituye un silogismo propio de monetaristas del conurbano, tal el acertado mote acuñado por un economista heterodoxo especializado en mercados financieros. Esa perspectiva no sólo se hace cargo de la relación sin fundamento mayor cantidad dinero-mayores precios, sino implícitamente hace suya la extravagante ilusión monetarista –razón de ser de la política que propugnan— de que los gobiernos pueden controlar la cantidad de dinero. No pueden. Pueden embarrar la cancha, pero no más que eso. Es el nivel de actividad económica y el ritmo al que los costos percuten sobre el nivel de precios el que determina la masa monetaria que va utilizando una economía. En términos más prácticos, al decir que están controlando la cantidad de dinero en realidad estropean los ingresos salariales, o sea están vistiendo de seda al gorila.

 

 

Brilla tu imprenta loca

El todavía módico fervor de los gobiernos por la impresión de billetes para enfrentar la crisis económica de la pandemia ya tiene a los monetaristas del globo restregándose las manos, en espera de que de aquí a dos años la inflación se presente con todo (por la emisión ya hecha) y se les dé la razón de una vez por todas. Esta actitud no pasaría de ser una anécdota pintoresca, propia de una curiosidad antropológica, si no fuera porque suele horadar fuerte la psicología de los dirigentes políticos  al punto de inhibirlos de hacer lo que tienen que hacer por temor a perder el prestigio de sujeto intrínsecamente anti-inflacionario: imprimir billetes cuando la economía se cae a pedazos, como ahora.

Los que se tragan el mito anti-inflacionario de la no impresión de billetes, sea porque se convencen de no estar dispuestos a escuchar las sirenas de la demagogia, sea porque ven que tal o cual impuesto hace ineludible enfrentar al poder económico a fin de defender la estabilidad de precios, erigen a la valentía en el eje del comportamiento político. Si bien no falta el toque romántico mezclado con el cretino que toda buena historia debe tener, proceder de esa manera los convierte en nabos peligrosos. Aumentan el grado de enfrentamiento cuando las relaciones de fuerza no son las mejores y propenden a bloquear todo aumento de la actividad económica con el cuento de que no se puede gastar más de lo que se recauda.

No es un dato menor que el impuesto a los patrimonios a lo sumo recaude medio punto del producto, cuando lo necesario a escala macroeconómica son muchos más puntos, únicamente obtenibles monetizando el déficit fiscal. (Monetizar el déficit fiscal es lo que se conoce popularmente como darle a la maquinita.) Los seres humanos inventaron los billetes, el banco central, la rueda y el fuego, entre tantas otras cosas civilizatorias de primera importancia. A nadie se le ocurre un mundo sin fuego y sin ruedas. Por lo visto, un mundo sin billetes cuando más hacen falta es una fantasía que tiene su público.

 

 

 

Clave Morse

Escuchar de la boca de un monetarista standard (y leyendo sus labios) el diagnóstico más en detalle que sostiene, permite seguir la traza de los canales por donde y con gran probabilidad transcurren las circunstancias que desembocan en una grave crisis política cuando la pandemia sea un mal recuerdo. Es muy difícil que un gobierno sobreviva a una caída en extremo pronunciada del producto bruto (lo que hace volar por los aires la tasa de desempleo) si se abraza su recomendación que en los hechos significa atarse de pies y manos para revertirla. Eso, siempre y cuando haya reemplazo y si lo hay que tenga consciencia sobre la necesidad de virar el rumbo. De lo contrario, la crisis política endémica aguarda.

Un buen ejemplo de monetarista standard es el profesor Tim Congdon (chistes fáciles abstenerse), presidente del Instituto de Investigación Monetaria Internacional de la Universidad de Buckingham. En una columna publicada en el diario londinense The Daily Telegraph el 26 de marzo, Congdon alerta que el riesgo de hiperinflación es real a raíz de que la economía mundial cede bajo la tensión de la pandemia de Covid-19 y por esa causa los bancos centrales van camino a imprimir dinero en grandes cantidades. Matiza su aprensión aduciendo que el estrés de las próximas semanas y meses será más fácil de soportar si las personas pueden confiar en una perspectiva más optimista en 2021 y 2022. Curioso. Congdon no se priva de apelar al lugar común monetarista para manifestar que “los gobiernos y los bancos centrales no son omnipotentes: pueden crear nuevos saldos monetarios de la nada, pero no pueden conjurar bienes y servicios reales de la misma fuente”.

 

 

 

Tim Congdon, con un fondo apropiado.

 

 

Esta amonestación vulgar es particularmente molesta por la confusión a la que llama, debido a que no se trata de engañarse generando poder adquisitivo para los que no hay bienes que le correspondan. La cuestión real es crear medios de pago para ir consumiendo las pilas de mercaderías abarrotadas sin vender y que ese deshielo provoque que sea interesante volver a producir, y también para afrontar los pasivos incurridos (o sea: gastos ya hechos) y que se libere capacidad para seguir comprando y así continúe el dichoso deshielo. Esa realidad recesiva es la que también le sale al cruce a la chicana monetarista destinada a refutar la heterodoxia mediante el recurso del absurdo, de preguntarse entonces para qué se cobran impuestos. Los impuestos, que en cierto sentido son un regulador de liquidez, particularmente los indirectos, son parte del costo de producir como el salario y demás. A la emisión se recurre cuando se hunde la posibilidad de pagar la estructura de costos porque no se vende.

Volviendo al economista de la Universidad de Buckingham, como los desafíos para la formulación de políticas económicas no tienen precedentes, entiende que el envión deliberado al déficit y a la deuda tiene su viabilidad política. No obstante, en tal escenario Congdon inquiere –retórico— si se ha pensado de forma apropiada en “la cuestión de cómo se financiarán los déficits presupuestarios”. Trae a colación que “los líderes nacionales comparan su situación con la guerra, como si eso justificara las enormes sumas de dinero prometidas. Quizás necesiten que les sea recordado que la secuela de las grandes guerras del siglo XX fue una alta inflación, incluso en las naciones vencedoras. Por ejemplo, en los Estados Unidos el índice de precios al consumidor aumentó un poco menos del 2,1% a fines de 2018 y casi un 20% en la primavera de 1947”. Congdon afirma que en la posguerra “los orígenes de la inflación eran bien conocidos y ampliamente discutidos por los contemporáneos. En condiciones de guerra, los gobiernos aumentaron el gasto militar mucho más que los impuestos, lo que condujo a mayores déficit presupuestarios. Los déficit ampliados se financiaron en gran medida con los sistemas bancarios y, por lo tanto, dieron lugar a la creación de nuevos saldos monetarios. El crecimiento del dinero se aceleró y, después de una variedad de conmociones y retrasos, también lo hizo la inflación”. La secuencia que describe es pura superchería monetarista y eso de que “los orígenes de la inflación eran bien conocidos” es una afirmación sin mayor sustento. El debate abierto y agrio continúa hasta hoy, precisamente porque no es bien conocido. Mejor dicho, sí es bien conocido: los precios aumentan porque aumentan los costos; pero los monetaristas se niegan a aceptarlo y continúan como si nada parados en sus trece, mostrando la más absoluta indiferencia hacia la teoría y los hechos.

Para Congdon, “los riesgos de un auge inflacionario en 2021 y 2022 —el momento preciso es cuestión de conjeturas— son más claros en los Estados Unidos”. Argumenta que allí, “como en otras naciones, las tasas de crecimiento del dinero y el PIB nominal están correlacionadas en el mediano plazo […] (digamos a partir de 18 meses más o menos), las aceleraciones resultantes en un amplio crecimiento monetario causarán aumentos significativos o incluso importantes en la inflación”. Indica Congdon que “esto no es particularmente para criticar el frenesí de la generosidad fiscal y monetaria ahora en curso […] Sea como fuere, las naciones líderes pronto ofrecerán una prueba interesante de los méritos relativos y la utilidad de diferentes teorías en el pronóstico macroeconómico. Si el crecimiento del dinero aumenta hacia tasas anuales de dos dígitos (como lo sugieren los hechos, es muy probable), y si las tasas de inflación de 5% [anual] y superiores resurgen, esto proporcionará la confirmación de que continúa la relevancia y validez de la teoría cuantitativa del dinero”. Pero eso sí, “el repunte de la inflación, en las puertas de las fábricas y en las tiendas, ocurrirá solo después de un marcado repunte en la economía y en los precios de los activos, pero también parece muy probable una vez que el coronavirus esté bajo control”, consigna el catedrático de Buckingham.

 

 

 

Gloria y Lord

La clave del yerro monetarista está en las últimas líneas citadas de Congdon, que a la par desmienten lo apuntado en las inmediatas anteriores. Que la correlación entre moneda y precios se dé dos años después —y no siempre— remite al brujo de la tribu que hacia fines del invierno se viste de verde y con hojas de árboles cuidadosamente guardadas para que la primavera no falle en aparecer. Que el monetarista standard se haya visto obligado a reconocer que el aumento de precios “ocurrirá solo después de un marcado repunte en la economía y en los precios de los activos” es una confesión de parte que releva de prueba: primero, los costos, que llevan al repunte de precios, y la moneda se acomoda. Lo que merece ponerse de relieve es que ese aumento de precios no sólo no es frenable no emitiendo o ilusionándose de que es posible controlar la cantidad de dinero, sino que es necesario y bienvenido porque es el síntoma inequívoco de que la economía está volviendo a funcionar marchando hacia el pleno empleo, como quiera que se lo defina.

Buena prueba de que este proceso es necesario y no meramente contingente, sin perder de vista que se accede al mismo desde aquí y ahora emitiendo lo que hay que emitir para que la economía no colapse, la proporcionan dos visiones muy diferentes de la economía: la de Karl Marx y la de John Maynard Keynes.

 

 

 

 

 

En principio, para Marx la inversión está determinada por la curva de la tasa de ganancia, en la que se incluye la tasa de interés, mientras que para Keynes está determinada por la diferencia entre las dos curvas, la del beneficio y la del de interés. Por otra parte, para Keynes, la inversión no se detiene en el nivel de un mínimo remunerativo impreciso, sino en el momento bien definido cuando las dos curvas se reencuentran. Debe tenerse en cuenta que encuesta tras encuesta a empresarios evidencia que la tasa de interés no desempeña en sus decisiones el papel que se imaginó Keynes.

Pero Marx y Keynes coincidirían en la certeza de que, cuando el mundo tira para abajo, es cuestión de crear medios de pago desde la nada misma. Esto se debe a que el dinero es el único valor donde no hay ninguna separación entre producción y realización. Tan pronto se produce, su valor se realiza. En esta forma, 1.000 pesos en efectivo valen 1.000 pesos para todo el mundo, tanto para su propietario como para la sociedad. Por el contrario, 1.000 pesos en bienes, ya sea que represente su precio de producción o su precio de mercado, bien pueden valer 1.000 pesos para la sociedad en general; para su productor, estas mercancías no valen, antes de ser vendidas, más que 800 o 700 pesos según su precio de costo. Ahora, si el empresario no embolsa esa diferencia de 200 ó 300 pesos, la producción se detiene.

Los viejos mercantilistas habían visto claramente que la diferencia entre la creación y la realización de un valor era cuantitativa y gritaban en voz alta que al vender uno se enriquecía. El propio Keynes, a pesar de su admiración por los mercantilistas, no podía ver en el dinero-mercancía más que una sola superioridad sobre las otras mercancías: su liquidez y la nulidad de los costos de su preservación. Para Marx el dinero no es un elemento neutral ni un factor autónomo. Lo importante no es el dinero en sí mismo, sino lo que provoca como un equivalente general: la disociación de los dos actos constitutivos del intercambio, la venta y la compra. Esto es sobre lo que los mercantilistas se habían expresado en los albores del capitalismo y es por eso que fueron entendidos por sus conciudadanos.

De manera que si lo que falta es el medio por el cual se disocia la compra y la venta, es cuestión de generarlo mediante la monetización del déficit fiscal. Y como se vende no para comprar dinero sino para ganar dinero, transcurrido un tiempo el ascenso de la curva de la tasa de ganancia o el aumento de la diferencia entre las dos curvas —la del beneficio y la del de interés— a favor de la primera pondrá todo en marcha y sobre todo los salarios y al afrontar más costos se elevarán los precios. Ningún misterio. En todo caso el gran misterio es cómo se las arreglan los monetaristas y sus ramplonas ideas para por lo común tener embaucados desde los ciudadanos de a pie hasta los dirigentes más empinados.

 

 

 

 

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