BIENVENIDOS AL CABARET

Del cabaret político original a este presente que juega a la ruleta rusa con el neofascismo

 

 

En 1870, Francia era una nación dividida. La caída del emperador Napoleón III no detuvo la Guerra Franco-Prusiana, que terminó costándole territorios como Alsacia y Lorena. Durante un tiempo consideraron restablecer la monarquía, pero el gobierno provisional de la Tercera República no llegó a un acuerdo respecto de la naturaleza que tendría esa restauración, y mucho menos respecto del candidato a calzarse la corona. En consecuencia Francia siguió siendo algo parecido a una democracia, básicamente por descarte. No le fue del todo mal de esa manera. Por una parte, compensó lo perdido a manos de los prusianos al asegurarse colonias de ultramar en Indochina, la Polinesia y partes de África — como Madagascar, por ejemplo. Pero además, porque esa forma de gobierno le permitió una estabilidad inesperada, a pesar de que los intentos de cargarse la República nunca cejaron. Por entonces persistía la grieta entre la izquierda reformista —heredera de la Revolución— y la Francia conservadora de los católicos, los campesinos y el Ejército. El historiador Adolphe Thiers atribuyó el éxito relativo de aquella República al hecho de que se trataba de "la forma de gobierno que dividía menos a los franceses".

En ese contexto de constantes debates, donde pesaba la precariedad —¡todo podía estallar en cualquier momento!—, un hombre llamado Louis Rodolphe Salis decidió combinar dos predilecciones: el arte y la bebida. Y en 1881 abrió un establecimiento llamado Le Chat Noir, en el número 84 del Boulevard Rochechouart. El lugar dejaba bastante que desear. El vino que servía era malo y su mobiliario precario. Pero las ambiciones de Salis eran grandes. Para que no quedase duda, instaló en la puerta a un hombre vestido de Guardia Suizo —la escolta oficial del Papa, ataviada de rojo y dorado— que seleccionaba la clientela: dejaba pasar a los artistas y prohibía la entrada a los religiosos y a los militares. Además negoció con el periodista Émile Goudeau, para que adoptase Le Chat Noir como sede social del grupo que había fundado: Les Hydropathes —literalmente, fóbicos al agua—, compuesto por artistas que preferían el vino y la cerveza antes que el líquido oxidante. Después llegaron algunas de las figuras más notables de la época, que se convirtieron en habitués: Paul Verlaine, el pintor Caran d'Ache, August Strindberg, Claude Debussy, Erik Satie, Henri de Toulouse-Lautrec.

 

 

 

 

Salis convirtió Le Chat Noir en el prototipo de lo que consideramos el cabaret moderno. Un club nocturno donde la clientela iba a beber y conversar mientras se sucedían números artísticos y musicales presentados por un maestro de ceremonias, le conférencier, rol que desempeñaba Salis en persona. No se trataba de un simple anfitrión, que mediaba entre un artista y otro. Salis interactuaba con el público: si te ibas temprano te bardeaba ante la concurrencia, si llegabas tarde te relegaba al peor lugar del salón, si ibas con tu esposa te preguntaba por la jovencita con que habías visitado el local la noche previa. (Aun cuando fuese mentira. ¡Por joder, nomás!) Y tampoco se arredraba ante los clientes poderosos. Cuando el futuro rey de Inglaterra Edward VII visitó la segunda sucursal del cabaret —en el número 12 de la calle Victor-Masse—, Salis lo encaró y dijo en voz alta: "Miren esto... ¡He aquí al Príncipe de Gales, totalmente en pedo!"

El ejemplo de Salis cundió en Alemania. En 1901 Ernst von Wolzogen fundó en Berlín el Überbrettl — literalmente súper escenario, un juego de palabras con el übermensch (súper hombre) nietzscheano. Von Wolzogen era un escritor y crítico cultural que provenía de una familia austríaca de alcurnia, autor de muchas de las piezas satíricas que se representaron en el Überbrettl. A este cabaret se le sumó pronto otro en Munich, Die Elf Scharfrichter. Las conversaciones que tenían lugar en sus mesas eran más osadas que los números artísticos, porque existía la censura en el marco de lo que todavía era el Imperio Germánico, o Segundo Reich. Pero la derrota en la Primera Guerra volteó esas barreras, y a partir de entonces florecieron locales. A fines de la década del '20, los cabarets eran epicentro de la vida cultural de las grandes ciudades. Allí actuaban artistas como el comediante y actor Werner Finck y la cantante Claire Waldoff. Para ellos escribían algunas de las plumas más renombradas, como Kurt Tucholsky —que solía publicar bajo el alias Kaspar Hauser— y Klaus Mann.

 

Rodolphe Salis.

 

 

En sociedades donde coexistían tradiciones asfixiantes y movimientos políticos tectónicos, eran lógico que prosperasen los espacios que alentaban la renovación de las ideas, el pensamiento lateral o cuanto menos la irreverencia. También se podía insistir e intentarlo en los lugares que ya existían a ese efecto, claro: las universidades, las asambleas, las estructuras partidarias. Y de hecho, así se hizo. ¿Pero no eran esas instancias parte del problema, en alguna medida, techos que limitaban el deseo de levantar cabeza? ¿Por qué no probar variantes en otro tipo de ambiente, donde en vez de fruncir el ceño y trenzarse a duelo intelectual con dogmas como espadas pudiese uno distenderse, intoxicarse y, en ese estado de amable irresponsabilidad, ser desafiado por las mentes más libres de su tiempo? ¿O acaso uno sólo piensa bien cuando la está pasando mal?

Muy especialmente en su versión alemana —kabarett con k—, los establecimientos como el Katakombe fueron cabarets políticos. (Algo de este guiso se cuela en la serie Babylon Berlin, basada en las novelas de Volker Kutscher.) Pero aunque en términos estrictos se trató de un fenómeno circunscripto a la Europa de entreguerras, su espíritu resurgió en otros lugares, otros tiempos y otras circunstancias.

 

 

 

 

 

Aquí insisto: me refiero a su espíritu, no a su materialidad. No voy a limitarme a considerar locales de dudosa moral, del mismo modo en que no voy a pretender que aquella época fue igual a otra. Pero tampoco voy a caer en la trampa de la literalidad. Una época no es idéntica a otra, claro que no, pero puede funcionar como espejo. Un espejo no duplica materialmente la realidad que refleja, sin embargo ofrece UNA interpretación de UN flanco de esa realidad. Y las interpretaciones ayudan a contemplar, y en consecuencia a pensar. Por eso mismo, lo que haré a partir de ahora será proponer un juego intelectual. No una equivalencia mecánica: un desafío especulativo. Ya sé que el Katakombe no era igual al Parakultural. Ya sé que el Hitler de los años '20 no es igual al Milei de estos años '20. Duh. Pero observar nuestra época en el espejo deformante de aquella otra inspira preguntas y planteos que de otro modo no se nos ocurrirían.

Es obvio que en la Argentina de los 40 años de democracia ininterrumpida no existieron cabarets políticos como los europeos. Otro lugar, otro tiempo, otra cultura. Pero sí tuvieron lugar fenómenos que se apropiaron de características esenciales de aquella creación histórica, como su excentricidad respecto del establishment cultural, su recurrencia a las formas más populares del arte y su defensa a ultranza de la libertad de expresión. El Indio Solari sostiene desde hace décadas que el desempeño de Los Redonditos de Ricota originales —con sus pastelitos repartidos entre el público, sus monologuistas, sus señoritas ligeras de ropa y sus puestas delirantes (¡bolitas de telgopor movidas por ventiladores! ¡pollos vivos! ¡letras de fuego!)— fue un intento deliberado y conciente de aggiornar el cabaret político, de adaptarlo a la Argentina de la dictadura decadente y la incipiente democracia.

 

 

 

A mí me cuesta poco linkear el Katakombe con locales como el Parakultural y Cemento. (Cualquiera que haya leído sobre la naturaleza de las sátiras del kabarett y haya visto en acción a Las Gambas al Ajillo y a Urdapilleta & Tortonese, entenderá que el espíritu transgresor común pesa más que las diferencias circunstanciales.) Por eso pienso que es válido extender la especulación a otras situaciones donde, a partir de la desfachatez, se pensó y se hizo política por fuera del marco institucional.

Algo que no nos vendría mal en tiempos como estos, cuando nuestro país parece aspirar al título de República de Weimar... gentina.

 

 

 

Para-cabarets

En la Europa de comienzos del siglo XX, la imaginación política fermentó en muchas partes, sí, pero también —esto es lo sorprendente, lo que no podía ser previsto— en boliches infectos, entre litros de alcohol, prostitutas, música festiva y mucho humor satírico e, incluso, negro. Sus escenarios congregaron a algunas de las mentes más notables de su época para decir lo que no se decía en ningún otro lado y poner en discusión ideas que nadie consideraba en las sacrosantas instituciones.

Entre sus características brillaban la excentricidad (porque se desarrollaba fuera de los circuitos tradicionales del poder, y más aún: en enclaves de poco o nulo prestigio social); la recurrencia a formas ligeras o populares de expresión artística, opuestas a la ortodoxia y las pretensiones del debate académico (en Le Chat Noir, por ejemplo, se apelaba al teatro de sombras); y la libertad de expresión, sin la cual sus procedimientos creativos eran impensables. En consecuencia, se permitía hablar de cosas importantes desde la más absoluta irreverencia.

 

 

 

 

Entre nosotros, a comienzos de los '80 —y por ende, entre la decadencia de la dictadura y los primeros tiempos del gobierno de Alfonsín—, el periodismo contestatario giró en torno a una editorial especializada en... ¡publicaciones humorísticas! No es casual que Ediciones De La Urraca haya sido conducida por Andrés Cascioli, que antes que empresario de medios era un artista. Los títulos que fue lanzando son un testamento a su curiosidad intelectual: la seriedad de El Periodista de Buenos Aires —donde conocí a Horacio Verbitsky, que a su vez me hizo conocer a Rodolfo Walsh—, las historietas de Fierro, la revista joven Caín —que tuve el privilegio de dirigir— y la imaginación desbordada que era la materia de El Péndulo hablaban a los gritos de un momento de eclosión cultural. Pero el epicentro de ese remolino fue la revista Humor Registrado, que con su éxito de ventas tornó posibles las demás publicaciones pero que además era, en sí misma, una suerte de cabaret impreso. Porque en sus páginas había sátira, humor negro y humor chancho, discusión política y diálogo intergeneracional, investigaciones, entrevistas y hasta vuelo lírico —pienso en Dolina—, mélange a tono con el magnífico desborde de la época.

Paralelamente tenía lugar el estallido del rock, en catacumbas que hoy son leyenda. En estos días pensé mucho en la insolencia de Omar Viola y Horacio Gabin, que en el '86 bautizaron a su sótano como Centro Parakultural. El prefijo para había obtenido un prestigio siniestro durante los '70, cuando definió a las formaciones represoras que practicaban la clase de violencia que les prohibía la ley: los parapoliciales, los paramilitares. Recuperarlo para nombrar a un espacio que reivindicaba su ajenidad a la cultura mainstream fue un bello gesto, una resignificación que puso vida donde antes no resonaba más que muerte.

 

 

En el Parakultural.

 

 

Durante los '90, el más relevante de los fenómenos políticos de masas se verificó durante los shows de Los Redonditos de Ricota: centenares de miles de renegados peregrinaban detrás de la banda, desde ciudades y pueblos de todo el país. Si bien es cierto que esos conciertos habían perdido lo que podríamos denominar especificidad cabaretera —ya no transcurrían en sucuchos infectos, ya no podías escucharlos acodados en una barra ni apreciar (¡o abuchear!) a los números artísticos que oficiaban de entremeses antes de que saliese a escena la banda, o durante el intervalo—, la esencia se preservó, del modo más fortuito.

Porque en apariencia un sótano ocupado por un manojo de iluminados ("¿Son por acaso ustedes hoy / un público respetable?", se preguntaba el Indio en El infierno está encantador) es la perfecta antítesis de un lugar al aire libre ocupado por centenares de miles. Y sin embargo, Los Redonditos borraron diferencias entre un espacio y otro. Durante los shows todo el mundo podía intoxicarse —y casi todo el mundo lo hacía, con una sustancia u otra—, sabiendo que nadie lo reprimiría y que, si caía, encontraría una mano amiga que ayudaría a levantarse. Y lo que llegaba del escenario era una música con mucho de jocoso, pero que a la vez tiraba ideas todo el tiempo, cuestionaba paradigmas e instalaba nuevas discusiones. Siempre se comentó que el Indio no se parecía a un cantante de rock convencional, y es verdad. Porque lo del Indio constituía un double duty, una tarea doble: era a la vez el número principal y un conférencier, al estilo de Salis y del Maestro de Ceremonias que encarna Joel Grey en Cabaret: el artista y, en simultáneo, el agitador, aquel que tiraba brasa.

Algún día analizaré las canciones de Los Redondos a la luz de su consanguineidad con el género vodevilesco. Habría que alterar muy poco los arreglos originales de Ya nadie va a escuchar tu remera para que sonase en el escenario de Katakombe sin desentonar con el menú habitual.

 

 

 

 

 

 

 

 

De Tucholsky a Tutanka

A comienzos del siglo XXI, y al calor de los fuegos literales de una crisis inédita, el cabaret político se improvisó en la calle, donde proliferaban las asambleas populares. En el peor momento de la malaria, Buenos Aires ostentaba una de las ofertas teatrales más nutridas y variadas del mundo. (Más en el off Corrientes que en el on, por supuesto.) Y esto sólo puede ser visto como paradójico desde un prisma ingenuo. Era lógico que hubiese mucha gente necesitada de una expresión artística que colaborase a metabolizar la angustia y precariedad del instante, en compañía de compatriotas deseosos de compartir la experiencia sanadora.

Al concluir la primera década, la novedad consistió en el resurgir de la militancia juvenil, que no se verificaba en el país —ni generaba su propio folklore y su propia mística— desde los años '70 previos a la represión. Muchos de los que destacaron como bastoneros de la tropa fresca habían formado parte, durante los '90, de las bandas ricoteras. Algo fácil de comprobar empíricamente: buscá los tatuajes que llevan sobre la piel y lo vas a ver.

El espíritu del cabaret político revivió en esas expresiones espontáneas. A través de esos fenómenos el pueblo argentino se las ingenió para comunicar que el emperador estaba desnudo, que la gran política no tenía lugar en el palacio, que lo que se pintaba en los muros de cada barrio era más trascendente que lo glosado en discursos oficiales y que las formas tradicionales de la política ya no garantizaban la calidad —¡y ni siquiera la supervivencia!— de nuestra democracia.

 

Otto Dix, Tríptico de la Gran Ciudad, 1929

 

 

 

¿Dónde vive hoy el espíritu del cabaret político? ¿En el humor que se expresa a través de Twitter, en las sátiras deep fake que son la especialidad de Tutanka? ¿En el esperpento de las manifestaciones anti-kirchneristas? ¿En las juventudes que se reúnen en plazas a gritar lo que sienten y les pasa, al ritmo de un beat que los ayuda a ordenar su pensamiento? Lo indudable es que vive en alguna parte, porque el presente es —como lo fueron los años XX del siglo ídem— un tiempo liminar donde las demandas son enormes y las respuestas tradicionales no alcanzan — es decir, donde se suman los condimentos del clásico guiso insurreccional.

Todo lo que habría que hacer, ahora, es revolver.

 

 

 

 

 

 

 

¿Quién reirá último?

Cuando el nazismo llegó al poder y reprimió los cabarets, sabía lo que hacía. En la oscuridad y la humedad de esos lugares habían fermentado ideas nuevas y todo fue cuestionado —desde la política, pasando por el arte, hasta las costumbres—, capitalizando la incertidumbre de la era como impulso hacia la (¿re?)evolución. (Muchos habrán advertido ya que ese es el trasfondo de la obra de Kander y Ebb, basada en un relato autobiográfico de Christopher Isherwood, que terminó convertida en el film de Bob Fosse del '72, protagonizado por Liza Minnelli y Joel Grey.) Pero cuando se impusieron el orden militar y la ambición imperial del Tercer Reich, ya no quedó margen para la insolencia y el pensamiento independiente. Lo que sobrevino fue la más violenta censura. Werner Finck fue a dar a un campo de concentración, Kurt Tucholsky se suicidó y la mayoría de los artistas cabareteros optó por el exilio.

 

Werner Finck.

 

 

Nosotros estamos a esto, ¡un tantito así!, de ser empujados a una nueva era de penumbras. Nos dejamos conducir hasta este límite por los intereses de siempre, a quienes les da igual apoyar a un neoliberal presentable —alguien capaz de articular un pensamiento o una frase, quiero decir— que a un duce for dummies o una duce for dummies, de esos que se exhiben siempre al borde del ataque de intolerancia. Nuestros Midas locales están convencidos de que en cualquiera de esos casos saldrán ganando e incrementarán sus fortunas. Lo cual no es así, como demuestra la Historia.

Creando libremente a partir de hechos reales, el film de Visconti La caída de los dioses (1969) cuenta exactamente eso: la forma en que ciertas familias alemanas de abolengo, reconvertidas en industrialistas —así como nuestro discutible patriciado transmutó en terrateniente y/o empresario—, creyeron viable usar al nazismo y terminaron escaldadas. (Visconti era italiano pero tan noble como los Essenbeck del film, y heredero de una fortuna producto de la industria farmacéutica, que le llegó por vía materna. O sea que sabía bien de lo que hablaba, aunque haya decidido usar como espejo deformante el nazismo en vez del fascismo del que había sido testigo.) Pero, ay, nuestros mega-ricos actuales están lejos de ser gente leída. En esta época se los endiosa, pero si se los mira de cerca se percibe que alguien puede tener una gran capacidad de ganar guita y ser, a la vez, un perfecto idiota.

 

 

"La caída de los dioses" (1969), de Luchino Visconti.

 

 

La situación es grave, pero en el contexto de esta tesis lúdica quiero subrayar una gravedad menor, pero igualmente lamentable: ¡nos están empujando hacia una era de neofascismo sin haber disfrutado de la jarana previa, como la vivieron los franchutes de los Años Locos y los alemanes de la era Weimar! Está claro que los hicieron cagar al final, no caben dudas. ¡Pero se divirtieron como locos durante algún tiempo, mientras creaban belleza perdurable! Pienso en George Grosz, por ejemplo, que se bancó que lo multasen por blasfemia y por difamar al ejército pero siguió pintando hasta que en el '33, muy sensatamente, decidió emigrar. Aquella fue una era turbulenta, pero que en la columna del haber anotó un desarrollo cultural envidiable en nombre del modernismo: hablamos de Bauhaus, del expresionismo, de la Escuela de Frankfurt, de Brecht & Weill, de la música atonal de Alban Berg, de Paul Klee y Otto Dix...

En cambio nosotros nos divertimos durante el macrismo, a pesar del desastre generalizado que supuso...  y después nos pinchamos. Pintó el embole. No ocurrió nada parecido a la eclosión cultural de Weimar. Y no se le puede echar la culpa a la pandemia, no. En todo caso, lo lógico hubiese sido que, superado el coronavirus, sobreviniesen unos Nuevos Años Locos que celebrasen la alegría de seguir vivos. Pero no ocurrió así en el mundo, y mucho menos acá. Algo por lo cual no podemos culpar al FMI ni a la inflación. Los mejores momentos del cabaret político se dieron en contextos de hiperinflación, terrorismo y organizaciones paramilitares. ¡En 1923 podías cambiar un dólar por un millón de marcos! (Una de las razones por las cuales los cabarulos estaban llenos: era mejor gastar hoy lo que mañana valdría nada. Hay situaciones en las que la gente se amucha en restaurantes y bares porque los mangos que le sobran no alcanzan para ahorrar significativamente. No es un signo de prosperidad: es un signo de malaria.) Me parece que esta atonía pasa más bien por el zeitgeist, por el espíritu de la época. ¿O deberíamos decir más bien por su ausencia? No imagino qué clase de cabaret animaríamos con la música de Litto Nebbia.

 

"Che, ¿se saben alguna de Litto?"  (Otto Dix, El Salón, 1927)

 

 

De cara a las elecciones de este octubre, la cosa viene perfilándose así: un tercio de los votantes estaría de parte de alguien que promete cargarse la institucionalidad del país, incluyendo al Congreso, al que ignoraría o disolvería al estilo del ecuatoriano Lasso; otro tercio se inclinaría por la oferta electoral que también quiere llevarse todo puesto, aunque todavía no haya dirimido su interna y por ende la tónica de su presunta administración (están entre la violencia y la represión de Pato Bullshit y las topadoras de Larreta). ¿Qué debería hacer, pues, el tercio restante — qué deberíamos hacer desde el campo popular? ¿Ofrecer lo mismo —seguir endeudándonos para pagar deuda, empobreciendo al pueblo mediante devaluaciones e inflación, entregando recursos naturales—, pero con mejores modales? Ese no puede ser el programa que Cristina reclama, porque más de lo mismo sería un espantoso slogan de campaña.

¿No equivaldrían esos tres tercios a privar al pueblo argentino de toda opción real? (Porque la única variación entre estos modelos pasa por la intensidad y la frecuencia del castigo que descargarían sobre el cuerpo ya amoratado del pueblo argentino. Si las ofertas electorales con posibilidades de triunfo se limitan a ese trío, sería casi como preguntarle a cada votante: "¿Qué preferís, al que te va a hacer mierda de una o al que te va a hacer mierda en cuotas?")

¿No sería más razonable que el campo popular ofreciese una opción verdadera, algo que se diferencie por completo de lo que venden los demás? Que se le diga a los argentinos: "Votanos y haremos lo que hay que hacer — democratizar el Poder Judicial y los medios, desmonopolizar la economía argentina y combatir a quienes manejan los precios a su antojo, llevar a juicio a los responsables de la deuda y renegociar desde cero con el FMI, dejar de regalar recursos naturales a corporaciones y mega-millonarios extranjeros, financiar la ciencia argentina, alfabetizar digitalmente a todo el mundo, darle a la educación y la salud pública el aire que necesitan y acabar con el escándalo del hambre en este país rico en alimentos y empresarios pipones?"

Algo así o parecido, imagino. Pero proponérselo y además decirlo, contarlo a viva voz en todas las plazas, desde cada escenario. Presentar una alternativa, en vez de una versión descafeinada de los otros dos tercios. Y hacerlo en concordancia con otros sectores políticos, por pequeños que sean; las agrupaciones que quieren en serio que el país evolucione, a diferencia de aquellos que lucran con la izquierda como marca.

 

El mar de pañuelos que desplegamos contra el 2x1 de la Corte Suprema.

 

 

Nosotros, los millones de argentinos y argentinas que estamos dispuestos a poner el cuerpo, la cabeza y el alma para torcer la dirección de la Historia, no podemos esperar más. La política —o sea, la tarea de trabajar para la polis y su pueblo, buscando la felicidad general— es algo demasiado importante para ser dejado en las exclusivas manos de los políticos profesionales. (Que dicho sea de paso, a excepción del puñadito de personas en quienes estoy pensando, no son capaces de conducir ni una bici. Conozco veletas más decididas que la mayoría del politicaje.)

Muchos de nosotros nos veremos en la Plaza el 25, alentando la esperanza de apoyar en octubre a una opción real, un proyecto que se juegue a dar vuelta la taba. Porque de otro modo, y esto en el mejor de los casos, no aspiraremos a nada más que no sea intoxicarnos en una versión local del Kit Kat Club — siempre y cuando, claro, los fachos que se hayan aposentado en la Rosada permitan que exista un local semejante.

Yo no tenía edad, en el '76, para ser consciente de que un mundo llegaba a su fin. Y hoy no quiero ser como el Christopher Isherwood que cierra Adiós a Berlín (1939) impostando la inocencia de quien no imaginó lo que sobrevendría: "Aun ahora —dice la frase con que cierra el libro— no consigo creer que todas aquellas cosas ocurrieron de verdad".

 

Joel Grey en "Cabaret" (1972).

 

 

Después de la última dictadura, cualquier argentino o argentina que la haya vivido o comprenda lo que ocurrió y finja no entender lo que puede pasar, es porque cree que hacerse el pelotudo es buen camuflaje.

Dispongo de una kilométrica lista de víctimas, tanto europeas como argentinas, que demuestra lo contrario.

"Puede que los nazis escriban como niños de primaria", dice Isherwood en un pasaje de Adiós a Berlín, "pero son capaces de cualquier cosa. Es por eso que son tan poderosos. La gente se ríe de ellos, hasta el último momento".

 

 

 

 

 

 

 

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