BOLERO EN EL OJETE DEL MUNDO

Una joven vuelve a la aldea suburbana de su infancia pero no se encuentra consigo misma, sino con la literatura

 

Se conocen al menos un par de barrios bonaerenses llamados Transradio, denominación que no se debe a ningún progresismo genérico sino a la primitiva instalación de respectivas antenas de recepción y transmisión. De historia reciente, los asentamientos datan de la segunda mitad del sigo XX, reúnen viviendas modestas de clase trabajadora, en particular migrantes internos que en esa geografía donde aparecen paisajes urbanos vecinos a los rurales parecen extrañar menos el pago natal.

Además está el Transradio que novela Maru Leonhard (Buenos Aires, 1983), que en su primera incursión en el género crea una barriada humilde junto a una ruta transitada, con un caserío de un lado y llanura campestre del otro. Una descripción escueta sirve a fin de perfilar con precisión una escenografía de tan poca intimidad suburbana como de sordo fragor pueblerino. Por esos pagos va parar Isabel, una mujer burguesa sub-treinta que un día, así nomás, encuentra un manojo de llaves de la casa de su infancia a setenta kilómetros de la ciudad y hacia allí parte. Arma cajas, se trepa en la camioneta que conduce Martín, su marido, a quien convence de instalarse en la casita donde transcurrió su primera infancia. “Es lo último que te pido”, promete y, contra su costumbre, cumple.

 

 

Maru Leonhard, ,la autora.

 

 

El sopor del verano tracciona esos recuerdos que se entremezclan con las historias que le fueron relatadas y, a su vez, aparecen salpicadas por los fragmentos con que la imaginación rellenó los baches olvidados. Y los dolorosos. De modo que lo verosímil reemplaza a lo verdadero, los sentidos y la percepción quedan relegados a un segundo plano y la realidad se torna más literaria que nunca. Procedimiento por cierto nada original: le ocurre a buena parte de los seres del planeta. El asunto es relatarlo y otra cosa es escribirlo. Leonhard hace su versión, cuya eficacia en un primer momento sorprende porque delata su presencia, transmite la tensión de cada escena, perfila de dos pinceladas los escasos personajes y aún permanece oculta de dónde proviene ese efecto que impulsa a seguir leyendo.

Lejos de deslumbrar con un grueso diccionario, Transradio, la breve novela, se las arregla con tan pocas palabras que en más de una ocasión se atreve a reiterarse: “… las tres me miraron para que me sentara también. Hice caso. Esperamos en silencio unos minutos, yo me miraba las manos nerviosas y miraba a las señoras y les sonreía, no sabía qué decir”. Es como si la autora le hiciera por un instante caso a su propia escritura, se quedase sin más verbo y tampoco atinase a seguir diciendo. No obstante, continúa. La historia, como la vida, sigue a su pesar, indetenible. Tampoco es porque sucedan acontecimientos fantásticos, tremendos, extraordinarios. Evocación y cotidianeidad es la fórmula.

Al fin y al cabo Maurice Ravel ya en 1928 compuso el famoso Bolero utilizando menos de la mitad de las notas de la escala. De manera que nadie puede blandir la bandera de que para una obra literaria sean indispensables gruesas enciclopedias, frases rubicundas y subordinadas esplendorosas. El arte se esconde en sostener la continuidad allí donde no pasa nada. Y si entre medio suceden muchas cosas, habrá quien se deleite. Tal vez en aquella tesitura devenga Transradio, con unas veinte páginas iniciales en sordina, regadas de alguna serpentina y un papel picado levantado del suelo. La irrupción de un vecinito con síndrome de Down, malvado, insoportable, invasor, “mogólico”, y su vetusta madre logran romper la inercia, que la trama tome velocidad, varíe el ritmo, el presente atraviese el pasado y surja la historia: “Me lavé la cara y la nuca y abrí el botiquín sin saber qué buscaba, cuando lo cerré no terminé de reconocerme en la imagen que me devolvía el espejo. Todavía estaba blanca y con los labios descoloridos, un poco resecos. La vi a mamá. La imité. Se soltó el rodete y movió los rulos, desordenándolos para que quedaran ordenados. Cerró los ojos con fuerza y volvió a abrirlos”.

En el universo de la protagonista van dibujándose los otros personajes, siempre femeninos, a medida que se borronean los masculinos hasta casi desaparecer. Salvo un niño compinche, arrastrado por su devoradora mamá. También una amiga de la infancia y el gineceo que la rodea, un par de ancianos con hijo gay, la depresión maníaca, la locura, perros muertos. De pronto, fuera de menú, un interregno para el alivio. Isabel le lee revistas cholulas a una dama agonizante: “Yo seguí leyendo algunos titulares: ‘Después de su separación, Guillermina Vélez renace como una nueva mujer’, ‘La maravillosa mansión donde se mudó Marcelo Hugo Brancatelli’ e inventando otros: ‘En su última visita, los aliens nos cuentan cómo es la vida en el ojete del mundo’, “Se vuelve millonaria cantando con eructos’”.

Próximas narraciones de Maru Leonhard habrán de demostrar si su escritura prosigue lo que surge en Transradio como una venturosa creación literaria o se detiene en un esbozo autobiográfico. Pues lo que transita la autora sugiere la recreación de la aldea suburbana hasta desembocar en un final necesario, por el solo hecho de que no se han inventado los libros infinitos y en algún momento martilla el tiempo de concluir. Recurre entonces a un cierre de esos que se ponen a disposición en los talleres literarios, orondos de dignidad poética y sensatez retórica. Allí queda al descubierto por qué Transradio insta a seguir entre sus páginas hasta el final: no es para nada una novela pretenciosa, por ende tampoco requiere de cachondeces marketineras o forzados feminismos oportunistas. La primera persona nunca parece autorreferencial y biográfica –poco importa que lo sea, no pasa por ahí—, elude sensacionalismos, apunta a piezas pequeñas que apenas mueven otras piezas pequeñas y cuya función es que algo se corra de lugar. Modestia inusual, que se agradece.

 

 

 

FICHA TÉCNICA

Transradio

Maru Leonhard

 

 

 

 

 

 

Buenos Aires, 2020

140 págs.

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