Bombo, el reaparecido

El mesianismo plebeyo en un libro del hijo de Santucho

 

La minuciosidad con la que Mario Antonio Santucho trata los datos históricos y emplea cada palabra revela de por sí la singularidad notable de Bombo, el reaparecido: la crítica de las armas en función de las armas de la crítica. El relato sigue la pista del misterioso Bombo Ávalos o Abad, combatiente excepcional de la guerrilla rural de quien el Estado no ha logrado precisar su apellido ni establecer las circunstancias de su muerte (Santucho registra unas seis). La búsqueda se interna en la historia de Santa Lucía, el sufrido pueblo tucumano que fue testigo privilegiado de la formación de la Compañía de Monte Rosa Jiménez, foco rural donde luego se llevó a cabo el Operativo Independencia y la carnicería de los generales Adel Vilas y Antonio Domingo Bussi. ¿Es posible que Bombo haya sobrevivido al horror? ¿Que lo hayan visto de regreso, décadas después, en su Santa Lucia natal?

 

Las ruinas de una cultura

Lucas, un niño de una favela de Brasil desesperado por aprender a leer, es el personaje central del corto Mi amigo Nietzsche (Fáuston da Silva, 2012).

Mientras corre con sus amigos un barrilete y entra en un basural a jugar a la pelota, en medio del fango encuentra un libro: Así habló Zaratustra de Nietzsche. Aprenderá a leerlo no sin dificultades y con ayuda de un cartonero. En la historia de Lucas, los libros no son parte de un capital cultural ni los ladrillos iniciales de una carrera académica: están en la basura y forman parte de las ruinas de una cultura ilustrada que supo creer en ellos como un instrumento de transformación.

Siguiendo a Bombo, Santucho se sumerge en un mundo en ruinas: un universo plebeyo de sobrevivientes, en algún caso más próximo al hampa que a las habituales militancias de la memoria. Busca escapar de la esterilidad con que el dispositivo de la derrota recubre el lenguaje de la reconstrucción histórica, en particular el del progresismo y los derechos humanos.

Tal como lo reconstruye Silvia Schwarzböck en su notable libro Los espantos. Estética y postdictadura (Cuarenta Ríos), tras el terrorismo de Estado que condenó a los revolucionarios al campo de concentración no hay representación material de aquello que en los años '70 podía ser vivido como vidas de izquierda. Luego de la dictadura, escribe, solo hay vidas de derecha. Siguiendo a Rodolfo Fogwill, Schwarzböck describe la postdictadura como la situación en la cual aquellos que fueron victoriosos en la guerra contrarrevolucionaria se vieron eximidos de narrar su triunfo, mientras que los derrotados –los sobrevivientes– se encontraron compelidos a tomar la palabra y narrar lo que había pasado: desde sus militancias hasta la represión. Los vencedores se dedicaron a disimular su victoria y los vencidos fueron subsumidos en la nueva atmósfera a través del dispositivo de la cultura, que ofrece espacios para enseñar, dar charlas y escribir sin tensar las relaciones sociales y políticas.

El libro de Santucho puede incluirse entre los intentos por derribar este cerco de la cultura que afectó de impotencia a buena parte del discurso progresista de toda una época.

 

 

Incomodar con el testimonio

El antiprogresismo de Santucho consiste en volver a incomodar con el testimonio de vidas de izquierda. Se trata del problema de la violencia en un contexto histórico que hace inviable la táctica de la lucha armada. Lo borrado en la posdemocracia, para Santucho, es el problema mismo. En sus palabras: la propia “iconografía progresista” tiende a diluir esta cuestión de la violencia como cuestión aún sin resolver. Y lo hace en el acto mismo de elaborar un “panteón de héroes revolucionarios” como acto de construcción de una “memoria estatal”. Este cuestionamiento de la memoria está en la base misma del trabajo de Mario Antonio Santucho. Lo que interesa en Santucho es el eterno retorno, la recomposición de la enemistad, la capacidad de recobrar problemas estratégicos adormecidos por el dispositivo de la derrota que describe Schwarzböck.

Ni desmarque ni reivindicación: Mario Antonio Santucho bucea en el océano rastreando el tesoro perdido de la revolución derrotada. Ya no se trata de la mera reivindicación de la voluntad y el heroísmo, sino de una disposición a afrontar los problemas difíciles que se plantean en nuestra época. “Aprender de las revoluciones fracasadas”, decía León Rozitchner. En ocasión de la represalia llevada a cabo por el ERP ante fusilamientos de un grupo de combatientes por parte del Ejército, la guerrilla inicia una serie indiscriminada de ejecuciones de oficiales de las Fuerzas Armadas que culmina en la desastrosa operación en la que muere una de las hijas del capitán Viola. Santucho escribe: “El error de la ejecución develó el horror en la concepción”. ¿En qué consiste este “horror de concepción”? Responder con terror al terror estatal conlleva la reafirmación de un círculo vicioso en el que la guerra devora la política. Esa concepción lo horroriza. Y al mismo tiempo es necesario atravesar cada uno de aquellos dilemas irresueltos, porque en cada una de esas resoluciones insatisfactorias se descubre la persistencia de aquel tesoro buscado: un estado de indagación a fondo sobre problemas que deberán ser pensados de otro modo y en nuevos contextos. Esta disposición introduce una diferencia abismal –¿generacional?– con respecto a los ecos de la polémica abierta hace casi una década y media por la carta del filósofo Oscar Del Barco. Luego de colaborar con la guerrilla guevarista del EGP en los años '60, el filósofo se pronunciaba en favor de la capacidad regulativa del mandamiento bíblico del no matarás.

La inspiración de Bombo, el reaparecido es benjaminiana. No se acepta que la crítica de la revolución deba hacerse al interior del dispositivo de la derrota. Al contrario: se parte de la convicción de que el dispositivo actúa como cierre sobre el pasado con el objetivo de tapiar toda apertura del futuro. Su empeño, por lo tanto, es volver sobre lo que la historiografía de los años '70 ha dejado de lado (¿qué sabemos realmente de Bombo?) para constituir con ese archivo imágenes dialécticas capaces de rescatar lo no realizado del pasado a fin de inventar posibles imposibles hacia el porvenir.

A propósito de la política de la vendetta del ERP, el 20 de septiembre de 1974 la guerrilla ejecuta al comerciante Héctor Zaspe y al policía Eudoro Ibarra, acusados de haber participado del homicidio del militante Ramón Rosa Jiménez, el Zurdo, en Santa Lucía. Se trató del “desgarro definitivo de una comunidad tensionada” o bien de “fogonazos que iluminaron una grieta que ya existía y se estaba tornando insoportable”. En todo caso, “la guerrilla guevarista había adquirido el poder de dar muerte en nombre de la justicia popular”. Frases como estas, que parecen buscar un inverosímil punto de equilibrio, elaboran en realidad lo esencial de la posición singular del autor, que desaprueba toda apología militarista sin que ello implique escamotear lo esencial: la actitud que lleva a sostener abierto el problema histórico del papel de la violencia en procesos políticos determinados por la intensificación de la lucha social. La pulsión historicista de Bombo, el reaparecido, apunta a restituir lo que permaneció impensado en las aporías de la revolución, no para enmendar un sueño congelado –en tanto que congelado pernicioso– de generaciones anteriores, sino para retomar el fluido vigilia y sueño en el que los sueños son producción, como lo afirma Lila Feldman en un hermoso libro. Sin ellos, aún si astillados, carecemos de materia imaginaria para afrontar la realidad efectiva de la vigilia en la que sigue presente, de un modo nuevo quizás, la cuestión de la enemistad.

La pregunta ¿qué se hereda? llevó al poeta e historiador peruano José Carlos Agüero, hijo de militantes de Sendero Luminoso asesinados por el Estado, a cuestionar lo que escamotean las retóricas apropiadoras –las del Estado y las de los grupos políticos revolucionarios– del drama de la violencia política del Perú. En su libro Los rendidos se lee: “Se aprende a convivir con la vergüenza. Tener una familia que para una parte de la sociedad está manchada por crímenes, que es una familia terrorista, es una realidad concreta, como una silla, una mesa o un poema”. El libro es el resultado de notas que escribía desde hacía años en su blog con el objetivo de entender a sus padres. Escribir para “re-mirar a los culpables, a los traidores, a los criminales, a los terroristas, y por contraste también a los héroes, a los activistas, a los inocentes y quizá a los que no son nada, a los espectadores, los que creen que son el público pasivo en este drama. Y revisar nuestro lenguaje”.

La otra enorme pregunta de Agüero –dirigida a su madre– es: ¿de quién es el cuerpo del militante? "Al final, tu cuerpo pertenece a muchos (¿deberías haberlo considerado?)". Su libro Persona reflexiona sobre los cuerpos destrozados, la tortura y el tratamiento que el Estado ha hecho de los militantes. Se impone el cotejo de la destrucción: “No logramos conservarnos como sujetos un tiempo mínimo para fundar una historia o una experiencia que pueda ser transmitida o heredada. El cuerpo, el cuerpo mínimo para ser cuerpo, no existe”. No hay cómo desentenderse de la oscuridad de esta constatación que refiere de modo directo el desmembramiento físico de los sujetos por obra del terror político.

La búsqueda de las trazas del paso de sus padres por la existencia lo confronta con restos indiscernibles, puesto que se trata de mezcla de cenizas. Son las cenizas de otros seres, y no solo de compañeros de militancia, porque en la masacre de El Frontón (en la que fallece su padre) mueren senderistas y no senderistas. Agüero busca en su recuerdo y encuentra que “todos los senderistas eran parecidos: muchachos flacos, oliendo a cigarro”. Combatientes dominados por la necesidad de “guardar silencio. Informar. Moverse”. Recuerdos que afrontan las cenizas producidas por los hornos crematorios del Estado destinados a la desaparición de los cuerpos. Cuenta, además, con unas fotos familiares, unas prendas de vestir, una ficha postmortem. “No hay patria que se ofenda de sí misma”, escribe Agüero. Y no la hay porque "esos hornos crematorios y los fusilamientos extrajudiciales, junto a los cuerpos peritados y sus respectivos certificados, erigen las verdades constituyentes de todo Estado”.

Persona propone un programa “antiheroico”, que supone defender a los muertos de las manos de los puros y de los poderosos, evitar la apropiación mitologizante, suspender la poética cómoda. Impedir la sustitución de las vidas por emblemas románticos, falsos sujetos de causas, reinos de las fantasías. Una persona es “apenas una huella”, “una representación”, “un golpe de vista”, “un mapa de sí misma”. Un programa destinado a hablar de los cuerpos como incertidumbre. “Quizá lo único que podemos hacer con humildad, con respeto, es parecernos a los destruidos”, “dejar de medrar a su costa”. “Los restos sin importancia de unos terroristas masacrados están en cajas en la Fiscalía. Esperando su poeta”.

En Mario Antonio Santucho la búsqueda de una lengua de la incomodidad no supone disolver la enemistad en el perdón. La disconformidad que ambos escritores manifiestan con cierta autocomplacencia del mundo de los derechos humanos de la Argentina es bien diferente. En Agüero se da como desaprobación a un estilo de politización o de radicalización discursiva: “Quizá les pase a otros. No lo sé. Pero eslóganes como ‘No olvidamos, no perdonamos’. Esos rótulos tan seguros de sí, de lo que es lo correcto, nunca me han gustado, no me motivan”; en Santucho se manifiesta como insatisfacción por el modo como los organismos inscriben y destacan a las víctimas “en el gran mausoleo de la memoria estatal”. Pero se trata de disconformidades internas al movimiento. De hecho, en contextos diferentes, tanto Agüero como Santucho forman parte (y renuevan con su trabajo) de las operaciones de sensibilización del campo social inaugurado por los organismos.

En el epílogo, Mario Antonio Santucho busca entenderse: ¿Por qué escribir esta biografía y no afrontar de modo directo la historia de sus padres asesinados cuando él era apenas un bebé? ¿Es esta una investigación preliminar en esa dirección o más bien un modo de elusión de la conmemoración edípica, un desplazamiento que conduce a Santucho a filiarse menos con cierto activismo vinculado a la industria de la memoria y más con geografías montaraces y combatientes/sobrevivientes pertenecientes a clases populares de provincias norteñas? Si este fuera el caso, Bombo, el reaparecido puede ser leido, también, como procedimiento antiedipico.

Lo que nos distingue de aquella época es la irremontable asimetría de fuerzas en favor de los que mandan: “La violencia organizada ya no constituye un recurso al alcance de los oprimidos”. Las armas pertenecen por entero al mundo de los negocios. Y los poderes “se enmascaran”, adoptan fisonomías siniestras.

No hay una única verdad. Si la hubiera, si la única verdad fuese la realidad, la realidad misma sería inmodificable. Además de la verdad-realidad está la verdad-desplazamiento, como enseña el filósofo catalán Santiago López Petit. Traducido a la discusión militante argentina: la política como vocación de servicio y la utilización astuta del Estado para distribuir fondos del Estado hacia los más humildes es tan loable como idea cuanto, en el fondo, falaz a la hora de transformar la situación. “Sin ruptura no habrá nada nuevo bajo el sol”. Si la verdad-realidad abruma con pruebas, la verdad-desplazamiento actúa por signos, señales de rebeldía que anuncian otros tiempos. Seguir a Bombo, esperar su reaparición, es ya vivir la transformación de la rebeldía en rebelión: un mesianismo plebeyo.

 

 

 

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