El bosque y la bestia

La historia oculta de Etchecolatz en Mar del Plata y los "Vecinos sin genocidas"

 

Se sabe: los vecinos del bosque Peralta Ramos perdieron la calma. Se sabe menos que hay quienes no pueden dormir, quienes evalúan irse de sus casas y quienes pasaron la última semana diseñando un mapa destinado a los turistas para señalar el camino hacia la casa del genocida. La llegada del verdugo de la vida y de la muerte de la Policía de la Provincia de Buenos Aires despertó en el barrio algo parecido a lo que ocurrió con la muerte de Videla en 2013: su cuerpo malvenido en el cementerio de Mercedes generó noches de vigilia para impedir el entierro del dictador. Ahora Mar del Plata replica marchas, reinventa siluetazos, conferencias de prensa, pronunciamientos de repudio del Concejo Deliberante. Y en medio de ese movimiento, cobró vida la primera acción de un grupo de vecinos ahora llamados "Vecinos sin genocidas".

Esa iniciativa es importante. Osvaldo Miguel Etchecolatz, seis veces condenado por crímenes aberrantes —tres de ellas a prisión perpetua—, pasó los últimos doce años en prisión pero conoce el bosque por lo menos desde sus años de comisario director de Investigaciones de la Policía de la Provincia de Buenos Aires. El lugar que no es barrio cerrado, es una zona de accesos restringidos. Y aunque tampoco es uno de los barrios de las clases altas que definieron parte del perfil de la Mar del Plata de los años '50, era uno de los lugares al que solía llevar a sus hijos cuando tomaba vacaciones en una casa con fachada de piedra pagada por la Policía bonaerense. Luego de vender un departamento de la avenida Pueyrredón de la Ciudad de Buenos Aires, perturbado por los primeros escraches, Etchecolatz se refugió con su segunda esposa en el espacio forestado y protegido del bosque Peralta Ramos. En 2006, cuando un grupo de vecinos intentó organizar una protesta ante su casa no lograron la participación de la gente del barrio. Luego llegaron los años de la cárcel. Las múltiples condenas. Y la domiciliaria en un contexto en el que vuelven a sus casas y a sus barrios otros genocidas emblemáticos.

Carlos Harboure tiene 65 años, vive en el bosque desde los primeros años de democracia cuando cultivó un espíritu que todavía proclama como alfonsinista. Durante los últimos días es uno de los que hace malabares para alquilar su casa, equilibrar cuentas en un negocio de remeras atormentado por la crisis y asistir a una de las vecinas que de pronto cayó en estado de shock. "Creo que votó a Cambiemos —dice—, pero está indignada y muerta de miedo: ahora quiere irse del barrio y alquilar la casa". Su teléfono convertido en libreta de notas urgentes recibe y envía mensajes entre quienes coordinan una logística de hiperactividad. En siete días el barrio logró:

1. cambiar el nombre de uno de los grupos de WhatsApp: de "sociedad de fomento" a "Vecinos contra genocidas";
2. sumó nuevos contactos
3. que la sociedad de fomento repudiara la mudanza en un comunicado menos neutral de lo esperado;
4. diseñó conferencia de prensa;
5. organizó la marcha del viernes;
6. distribuyó cartelería;
7. colocó volantes en distintos comercios;
8. diseñó un nuevo mapa de turismo con señalización de la casa de Etchecolatz;
9. asumió como propio un pronunciamiento del Concejo Deliberante de rechazo a la domiciliaria del represor, aprobado por unanimidad;
10. que el Concejo Deliberante habilitara el espacio para una conferencia de prensa, cosa que había negado en ocasión de una marcha por Santiago Maldonado.

"Alterados, todos estamos alterados", dice Lola, una de las mujeres del barrio. "Algunos no pueden dormir. Todos nosotros estamos nerviosos. Mal. Angustiados. Y con miedo. Muchos elegimos este lugar porque nos gusta la naturaleza, los chicos se crían en plena libertad, yo tengo hijos de 9 y 11 años que andan en bicicleta y se manejan solos y ahora me preguntan: ¿Cómo, mamá? ¿Acá hay un asesino?" Lola es sobrina de Salvador Arestin, uno de los abogados desaparecidos en la Noche de las Corbatas, pero aclara que los vecinos movilizados no son toda gente del palo. Están aquellos que sólo suelen moverse bajo consignas de seguridad, propietarios de casas con carteles que dicen "No detenerse" o "Vecinos en alerta", casas con chicharras que se disparan cuando alguien se para en la puerta. Lola se sorprendió con uno de ellos: luego de sus posteos observó un "Me gusta" en su Facebook.

El movimiento tiene entre sus motorizadoras a Ana Pecoraro. Ana es hija de Enrique Pecoraro y Alicia Ruszkowski, secuestrada y luego desaparecidas en la ESMA; pero, en este contexto, ella es simplemente una de las personas que vive a cinco cuadras de Etchecolatz. "El día que le dieron la domiciliaria, las redes del bosque estallaron", dice. "Yo volvía de viaje y la gente me iba avisando las novedades, Facebook se transformó en uno de los lugares donde comenzamos a preguntarnos qué hacer. A pensar si había que hacer un escrache o cómo sacarlo y eso me pareció buenísimo porque había una diferencia con el primer escrache de años atrás. Aquella vez, en otro contexto y con redes que eran otras, no habían acompañado los vecinos".

Jorge, otro de los vecinos, buscó cajas contra descuelgues: cajas de cartón para suspender en los cables más altos del barrio, una práctica ensayada en una de las marchas por Maldonado, que nadie pudo sacar. Para descolgarlas tuvo que pasar el camión de la empresa de energía local.

Estas son las cajas de Jorge:

 

Otros diseñaron este cartel:

 

 

Y este mapa:

 

Y otros, este video:

Nadie sabía sin embargo si podría hacerse la marcha del viernes. O hasta dónde iba a llegar. Todos tenían presente la represión de las últimas marchas. Sabían que no era lo mismo organizar un recorrido dentro del bosque que en las calles abiertas de la ciudad. Y también que la fisonomía del barrio está cambiada. El lugar que hasta ahora estaba custodiado sólo por dos policías locales, conocidos como los "pitufos", ahora está recargado de custodias. Dos integrantes de Prefectura controlan la puerta de Etchecolatz. Dicen que cuando alguno se para a tomar fotos de la casa, dos minutos después es corrido por un patrullero. Y explican que hay camionetas negras de la Policía de la Provincia de Buenos Aires circulando en los alrededores del barrio, según dicen enviados por la gobernadora María Eugenia Vidal. "Mi hermana tiene el terreno frente a la casa de Etchecolatz", dice Ana, nuevamente. "Yo no duermo a la noche, nunca me pasó esto, atravieso veinte veces al día esa casa, pero ahora siento esto porque este chabón es un monstruo".

La semana pasada, la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad dio a conocer su último informe del año sobre situación de causas e imputados por crímenes de lesa humanidad: a diciembre de 2017, de los 1.038 imputados detenidos hay 549 con arresto domiciliario. Y esos números muestran un crecimiento escalonado de la tendencia a las domiciliarias: en julio de 2016, por ejemplo, la relación entre domiciliaras y cárcel común era inversa: de los 1.056 detenidos: 568 estaban en cárceles comunes. Pese a los números, son las domiciliarias dispuestas para quienes representan los símbolos más emblemáticos las que activaron procesos como el de esta semana. Sucedió con Norberto Bianco, apropiador y jefe de la maternidad clandestina de Campo de Mayo, con permiso de vacaciones en Mar de Ajó. Sucedió con el comisario Musa Azar de Santiago del Estero, jefe de la D2 de Investigaciones, jefe de la policía de la provincia incluso en democracia.

La Mar del Plata de Etchecolatz

Mar del Plata es una ciudad de grandes postales. Dueña de la imagen del Faro en el que funcionó la sede de la Escuela de Suboficiales de Infantería de Marina (ESIM), en su doble rol de escuela de suboficiales y centro clandestino. Un lugar al que la Armada consideró "zona prioritaria para la lucha contra la subversión", desde donde coordinó acciones con la maternidad clandestina de la ESMA para el traslado de prisioneras embarazadas y operativos con el Ejército. Una ciudad con alto índice de desaparecidos: 406 sobre 300 mil habitantes, según el censo de 1970. Y alta presencia de militares, posiblemente porque también fue una de las pocas ciudades con sede de las tres Fuerzas Armadas. Es la ciudad donde se ve a los padres de Alfredo Astiz sostenerlo en las puertas de una iglesia, cuando el Angel de la Muerte cumplía un año. "Un lugar que durante la dictadura reflejó todo ese mar de horror que provocó el golpe de Estado, porque produjo una curiosa sinergia entre las Fuerzas Armadas y los grupos civiles de derecha que habían participado de la Triple A", dice Pablo Waisberg, autor del libro sobre el secuestro de los abogados laboralistas durante la llamada Noche de las Corbatas, en una línea compartida por jueces y fiscales que trabajan en las causas de lesa humanidad: creen que ese territorio de espuma arenosa consiguió convertirse en una suerte de trampa.

"Creo que cuando se produjo el golpe, las Fuerzas Armadas con dependencias en Mar del Plata pudieron incorporar a todos los servicios de inteligencia en las acciones de la represión ilegal", dice Roberto Falcone, uno de los jueces federales de la zona. "Pero esos tipos no eran de las Fuerzas Armadas, eran de la civilidad: venían de la CNU o eran cuadros profesionales de los gremios, de las universidades, con interventores que contaban con información privilegiada y acceso a los legajos de los estudiantes, gente de ciencias económicas, de derecho. Creo que eso les permitió tener control y conocimiento extraordinario de lo que ocurría con la ciudad: tenerlo todo controlado. Por eso acá la represión fue tan dura, porque tuvieron una usina proveedora de conocimiento que llegaba de todos lados". En ese sentido, dicen que Mar del Plata se volvió una ratonera: la represión contó con una participación civil extraordinaria, gente que años más tarde formó los primeros partidos vecinalistas de cara a las elecciones democráticas.

En esas postales de época, Ramón Camps recibe a los jueces de la ciudad en la Comisaría 4ta con un arma sobre el escritorio. Y Etchecolatz, su mano derecha, veraneaba en una casa con frente de piedras ubicada sobre la calle Rioja, entre Falucho y Gascón, pagada por la Policía de la Provincia. Pasaba el día en el balneario del Ocean Club, el lugar aún más exclusivo de Mar del Plata, de muy difícil acceso, dice la historiadora Elisa Pastoriza. "Un lugar donde se bailaba, donde se mostraban las élites, donde se concertaban los matrimonios, el reino de la figuración". Ese lugar de estilo inglés con más de un siglo de historia cambió moderadamente para la segunda mitad de los años '70, cuando las clases altas de Mar del Plata migran a Pinamar y a Punta del Este a medida que se popularizan sus balnearios. Pero el Ocean Club nunca terminó de perder sus credenciales. Etchecolatz tenía allí su locker, reposeras para él y su familia, su carpa. El comisario que venía de una casa de zaguanes en Avellaneda apreciaba mostrarse en el balneario, no como quien disfruta haber accedido a esas credenciales después de la pobreza, sino como quien goza al exhibirse como dueño de la sartén.

Elisa Pastoriza piensa esa imagen. "Me parece muy medio pelo para el Ocean —dice—, sin duda no era socio, pero tal vez eso ocurrió porque las relaciones sociales hicieron que le dieran ahí algún tipo de cobijo".

Para Etchecolatz ese reconocimiento era valioso. Y una forma de mostrarle al mundo de los ricos hasta dónde era capaz de llegar un hombre del que dependieron más de 20 centros clandestinos de detención, tortura y exterminio de la provincia de Buenos Aires. Es posible que algo de todo esto explique su regreso a esa ciudad. Una ciudad en la que vivió uno de sus hermanos y donde entraba al bosque con sus hijos a visitar a un amigo de Lomas de Zamora. Pero el mundo de las viejas postales ya no existe. El Faro se convirtió hoy en Sitio de Memoria. El está seis veces condenado por crímenes aberrantes. En el Ocean no juegan más sus hijos, entre los que existe una Mariana que hoy se asume como ex hija y lo llama genocida. Y los cálidos amigos del bosque hoy son vecinos que no quieren a un represor.

Foto:  Juan Marco Candeloro.

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