Buenas personas

El pragmatismo del gobierno es una filosofía sin ética

 

El Jefe del Gabinete de Ministros, Marcos Peña Braun, declaró: “Es una buena persona, un buen funcionario”. Así se refirió a Valentín Díaz Gilligan, subsecretario general de la Presidencia de la Nación que había omitido declarar un millón doscientos mil dólares depositados en una cuenta en el paraíso —previo a la tentación— de Andorra. Un mes antes, resistiendo al desborde de críticas, el Jefe de Gabinete había dicho que el “error” del Ministro de Trabajo Jorge Triaca al haber insultado a una trabajadora doméstica que tenía empleada en negro, no invalidaba “su calidad como ministro, su calidad personal”.

Para ese entonces ya se había sabido que el presidente de la Nación Mauricio Macri, el ministro de Finanzas Luis Caputo, el ministro de Energía Juan José Aranguren y el secretario de Derechos Humanos Claudio Avruj, así como los intendentes de la coalición gobernante Néstor Grindetti (Lanús) y Jorge Macri (Vicente López), tenían o habían tenido cuentas y/o integraban o habían integrado empresas no declaradas en esos paraísos.  Frente a esa secuela de antecedentes, Peña Braun dijo: "Son dos o tres casos sobre miles”.

Al día siguiente a aquella declaración laudatoria, Díaz Gilligan renunció a su cargo. No se ha logrado saber si tomó esta decisión por no ser buen funcionario o por no ser buena persona. Pero como en todos los otros casos nadie renunció a sus cargos, deberíamos entender que a todos ellos les sigue alcanzando por extensión aquel juicio del licenciado Peña Braun que, como una suerte de mantra, limpia toda negatividad al mejor equipo de los últimos cincuenta años al declararlos buenas personas y buenos funcionarios.

Uno no puede sino preguntarse: ¿qué será lo que distingue a lo bueno de lo malo, en las personas y en los funcionarios, según el criterio ético-político del licenciado Peña Braun? Y cabe esta pregunta porque las afirmaciones de un Jefe de Gabinete de Ministros no pueden ser sino políticas, y porque al hablar de lo bueno y de lo malo, se quiera o no, se está hablando de ética (o de moral si queremos ser menos exigentes).

 

Lo sagrado y lo profano

Atender a lo que nos dicen y hacer preguntas es bueno. Después de todo, si no fuera por las palabras y sus significados y por las preguntas que nos hacemos, el mundo no sería mundo. Por eso también es bueno pensar en lo que nos dicen y en lo que decimos. De ahí que me haya quedado resonando eso de “es una buena persona, un buen funcionario”. Y es que la combinación que Peña Braun declara permite otras asociaciones. ¿Se puede ser buena persona y mal funcionario? Diríamos que sí. ¿Se puede ser mala persona y buen funcionario? Diríamos que no. ¿Se puede ser mala persona y mal funcionario? También diríamos que sí. Pero el Jefe de Gabinete generaliza la doble bondad.

Hay quien podrá decir: “Es una trivialidad más de este gobierno.” Pero haríamos mal en entenderlo así, porque cuanto más poder tiene un funcionario tanto más riguroso debe ser el uso de sus palabras y tanto más exigentes debemos ser como ciudadanos en analizar sus dichos.

Sin embargo, admito un problema preliminar que tengo para el intento de saber si la combinación de Peña Braun es la correcta. Y ese problema es el de mis pre-supuestos. Por ejemplo, al tratar de ponerme en su lugar para aceptar la veracidad de su juicio sobre Díaz Gilligan y otros funcionarios, no puedo evitar el choque de sus dichos con mi fuerte creencia en que las personas que tienen cantidades de dinero que sólo una ínfima minoría de personas puede tener, depositadas en modo clandestino fuera del país, en modo opaco, oculto y malicioso, no pueden ser buenas personas. Y por eso no pueden ser buenos funcionarios

 

 

Tampoco puedo evitar la indignación permanente que me atraviesa como recuerdo desde el día en que la Policía de la Ciudad de Buenos Aires reprimió en modo inhumano a pacientes, profesionales y trabajadores del Hospital Borda en tiempos en que el hoy presidente Macri era jefe de gobierno, la hoy gobernadora de la provincia de Buenos Aires María Eugenia Vidal era vicejefa de gobierno, y el hoy Jefe del Gabinete de Ministros era el secretario general del gobierno porteño.

Y llevo conmigo esa indignación porque al cuerpo de una persona sufriente —el cuerpo de un paciente— lo creo sagrado y que no debe profanarse. Y al decir esto no cometo una hipérbole literaria porque creo que al poner nuestras manos sobre la piel de un enfermo accedemos a una dimensión de lo humano que trasciende a nuestras otras dimensiones. Puedo dar fe de ello. Por eso es que no dejo de dar gracias a la medicina por ese privilegio al que nos abre. Y por eso es que no puedo olvidar las imágenes de aquella represión brutal e inhumana descargada sobre el cuerpo de los pacientes.

A pesar de los sobreseimientos legales, no dejo de creer que quienes no se responsabilizaron como debían por esos hechos atroces no fueron buenos funcionarios. Y es difícil aceptar que un mal funcionario por falta de responsabilidad moral ante sus actos, pueda ser una buena persona. Dicho esto, lo declarado por Peña Braun respecto a la bondad de los funcionarios de su gobierno no me resulta creíble. Pero dejaré de lado estas objeciones al  tratar de comprender lo que pueda ser una buena persona y un buen funcionario, tratando de entender ese criterio ético-político desde otra perspectiva.

 

'Omes buenos'

Muchos ya conocen la atribución del origen de la palabra “persona” a las máscaras que usaban los actores de teatro, en cuanto éstas se usaban “per-sonare” haciendo que la voz del actor tuviera mejor sonido. Por eso en los escritores latinos de la Roma imperial, persona es todavía el papel o el personaje que alguien representa. Y aunque el término “persona” fue después muy debatido en cuanto a la figura de Cristo y su naturaleza y entre los cristianos fue definido por San Agustín y por Boecio, en el contexto ético-político empezaría a tener sentido varios siglos después con los “boni homines” y los “omes buenos”.

Cuando en la que hoy es España todavía no se hablaba ni escribía el español —porque recién se estaban por garabatear las primeras palabras del nuevo idioma como anotaciones al margen de un códice en la lengua de uso que era el latín, allá a finales del siglo X o principios del siglo XI—, ya había sin embargo un término ético-político (boni homines) que pasaría a ser omes buenos en ese dialecto de las tierras del norte no conquistadas por los árabes, y que quizá por una transmisión del inconsciente colectivo —si existe— haya llegado al licenciado Peña Braun bajo el nombre de “buenas personas”.

En el derecho romano,  los boni homines eran asistentes y asesores lugareños de los tribunales judiciales, como una especie de representantes comunales en custodia de los hábitos consuetudinarios, particularmente en litigios administrativos y de la propiedad.

 

 

En la época medieval de los reinos castellano-leoneses, los omes buenos fueron asimismo un grupo de personas que actuaban como mediadores en la resolución de conflictos y la aplicación de justicia, entre las bases de las comunidades campesinas y las elites sociales que iban constituyendo una aristocracia laica y eclesiástica por el aumento del patrimonio de algunos de esos campesinos y de otros tantos presbíteros. Y en esta desigualdad social se generaban conflictos por el control y explotación de los recursos naturales.

La resolución de esos conflictos por el aprovechamiento de los beneficios del campo, habitualmente favorecía a los grupos de poder de las elites sociales con una “justicia de clase” que llamaríamos “oligárquica”. Los “hombres buenos”, campesinos con mejor patrimonio que las bases aunque no tanto como la aristocracia, cumplieron en modo inmejorable la función de enlace entre el campesinado de base y los señores, como para lograr afirmar el dominio progresivo de éstos sobre las comunidades locales. Estos “omes buenos”, como se ve, no eran tan buenos hombres.

Toda esta arqueología del lenguaje nos acerca a algunas palabras y significados que por la urgencia cotidiana creemos sin ombligo: “el campo”, “el poder”, “las desigualdades”, “los oficiantes”, “el conflicto”.

 

Las buenas personas del neoliberalismo

Con los años, los “omes buenos” de las monarquías europeas, que antes eran “boni homines” del Imperio romano, pasaron a ser “buenos vecinos” de los Estados nacionales. Así fue como el Cabildo abierto del 22 de mayo de 1810 convocó entre nosotros a los “vecinos”, que para ser tales debían tener casa poblada, caballo y armas para proveer a la defensa de la ciudad (así se les había exigido a los “omes buenos“ en España). Como se ve, para ser considerado vecino era necesario poseer unos recursos que diferenciaran del común de los habitantes.

Las revoluciones liberales, como la nuestra, con su distinción entre civilización y barbarie, introdujeron aunque progresivamente el término “persona”, para ser más precisos frente al término “hombres” (homines, omes) que no dejaba de ser muy indeterminado para poder diferenciarse de los “animales” y los “brutos” de la barbarie. Y si bien la Declaración de Independencia de Estados Unidos (1776) y la Revolución Francesa (1789) todavía se referían a los derechos “del hombre” y “del ciudadano”, la determinación de la palabra “persona” para referirse a todo sujeto de derecho, se consagraría con la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948).

 

 

Dicho todo esto: ¿cómo explicar el juicio de buenas personas y buenos funcionarios  para quienes son denunciados por abuso de autoridad, incumplimiento de los deberes de funcionario público y otras transgresiones? El formato de respuesta  gubernamental a esa pregunta es la división de poderes en la República y el dejar actuar a la Justicia. Esa apelación a la legalidad es débil para hablar de “buenas personas” cuando el gobierno y sus funcionarios no respetan al sistema internacional de derechos humanos y sus instrumentos desde el inicio de sus mandatos; y cuando si hay algo transparente es la persecución, manipulación y  extorsión del Poder Ejecutivo sobre el Poder Judicial.

Pero lo que aquí estamos haciendo es una crítica en torno a la legitimidad moral de los actos de esos funcionarios y al enfoque ético-político del Jefe de Gabinete de Ministros sobre esos hechos. Y lo que encontramos es que la declaración de buenas personas y buenos funcionarios por Peña Braun no es consistente con un enfoque de derechos humanos y tampoco con las éticas de las virtudes, ni con la buena voluntad de la ética kantiana del deber, ni con la trascendencia  de la ética de los valores… Y es que el problema del gobierno para nosotros es su pragmatismo (neoliberal) que es una filosofía sin ética.

El concepto de “buenas personas” de Peña Braun y de un gobierno conservador que como tal propone el futuro de una vuelta al pasado, está emparentado en cambio con la secuencia que hemos descripto de los “boni homines”, “omes buenos” y “vecinos”. Todos ellos configuran un colectivo que define a las “buenas personas” en sus orígenes ancestrales en el campo, sus propiedades mayores frente al común de la gente, su pertenencia de elite y sus hábitos (sus calidades) por diferencia con la masa (caracterizada por la vulgaridad en su gran número), y su función social de funcionarios para la administración del conflicto entre los grupos de poder (nacionales o globales)  y las bases desposeídas, a favor de los primeros (un gobierno para los ricos). Un perfil sin duda más que cuestionable en términos de justicia para poder aceptar ingenuamente que se trata de “buenas personas”.

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