Buenos y mejores aires

A medio siglo del 25 de mayo de 1973, el día más feliz de mi vida

 

Nuestro local de la calle Chile era un hervidero y un hormiguero. Hervidero por el calor que allí reinaba, hormiguero desordenado, caotizado por todos los que subían saltando escalones, por los que bajaban de a tres, buscando información, o trayéndola, pidiendo indicaciones cuando no órdenes. Y no era para menos. Estábamos en las vísperas de un momento que creíamos histórico, momento al cual habíamos contribuido a existir y a dar forma.

Es que el 11 de marzo había sido un golazo más importante que el del Chango Cárdenas al Celtic. Toda la parafernalia del Gran Acuerdo Nacional se había venido abajo –eso suponíamos– y estábamos en el centro de la escena. Nosotros, la juventud peronista, nuestras movilizaciones, nuestros gritos diciendo basta, nuestra amenaza armada, nosotros éramos los que estábamos dando vuelta una página oscura de la historia argentina, la del 4.161, la de los fusilamientos, la del robo de los restos de Evita, en fin, de la proscripción del General. Y todo eso se sintetizaría al día siguiente. Como para dormir esa noche. No. Estábamos en vela y ni lo sentíamos. Apenas unos mates para paliar la ansiedad. Discusiones, si todo había empezado en el Merlazo o en el Aramburazo, que cuándo volvería el General, que no se podía esperar nada de los sindicatos, y otros que matizaban tratando de no generalizar, que la masacre de Trelew. Y cada uno decía lo suyo. El Chacho, siempre enfervorizado y ansioso, altísimo, iba de aquí para allá, se asomaba a la calle, volvía. Empezaba a sostener lo contrario de lo que había dicho hacia cinco minutos. Un caos. Mejor: un quilombo.

Y así transcurrió esa noche que no olvidaré nunca. Al día siguiente surgiría nuestro sol, el del triunfo. Pero antes… a eso de las cinco, cinco y media, nos avisan que la Plaza es un despelote. Resulta que la cana había puesto una serie de vallas para tratar de asegurar el desfile de los efectivos militares que debían pasar por Hipólito Yrigoyen, doblar por Balcarce y descender hacia Leandro Alem después de la explanada de la Casa de Gobierno. Pero las transiciones son complejas. ¿Quién manda entre el final de uno y el comienzo del otro? ¿Qué pasa en esa hendija, en esa frontera entre dos mundos? Prima la confusión, por supuesto. Y esa pretensión del orden al colocar vallas para los militares que estaban perdiendo, estalló, no por indicación de la Juventud o de los sindicatos. Simplemente, había un montón de peronistas que ya estaban cerca de la Pirámide a las cuatro de la mañana, entonados como corresponde, y no les parecía muy atinado que la policía dictara las normas ese día, justo ese día, que era para nosotros, no para ellos.

Y se armó la barahúnda. Las vallas al suelo, algunas piedras y palos de un lado, gases lacrimógenos del otro. La cosa podía derivar en la imposibilidad del acto principal. Pensemos que había muchos invitados extranjeros. Por ejemplo, el gran Salvador Allende, o Dorticós, de Cuba. En fin, había que salvar la ceremonia de asunción, sólo que controlada por nosotros.

Retomo. Nos avisan en nuestro local lo que está ocurriendo. Con un Citroën 2cv arrancamos. Chofer, el Chacho Pietragalla; al lado, nuestro jefe, mi querido y siempre admirado Canca Gullo, capaz de dialogar y sintonizar con Fidel Castro o con un desarrapado, con varios rones encima, de Guatemala. Atrás, Leo Bettanin, el creador de la consigna que hoy reúne estos escritos: “Cámpora al gobierno, Perón al poder”; y un servidor. 15 cuadras manejadas por alguien que no sabía manejar.

Increíblemente, llegamos a Defensa e Hipólito Yrigoyen, donde debían estar las vallas, que se habían esfumado. En la vereda, a pocos metros de la entrada del subte, unas barricadas hechas con los bancos de la Plaza. Y algunas fogatas. No eran muchos los manifestantes, todavía no eran las siete de la mañana, pero estaban calentitos por los gases y la policía seguía en su actitud violenta de pretender imponer orden. ¡Orden! Ya lo habían impuesto por 18 años de proscripción y, la verdad, ya estábamos un poco cansados de esa opresión.

Nos dividimos las tareas. La más difícil a cargo del Canca y del Chacho, que imponía su presencia –recordemos que había viajado con Perón en su retorno a la Argentina–. Debían dialogar con los canas para convencerlos de que se retirasen más cerca de la Casa de Gobierno y de su explanada. Y las más sencilla, Leo y yo. Y ahí fuimos. Pero una cosa es disertar en las cátedras nacionales acerca de las características de nuestro pueblo, una cosa es estar en el lado correcto de las barricadas, y otra muy pero muy distinta es convencer a quienes no conocíamos para que las desmontaran. Palabra, palabra viene, hasta que en un arranque de autoritarismo agarré uno de los bancos para correrlo con ánimo de “muchachos no jodan”. Craso error. Inmenso error. Imperdonable error. Fue un solo trompazo, es cierto, pero todavía lo tengo muy presente. Volé como un buen arquero y quedé depositado en el césped de la Plaza, por suerte, y no en la vereda. Muy cerquita, a un par de metros, estaban mis anteojos. De manera poco elegante, gateé hasta ellos y emprendimos una retirada táctica.

Por suerte, los otros negociadores tuvieron más éxito. La cana se retiró, nuestra gente –porque era nuestra– comenzó a desmontar las barricadas. La ceremonia se hizo, sólo que hostigando de manera casi total a la banda militar de música que se atrevió a pasar por ahí.

Años después fui torturado, mucho tiempo preso, con gran riesgo de no contar el cuento, pero la enseñanza que me dejó ese trompazo fue para siempre: HAY QUE ESTAR DEL LADO CORRECTO DE LA BARRICADA.

Ah, y les cuento, fue el día más feliz de mi vida.

Aquella consigna nos hablaba de un mundo idílico: nosotros, Cámpora, Perón, queríamos lo mismo, sólo había que ir paso a paso. Las maniobras de Lanusse habían impedido la presencia directa de nuestro líder, y ahí estaba el Tío para suplirlo. ¿Pensábamos que lo reemplazaría? Por supuesto que no. Sí que estábamos más cerca de él por su presencia en la Argentina y porque el General era algo así como un ser intocable e invencible que hacia maniobra difíciles de entender, a veces no tanto por nosotros sino por nuestros adversarios, a los que confundía una y otra vez. Habíamos hecho la campaña en ese convencimiento aunque la conducción de los Montoneros y los más cercanos al Tío, Righi, Mario Cámpora, ya habían percibido tempestades cercanas aunque no sabían aun como manejarse al respecto. Ese 25 de mayo habíamos ganado. ¿Pero quienes eran esa primera persona del plural? ¿Perón? ¿Perón y Cámpora? ¿Perón, Cámpora y la juventud? ¿Perón, Cámpora, la juventud y el sindicalismo? Ese nosotros todavía no se había desgajado y no percibíamos que ello fuera a suceder. Más bien sospechábamos una evolución favorable con sobresaltos, pero nada inmanejable.

Consigna, pues, llena de ilusiones y de victorias. Consigna que se iría desgajando rápidamente en pocos meses. Menos de 30 días después de aquel día tan pleno, que supo cantar Benedetti de manera inigualable, ocurría la masacre de Ezeiza. El enemigo ya no eran los militares sino un sector del propio peronismo. Y Perón no supo, no quiso o no pudo (el lector elegirá a su gusto uno de estos verbos) resolver ese intríngulis. Ora apoyado en algunos grupos, ora en otros, el gobierno se fue desangrando de manera muy desagradable para nuestras esperanzas y nuestros sueños. Perón veía mejor que nadie el contexto internacional y la imposibilidad de transformaciones importantes cuando el Departamento de Estado tenía políticas activas contra gobiernos populares. Sabía que le restaba poco tiempo de vida, no supo armar una sucesión digna, y los logros económicos obtenidos en poco tiempo contrastaban con el clima político, en el cual el desangelamiento de aquella consigna tan querida constituyó un ancla tan poderosa que recién 16 años después, modificaciones sustantivas mediante, volvió a haber un gobierno peronista.

Una lección: romper las alianzas preelectorales nos manda al peor de los mundos posibles. No sólo la derrota política sino la desesperanza de los que lucharon para llegar a la victoria. Queda en el corazón aquella consigna de alegría y de triunfos imaginarios.

 

 

 

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