CAMINO A LA ALEGRÍA

Dos grandes artistas repasan sus vidas y encuentran algo muy parecido a la serena felicidad

 

Entre las consecuencias del transcurso del tiempo, se volvió inescapable la sumatoria de discos otoñales —álbumes de despedida, diría— de artistas a los que admiré toda mi vida. Me refiero a obras que fueron concebidas de ese modo, sabiendo o intuyendo que serían lo último que difundirían. Lo hicieron primero David Bowie con Blackstar (enero de 2016) y luego Leonard Cohen, con You Want It Darker (octubre de 2016). Bowie murió dos días después de la distribución internacional del álbum, el 10 de enero. Cohen murió dos semanas después de la edición del suyo, el 7 de noviembre. Espero que ni Paul Simon —que acaba de difundir Seven Psalms (Siete salmos)— ni Peter Gabriel —que viene soltando con cuentagotas las canciones de i/o— tengan planes tan drásticos.

Simon, que hoy tiene 81 años, me fascinó desde que estuve en condiciones de elegir qué escuchar. Sus discos junto a Art Garfunkel figuraron entre las primeras razones por las que ahorré dinero. Casi medio siglo después, sigo escuchando, cantando y tocando con la guitarra joyas como America y The Only Living Boy In New York. También seguí su carrera solista —Still Crazy After All These Years es una maravilla—, antes y después del batacazo que supuso Graceland, su excursión por los ritmos africanos. Lo considero uno de los mejores poetas del pop-folk de fines del siglo XX, y un gran melodista. Pero, por alguna razón que se me escapa, no forma parte del puñado de nombres que se citan cuando alguien menciona a los imprescindibles que aún caminan entre nosotros.

 

Paul Simon.

 

 

Seven Psalms es su álbum solista número 15. Una pieza particular, aun cuando no quisiésemos considerarla un álbum de despedida. Se trata de una grabación breve, poco más de media hora, constituida por siete canciones de tratamiento acústico presentadas como un bloque, engarzadas entre sí, para instar a la escucha completa. (A diferencia del modo de descarga que hoy favorecen las plataformas, canciones sueltas antes que conceptos completos.) Del mismo modo, las letras se dejan leer como una única pieza poética. Comunican una reflexión agridulce y a la vez un hosanna, un acto de agradecimiento a la vida, concretado desde su ocaso. ("He estado pensando en la Gran Migración", arranca Simon, para que no queden dudas.) Y por eso, porque se sabe a punto de "migrar", Simon habla tan sólo de las cosas que importan.

Por un lado del misterio de la existencia, que solemos personalizar en Dios. Un Dios que, precisamente por su naturaleza inefable, nunca se deja asir. Simon lo describe en el arranque como algo sólido: "Dios es mi ingeniero / Dios es la tierra sobre la que corro / ...Dios es un bosque virgen / Dios es un guardabosques". Después lo imagina como algo a ser temido: "El señor es el virus del Covid / El Señor es el océano que se eleva / El Señor es una espada veloz y terrible". A continuación cuestiona su efectividad como mandamás o medida de todo: "Dios es una bocanada de humo / Que desaparece cuando sopla el viento / El Señor es mi broma personal / Mi reflejo en la ventana". Y finalmente lo acomoda en el estante correcto, reconoce su verdadera función: "El Señor es mi productor musical".

Puede que a muchos se les escape la sutileza, porque la mayoría ignora para qué cazzo sirve un productor musical, pero es una idea de riqueza que merece ser desbrozada. Ahí se entiende que Simon no habla de un ingeniero civil sino de uno sonoro, que junto con el productor musical son los que plasman tu ensueño, los que te ayudan a ponerlo en acto — siempre y cuando traigas buen material original y les expliques qué querés con claridad y determinación. El ingeniero y el productor ayudan a concretar la conexión con los otros, el público que te escuchará si todo va bien. Pero en último término la responsabilidad es tuya, porque cada uno es el artista de su propia vida y uno es su propia obra. "Dios es la música que escucho / En lo profundo del valle y en los escenarios", concluye.

 

Garfunkel & Simon.

 

A partir de allí, Seven Psalms se dedica a celebrar el amor. Treinta y pico de años atrás, Leonard Cohen —otro chico judío— definió el amor como "el único motor de la supervivencia", en medio de una canción apocalíptica. Aquí Simon se suma al coro que canta en la misma dirección:

El amor es como una trenza

Dicen algunos, y yo no lo pongo en duda

Caparazón de caracolas

Delicados peines de jade

Para tejer como ornamento.

Por supuesto, Simon no niega el dolor que constituye uno de los hilos de esa trenza:

Viví una vida de penas placenteras

Hasta que llegó la verdadera

Y me partió al medio como una ramita

En medio de una tormenta de invierno.

Pero, una vez que uno mira hacia atrás y lo considera todo en contexto, cada cosa ocupa su lugar:

Dale, llevate mis quejas hasta la costa

Y diluilas en la marea.

Todo lo que importa es el uno que se convirtió en nosotros.

Entonces suena la voz de Edie Brickell, compañera de Simon desde hace más de treinta años, que canta:

No hay punto de llegada para nosotros

La luna y las estrellas son nuestras habitaciones

Mi chico y yo fuimos siempre una especie de refugiados.

..............................

Él ya no habla mucho

Sólo se dirige a las voces que están en su cabeza.

 

Simon y su compañera, Edie Brickell.

 

Simon repasa su vida entera —la niñez, las rutas durante las giras, la precariedad del momento presente en la historia mundial ("Es una pena que el daño hecho / Deje tan poco margen para restañar")— y de repente, ante la inminencia del final, pide que no lo apuren: "Esperen / No estoy listo / Déjenme empacar mis cosas... / Mi cabeza está lúcida aún". Es un instante de zozobra previo al final: La Última Tentación de Paul Simon, diría, parafraseando a Kazantzakis y a Scorsese. Pero en esa instancia se deja llevar por la intuición correcta y apela a su amada: "Te necesito acá, a mi lado / Mi bella guía en este misterio / La vida es un meteoro". Eso lo que es, ¿quién de nosotros lo discutiría? Una luz fugaz que cruza el firmamento y se pierde, lo que tiene lugar —como este álbum— entre la campanada inicial y el dron que precede al silencio. Con la compañía indicada a su lado se permite la aceptación, que entonan a dos voces:

Es bello, el cielo

Casi como el hogar

Niños, prepárense

Es hora de volver a casa.

Ojalá haya más canciones en el tintero de Paul Simon. Porque, así como "nada muere de demasiado amor" —eso dice uno de los versos del álbum—, nadie puede morir por sobredosis de belleza, y eso es lo que son las canciones inolvidables: "Toda la abundancia de la vida / Condensada en una gota". Pero si no hubiese nuevas canciones de parte de Simon, estos Siete salmos servirían como perfecta coda a una de las obras más luminosas de la música popular.

La última palabra que Paul y Edie entonan juntos es amén, que significa: así sea.

 

 

 

 

 

Del Génesis a la Revelación

La obra de Peter Gabriel me acompañó desde la adolescencia. Primero a través de Genesis, una banda de lo que por entonces se llamaba rock progresivo o sinfónico y que, en esencia, narraba largas historias arropadas por suntuoso vestuario musical. No teníamos forma de comprobarlo, en tiempos donde los grupos del rock inglés no llegaban a Sudamérica y no existía ni la tecnología del VHS, pero de todos modos sabíamos que los shows de Genesis tenían una elaborada puesta teatral y que Gabriel, principal vocalista, solía interpretar distintos personajes, llegando al punto de cargar con disfraces muy elaborados: de zorra, de viejo, de Britannia, de flor, de Guardián de los Cielos.

 

Peter Gabriel, a comienzos de los '70.

 

Por entonces yo era un crío fascinado por las mitologías que están en los cimientos de nuestra cultura. (Fascinación que subsiste, aun cuando ya no puedo pretenderme inocente.) Y las letras de Gabriel abrevaban en muchas de ellas. La imaginería apocalíptica de Supper's Ready, el Tiresias —adivino ciego y hermafrodita, parte del mito edípico— que aparece en The Cinema Show, y la lamia seductora y monstruosa de la mitología griega que asoma en The Lamb Lies Down On Broadway, servían a Gabriel para hilar cuentos fantásticos, un tejido que mantenía a raya al mundo común y corriente. Y el adolescente que fui a mediados de los '70 estaba feliz de dar la espalda a una realidad que era de todo, menos esplendorosa.

 

El joven Gabriel.

 

Pero en The Lamb, que salió a fines del '74 y debe haber llegado aquí durante el año siguiente, Gabriel empezó a prestar atención al mundo real. El disco doble, una obra conceptual, narra un viaje a una suerte de inframundo o mundo alternativo, donde se exhiben desde criaturas mitológicas hasta seres imaginados por Gabriel como los slippermen, llenos de extrañas protuberancias y con genitales desproporcionados. (Disfraz que, durante las presentaciones en vivo, complicaba locamente su performance.) Pero el punto de vista tenía firmes raíces en el presente, ya que su protagonista era un marginal de la Nueva York contemporánea: Rael ­—anagrama de real, precisamente—, un joven de ascendencia portorriqueña que parte de su mugroso mundo cotidiano hacia una odisea de autodescubrimiento. En esencia, Rael fue el tajo que separó The Lamb de la producción anterior de la banda, porque corporizaba una mitología que no podía ser más diferente: era un proto-punk, una criatura de la calle, que en consecuencia llevó a Gabriel a cortarse la melena y a vestir de cuero negro, como si fuese el hijo de uno de los Sharks de la West Side Story original (Amor sin barreras). Así, Gabriel se anticipó al cuestionamiento que poco después formularía el movimiento punk respecto de la conservadora artificialidad del rock sinfónico. Pero lo que él vio entonces, sus compañeros de la banda no lo vieron. Gabriel se bajó del tren Genesis apenas terminó la gira de presentación de The Lamb para, ya como solista, cambiar completamente de rumbo. Por su parte, la banda insistió en el surco progresivo durante dos álbumes dignísimos (A Trick of the Tail, Wind & Wuthering), para después disolver su arte en el pop más aguado.

 

 

Al exceso isabelino de sus discos con Genesis, Gabriel le opuso ascetismo. Tituló los primeros discos Peter Gabriel a secas, que el público empezó a identificar con numerales romanos —del I al IV—  o mediante palabras que desprendían de su imagen de tapa: Car (auto) el I, Scratch (rasga) el II, Melt (derretido) el III... El debut solista fue un álbum de transición, que de todos modos incluía joyas como Solsbury Hill y Here Comes The Flood. Recién a partir del segundo, con la colaboración de cerebritos como Robert Fripp y Brian Eno, Gabriel definió el segundo tramo de su obra: de un sonido electrónico y seco, vanguardista antes que contemporáneo, que llevaba las fronteras de la canción y del pop a zonas de extrañamiento que inquietaban a las radios y funcionaba como una suerte de soundtrack para el colapso nervioso que es norma en la vida moderna.

A ese respecto, Peter Gabriel III, que es del '80, sigue siendo una pequeña obra maestra. Es el diario sonoro de la desintegración de una personalidad, escrito más de una década antes de American Psycho (1991), la novela que consagró a Brett Easton Ellis. A primera oída fue tan malinterpretado, que el capo de la discográfica Atlantic, Ahmet Ertegun —que no era sordo precisamente, fue uno de los más grandes difusores del soul y el descubridor de Led Zeppelin— creyó que Gabriel se había vuelto loco y preguntó si había estado internado en un neuropsiquiátrico, porque leyó de forma literal una de las canciones del disco, Lead A Normal Life. El malentendido le llevó a rechazar la edición del álbum, lo cual perturbó a Gabriel: justo cuando creía haber encontrado el camino, la senda que quería transitar, la industria le cerraba la tranquera en la cara.

 

 

Es cierto que aquellas canciones, que hablaban de un hombre blanco cada vez más aislado —prisionero de su propia cabeza—, podían ser angustiantes. Pero la canción que cierra III abrió la grieta que de allí en más Gabriel ahondaría, para desenterrar el resto de su obra. Biko habla del líder anti-apartheid Stephen Biko, que fue torturado hasta morir en el '77 por la blanquísima policía sudafricana. A través del ritmo negro que vertebra la canción y de la historia que narra —una entre millones de violaciones a los derechos humanos que nos rozaron durante el último medio siglo—, el narrador de sus canciones abandona la prisión mental y conecta definitivamente con su cuerpo y con el mundo. Como si hubiese entendido, al fin, que demasiadas cosas jodidas pasan alrededor, para darse el lujo de calzarse un chaleco de fuerza de forma voluntaria.

Uno puede soplar una vela y apagarla

Pero no puede soplar y apagar una hoguera

Una vez que las llamas se despliegan

El viento no hará otra cosa que alimentarlas.

 

 

 

 

De todos modos decidió agotar la vena experimental en Peter Gabriel IV, que el sello Geffen obligó a rebautizar Security en los Estados Unidos. Había allí una canción, Wallflower, que recreaba la experiencia de tantos presos políticos en la Latinoamérica de aquellos años y terminaba diciendo:

Podés desaparecer

Pero no te olvidaremos

Y yo te digo

Que haré lo que pueda hacer.

El silencio que tuvo lugar entre IV y su álbum siguiente fue inusualmente largo —cuatro años— y coincidió con la eclosión del fenómeno MTV y el surgimiento del videoclip como vehículo expresivo. Por eso mismo, no bien Gabriel difundió su disco So (1986) se percibió al toque que estaba intentando algo distinto. Para empezar, en términos de su propia imagen. Era la primera vez que se lo veía a cara limpia, sin cristales mojados de por medio o a través de fotos Polaroid intervenidas o videos que deformaban sus rasgos. Parecía un tipo normal, nomás, maduro y elegante. (Aunque hoy, al contemplar aquella foto de tapa de Trevor Key, registro en su expresión una tristeza o un agobio que antes no percibía.) Pero además, acompañó su lanzamiento con videoclips que aprovechaban al máximo las posibilidades expresivas del género: el dúo con Kate Bush Don't Give Up —que expresaba la desesperanza de la clase trabajadora durante la era thatcheriana— y la animación cuadro a cuadro de Sledgehammer, producida con la ayuda de los geniales hermanos Quay y del estudio Aardman Animation. La música de Sledgehammer era irresistible, un ejercicio en materia de soul que remitía a las canciones que elegía escuchar de adolescente, cuando se rateaba de la escuela con su amigo Tony Banks y pasaban horas en una disquería. Pero el videoclip también era un imán para los ojos. Todavía hoy se considera Sledgehammer como la canción que MTV difundió más veces en su historia.

 

 

Producido por Gabriel junto a Daniel Lanois, So exhibe además un sonido diferente: menos electrónico, más orgánico, a consecuencia de la creciente fascinación de Gabriel por lo que poco después pasó a llamarse world music — música étnica, los sonidos inadulterados del Tercer Mundo, de los que se convirtió en difusor a partir del festival WOMAD. Lanois fue útil también a la hora de poner coto a la insatisfacción de Gabriel con sus canciones y su tendencia a procrastinar. Llegado un momento, el productor rompió el teléfono de la finca donde grababan —Ashcombe House en Bath, Somerset— y clavó la puerta del estudio encerrando a Gabriel, hasta que terminase con lo que se le reclamaba. El resultado fue un álbum que no sonaba alienado sino épico, tanto en su sentido más literal —Red Rain es una canción de intensidad operística— como en el simbólico, desde que todas sus emociones son objeto de un tratamiento épico, incluyendo las íntimas. In Your Eyes es una épica canción de amor. Y hasta Mercy Street, que no puede ser más delicada en su recreación de la historia y de la poesía de la escritora Anne Sexton, expresa una visión épica de las posibilidades creativas de nuestra especie: "Todos los edificios / Todos los autos / Fueron alguna vez un sueño / Dentro de la cabeza de alguien... / Las palabras sostienen como sostiene el hueso".

So fue el exitazo que sacó a Gabriel del nicho de artista de culto y lo convirtió en megaestrella internacional. (Paradójicamente, el disco perdió el Grammy ante otro álbum que también transformó a su creador. Mediante Graceland, que también era una muestra de la fascinación occidental por los sonidos del Tercer Mundo, Paul Simon dejó de ser un cantautor respetado y se convirtió en hit mundial.) Todavía cabalgaba Gabriel sobre esa ola cuando llegó aquí como parte de una gira organizada por Amnesty, de la cual participaron también Bruce Springsteen y Sting, quien subió a las Madres al escenario. Durante la conferencia de prensa, le pregunté a Gabriel sobre una canción que había escrito sobre Víctor Jara, el artista chileno que fue víctima de la dictadura de Pinochet. (Le cortaron la lengua y los dedos, de hecho la canción se llamaba Las manos de Víctor Jara.) Todavía no pierdo la esperanza de que alguna vez desempolve aquella música, que por entonces decidió guardarse pero que parecía tan indicativa como Red Rain y Don't Give Up de la nueva dirección que había tomado.

 

Peter Gabriel, hoy.

 

Con So, Gabriel arribó a su madurez como artista. Sin perder nunca el espíritu aventurero, fue despojándose de la hojarasca cultural que le había servido de disfraz, y por ende para ocultarse y protegerse, y asumiendo sus sentimientos más profundos. ("La gran fachada arderá pronto", canta en In Your Eyes, "Sin un solo ruido, sin mi orgullo / me acerco a vos desde mi interior".) En una trayectoria paralela a la del David Byrne de los Talking Heads, su evolución es la del hombre blanco que escapa de las garras de una sociedad enajenada a través de los ritmos más primitivos. Gabriel tiende a la melancolía —su voz expresa desgarro—, pero sonríe como un crío cuando se entrega al ritmo en escena y baila con sus músicos como uno más de la tribu. La parábola de tantos artistas occidentales, cuya obra termina describiendo la lucha por conectar la cabeza con las tripas, de abandonar la disociación para volverse uno, íntegro y, por ende, honesto por primera vez: "Basta de negación", canta en Red Rain. "Voy hacia vos, las defensas bajas / Con la confianza de un niño".

 

 

 

 

 

Música de lunas llenas

i/o es el décimo álbum solista de Gabriel y viene festoneado por los chiches mentales que se le dan tan bien. Para empezar, las letras io ya vienen parecidas de fábrica al número 10. Formalmente, el título es abreviatura de in / out o de input / output, lo que podría traducirse de varias formas: adentro / afuera, y también lo que entra / lo que sale, en referencia a una conciencia esencial que Gabriel explica en la canción homónima:

Soy apenas una parte de todo

.....................

Estamos convencidos de vivir separados

Porque tenemos dos piernas, un cerebro y un corazón

Pero todos pertenecemos al todo

A las ventosas del pulpo y al ala del zopilote

A la trompa del elefante y al aguijón de la abeja que zumba

....................

(Somos) Algo que sale, algo que entra

...................

Soy apenas una parte del todo.

La letra me arrancó una sonrisa porque me recordó a Pancho Angulo, profesor de biología de la secundaria —español, religioso marianista— cuya filosofía siempre me pareció un tanto reduccionista: "El hombre —solía decir Pancho— es un tubo que come y descome". Así como entendía el sentido de aquella definición, hoy entiendo a qué apunta Gabriel. En sentido contrario a la individuación compulsiva que propone nuestra cultura (un proceso que empuja a convertirnos en islas mentales, en consumidores antes que en ciudadanos), nuestra naturaleza orgánica, la forma en que estamos hechos, nos conecta e integra al todo. Somos containers que viven metiéndose dentro cosas —materiales e inmateriales— y sacando otras afuera, y que también reciben constantemente tiempo nuevo, un presente fresco, que al instante se nos va de las manos. Nuestra concepción en el vientre materno le arrebata materia al universo para meterla dentro de un odre nuevo, que es nuestro cuerpo; y cuando morimos, se la devolvemos mientras le agradecemos por los servicios prestados. In / out, out / in : así de simple, así de profundo.

Gabriel siendo Gabriel, no iba a perpetrar la simpleza de lanzar un álbum de una, como hace todo el mundo. Viene soltando de a una canción desde comienzos de año, con cada luna llena. (Aquí hay que recordar que Ío, además de amante de Zeus y versión griega de la diosa egipcia Isis, es una de las lunas de Júpiter — Júpiter que es Zeus, todos lo sabemos.) Y en esas ocasiones no larga una versión del tema, sino tres a la vez, que define como Dark-Side Mix —la Mezcla del Lado Oscuro, a cargo de Tchad Blake—, Bright-Side Mix — la Mezcla del Lado Luminoso, a cargo de Mark "Spike" Stent— e In-Side Mix, a cargo de Hans-Martin Buff. Todo lo cual significa que, surcando junio, contamos ya con seis canciones por partida triple. Que, al ser botadas al mundo, vienen además acompañadas por la obra de un artista visual distinto. (Gabriel tiene una sensibilidad particular en esta área, que no sólo ha demostrado en sus videos sino también en la elaborada puesta escenográfica y lumínica de sus shows.) Este mes, por ejemplo, la canción Road to Joy salió vestida por una obra de Ai Weiwei, llamada Dedo medio en rosa — que muestra, en efecto, una suerte de mandala hecho de manos que hacen fuck you.

 

Gabriel en vivo, hoy.

 

Técnicamente, el álbum debería darse por cerrado a fines de este año, para ser editado por su propio sello, Real World Records. Pero como este sistema de delivery le está dando satisfacciones, y además está sentado encima de una cantidad de canciones que excede en mucho el número de meses del año, es probable que siga lanzándolas periódicamente al mundo de esta manera... o que i/o se convierta en un work in progress que dure el resto de la vida de Gabriel, e incluso más allá.

¿Qué es entonces i/o, o por lo menos la parte de i/o que Gabriel ha revelado hasta ahora? Para empezar, es su primer material original en 21 años. (Su último álbum, Up, es de 2002, mientras que Scratch My Back, del año 2010, era un disco de covers, y New Blood, del año 2011, traía nuevas versiones de temas ya difundidos.) Las seis canciones estrenadas constituyen un puñado de lo más poderoso y consistente que haya grabado en su trayectoria. Tienden, además, a estar construidas sobre una tensión interna que espeja un ida y vuelta, la misma dialéctica que existe entre el concepto de lo interior (in) y lo exterior (out). Desde sus diferencias individuales articulan una reflexión otoñal sobre la experiencia de vivir en este mundo, tan honda como emocional. Y aunque Gabriel evitó hasta hoy atarlas con el lazo de un concepto unificador, están ligadas por un mismo ánimo: el del tipo que, a las puertas de la Gran Migración, echa una última mirada evaluatoria al mundo que lo rodea, mira hacia atrás, contempla lo vivido y agradece la aventura existencial que le tocó.

Panopticom usa el concepto de Jeremy Bentham reconfigurado por Foucault. Cada ser humano funciona hoy como célula de una red por la cual circula una cantidad descomunal de información, creando en nosotros la sensación de que podemos verlo y saberlo casi todo. Esta posibilidad debería jugar en favor de expandir nuestra conciencia. De hecho, Gabriel reivindica el uso que de estas herramientas hacen organizaciones como Forensic Architecture y la organización de derechos humanos WITNESS. Pero la pregunta —la duda— relativiza la data que recibimos y nuestra capacidad de decodificarla y asimilarla: "¿Cuánto de todo esto es real?", se pregunta Gabriel.

Asistido por alguno de sus secuaces habituales —Tony Levin, David Rhodes, Manu Katché, Brian Eno—, la música de Panopticom se balancea entre el misterio y el pedido de ayuda: "Toda la info está fluyendo hacia nosotros / Te enfrentás a la veta madre / Tentáculos a tu alrededor".

 

 

 

 

Sobre un ritmo tribal, The Court cuestiona la posibilidad de que exista justicia verdadera en un mundo donde "perdimos la línea que existía entre lo bueno y lo malo / entre lo cuerdo y lo demencial". En la canción anterior Gabriel se mostraba ambiguo respecto del fenómeno que deriva del vivir conectados a la Gran Red, y vuelve a ser ambiguo aquí respecto de nuestros sistemas judiciales, que "imponemos —dice— para tratar de introducir un elemento de orden en el caos. ...Aunque constituye parte esencial de una sociedad civilizada, suele usarse de modo abusivo y discriminatorio. Necesitamos repensar cómo se lo instrumenta y emplea". Tal como está la cosa, dice en el estribillo, "la Corte se pondrá de pie / mientras todos los pilares caen... / Todas nuestras vidas están en venta".

 

 

 

 

Playing For Time es una canción tan bella como melancólica, que fluye sobre el piano de Tom Cawley y los arreglos orquestales de Ed Shearmur. Me suena a escena de musical de Broadway, por momentos parece obra de Randy Newman. Reflexiona sobre "el tiempo —dice Gabriel—, la mortalidad, los recuerdos y la idea de que cada uno de nosotros posee un planeta de recuerdos almacenados en el cerebro". La tensión interna de la pieza está planteada entre la fugacidad del tiempo de que disponemos ("El reloj sigue haciendo tictac... / Todas las cartas están sobre la mesa / Y todas las manos se han jugado ya / Todos jugamos para ganar tiempo") y la eternidad de los recuerdos que supimos forjar: "Todo lo que me importa / Lo conservo aquí / A todos aquellos que amo, dentro mío.../ Cada momento al que le dimos vida / Tanto los ridículos como los sublimes".

 

 

 

 

La canción i/o prolonga esa mirada contemplativa —hasta musicalmente, mediante el piano—, pero le da un spin hacia el goce, la satisfacción que deriva del recordar que somos parte de algo más grande y hasta sublime. "Aunque no dejemos nunca de ser individuos conflictuados —dice Gabriel—, si pudiésemos conectarnos mejor, sentirnos parte del todo, podríamos aprender algo, ¿o no?" Así como aspira a integrarse al fenómeno de la vida, la voz de Gabriel se funde gozosamente con las gargantas del Soweto Gospel Choir, y juntas te llevan al cielo.

 

 

 

 

Four Kind Of Horses alude a la parábola budista que describe las diversas formas de aproximarse a la práctica espiritual. La paradoja que Gabriel explota aquí es aquella que existe entre el deseo de trascendencia que encarna cada religión y el modo en que ese anhelo suele ser manipulado para conducir a la violencia y el terrorismo. (Algo que no es patrimonio exclusivo de la fe musulmana, por cierto. La nueva ultra-derecha occidental reivindica su raíz cristiana con una agresividad que no veíamos desde la Edad Media.) "Ah, vos decís que sos algo diferente", canta Gabriel, "pero estás haciendo lo mismo otra vez".

 

 

 

 

La sexta y hasta hoy última canción se llama Road To Joy, o sea Camino a la alegría, o bien al júbilo. Aquí Gabriel apela al ejemplo más hiperbólico de esa constante de su obra de la que ya hablé, el deseo de salir de la cárcel de la individualidad para conectar con algo más grande: el Síndrome de Enclaustramiento o Locked-In. Como el que sufrió el francés Jean-Dominique Bauby, que después de un ACV quedó cuadriplégico y sólo conservó dominio muscular sobre el párpado izquierdo. (Lo cual no le impidió "dictar" de algún modo su libro de memorias, La escafandra y la mariposa.) Pero lo que cuenta Gabriel en la canción es lo que siente alguien que deja atrás esa existencia claustrofóbica y vuelve "a sentir, a la vida, al mundo".

Justo cuando pensabas que la cosa no podía ser peor

La mente te reveló el universo.

................................................

De regreso al mundo

Recorriendo el camino hacia el júbilo.

 

 

 

 

"La excitación y la energía de la canción me emocionó", cuenta Gabriel. Escucharla, por cierto, fue lo que me decidió a escribir esto. Road To Joy me contagió su alegría, la del artista que, sabiéndose en el tramo final de sus días, entiende que tiene mucho que celebrar: tanto lo que ya logró —que lo llena de merecida satisfacción— como la anticipación de lo que resta por vivir, incluyendo, por supuesto, la aventura de tomar el camino señalado por el cartel que dice out y que lo devolverá al universo del que provino, 73 años atrás.

En estos días está en los inicios de una gira europea. Vi en YouTube un registro casero de su actuación de fines de mayo en Munich, interpretando Road To Joy. La banda y la puesta son magníficas, como es habitual en sus shows, pero Gabriel está grande. Su voz no muestra mella alguna, pero se lo ve panzón y usa una pilcha que no lo beneficia, una suerte de chaleco sin mangas demasiado largo. Como además lleva la bocha calva y ya no baila sino que camina el escenario, parece un palo de bowling con brazos y patitas. Pero si llegase hasta acá, gastaría la guita que hubiese que gastar para volver a verlo, como hice cada vez que pisó este país. Porque sigue siendo un artista relevante y además uno que considero esencial a mi derrotero por este mundo.

Crecí con él y aprendí lo que aprendió, a su mismo ritmo. Me ayudó a desembarazarme de mis disfraces y a reducir el ruido que existía entre mi adentro y mi afuera. Llenó mi vida de emociones divinas y de placeres sensoriales e intelectuales que no hubiese experimentado en su ausencia. Mi propensión al melodrama y a la melancolía encontró un eco perfecto en su arte. Por eso, si se cumple la ley cronológica no escrita y se va de este valle antes que yo, sentiré que pierdo al hermano mayor que no tuve. Pero claro, aun en ese caso quedaría su música, que ya forma parte del planeta de mis mejores recuerdos. Y por supuesto, persistiría la secreta esperanza de que cada luna llena traiga una nueva canción.

Todos estamos jugando para ganar tiempo.

 

 

 

 

 

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