El camino por el que camina se retira

Segunda parte del homenaje de Horacio Verbitsky y Sévane Garibian a la bailarina Noemí Lapzeson

 

En escena, “Un instante”, en 1991. Es la primera vez que la veo. Acabo de llegar de El Cairo, la ciudad de mi infancia, para estudiar en Ginebra, el lugar de mi nacimiento. Ella viene de la Argentina –país que tendrá, más adelante, una importancia mayor en mi recorrido– y vive en Suiza desde 1980. La veo bailar un texto sobre una silla. Bailar un texto (del sueco Stig Dagerman que yo descubro entonces y me acompaña hasta ahora) sobre una silla. Esa es Noemí: bailar las palabras (dichas por ella misma, la voz en off) casi inmóvil pero toda habitada por el movimiento. Nuestra necesidad de consuelo es insaciable. Un texto poderoso y ella, sublime, escultural. Su solo es un homenaje a Martha Graham, bajo cuya dirección había trabajado doce años en Nueva York, después de haber visto una de sus obras, “Clytemnestra”: lo evocará siempre como un golpe estético que la dejó muda durante varios días.

Trabajar con Graham era una manera de vivir (… ), una manera de hacer y de estar en el escenario que le era propia y que tenía una dureza extrema (…) Yo tenía miedo todo el tiempo.” *

Al día siguiente me inscribo en su curso de danza contemporánea. Noemí entra en mi vida y no saldrá más. Nos perdemos de vista cuando me instalo en París en 1998, para reencontrarnos diez años más tarde en un cine ginebrino, por azar. No estoy allí más que de paso, en camino a Buenos Aires, rengueando y con muletas por una lesión producida por la danza. En la sala a oscuras, ese domingo de primavera o verano, dos personas: ella y yo, diez años después, una al lado de la otra, para ver “The Misfits” (Los inadaptados) de John Houston, el film que nos reúne sin que lo sepamos. Estamos solas frente a la pantalla y nos reímos.

“¿Que significa Buenos Aires, mi ciudad? Conocida y desconocida. Familiar y totalmente extranjera”.

Mi partida a la Argentina la conmueve y la alegra. Me sonríe con la gran sonrisa-sol que irradia sus ojos profundos: “Si te vas así, no volverás más. Prométeme que regresarás y me contarás”, me dice y escribe el número de teléfono de Horacio en un pedazo de papel. “Tienen que conocerse”. Ella insiste: “Sí o sí.” Es el comienzo de una nueva etapa. Ya no bailo más bajo su égida y el diálogo continúa: menos físico, más verbal. Las historias, los recuerdos, los pensamientos, las preguntas. “¿Lobo estás?”, me escribe con malicia cuando no le envío con la suficiente rapidez las prometidas noticias de la Argentina. Más tarde, en 2011, recorremos juntas las calles de su Buenos Aires natal cuando ella presenta “Tangos Ecclesiasticos”. En el desvío de una frase, en nuestros paseos por la capital que adoraba aunque la fatigaba tanto, aprendo que su primera profesora de danza se llamó Lia Nercessian de Sirouyan ­—“armenia, como vos”, puntualiza ella y demanda que le cuente la historia de mi familia. Me escucha, atenta, y me escruta como lo haría una niña dispuesta a asombrarse de todo.

“El encuentro con la gente, ahí donde se encuentra el espacio poético”.

Noemí amaba compartir su amor por la poesía, en particular la argentina y las palabras de Roberto Juarroz, en cuyo homenaje había bautizado su compañía (“Vertical Danse”), creada en 1989. Ella hacía lecturas públicas, acompañada por Eduardo Kohan en saxo. En su última entrevista filmada, realizada en Ginebra el 22 de enero de 2015, elije nuevamente leer a ese poeta. Y luego fija su vista en la cámara.

¿Por qué estamos aquí?

Este no es nuestro lugar.

¿Habrá un lugar para nosotros

en alguna otra parte?

Tal vez nos defina,

como la luz al día,

no tener un lugar en ningún sitio.

Pero también nos define que

podemos

crear un lugar.

Y sólo se encuentra algo

en un lugar que se crea.

Hasta se encuentra uno a sí mismo,

si es posible encontrarse.

 

La danza, para Noemí, es también eso: poner en escena los lazos con la poesía, la música y el teatro para “des-danzar”. Des-danzar la danza, decía ella con alegría y convicción, lleva a no trabajar sólo con bailarines e incluir otras formas de expresión. Invitar a la escena a poetas, músicos y actores ­preferentemente hombres, como para subsanar la falta de bailarines masculinos, una falta que deploraba. Y pensar. Un cuerpo que piensa no es acaso el título de la obra que, en 2014, le dedicó la bailarina chilena Marcela San Pedro? Es este “pensamiento del cuerpo” lo que le interesaba sobre todo. El tema de la verticalidad le era esencial a ella, que no comprendía la violencia de este mundo. “La verticalidad es un privilegio de lo humano pero, al mismo tiempo, un combate continuo, una victoria a reconquistar sin cesar. Estamos continuamente amenazados por la animalidad o el angelismo, con los pies en el barro y la cabeza en las estrellas, como las esculturas de Giacometti.” Noemí me interrogaba frecuentemente con su mirada, una mirada que quería decir: “¿Cómo podés trabajar sobre esos horrores?” El espacio danzado era un medio para salir de este mundo, ir hacia otro lugar.

 

“I have a child now”

Y después viene Saint-Laurent, el lugar donde nace su hija Andrea. “I have a child now”, le responde a Graham cuando le propone reincorporarse a su compañía. Saint-Laurent, o su puerto de paz en el sur de Francia, su refugio desde donde me escribe un día de agosto de 2009: “Hace ya cinco semanas que no hago otra cosa que leer y mirar el cielo. ¿Cómo reencontrar a la ciudad?” Leer y mirar el cielo. Eso es lo que hacía cuando no enseñaba. El aprendizaje permanente por la transmisión –“la cadena de la transmisión”– es lo que le importaba. Noemí mueve poco a poco esta enseñanza que toma sus bases en Martha Graham y evoluciona hacia la suavidad aportada por el yoga y el tai-chi, técnicas que practica con asiduidad. Ella ofrece aquí lo que no ha recibido. Y, además del trabajo exigente y el rigor, integra la paciencia. El tiempo. La exploración, la empatía, la búsqueda, la extensión de la respiración. Ella no reproduce. Transforma. Lo hace durante cincuenta años, hasta 2014, con disciplina, y su eterna curiosidad, su deseo de ser sorprendida y de descubrir. Quiere ver a las personas poner en movimiento lo que llevan en ellas mismas, tanto por medio de la enseñanza como de la creación. Sus obras se encadenan en torno a títulos que traducen su amor por las palabras tanto como por el cuerpo –su amor por el lenguaje: “One was the other” (Una era la otra), “There is another shore, you know” (Hay otros horizontes, ¿sabes?), “Limbes: état vague” (Limbos, estado vago), “La question muette” (La pregunta muda), “Péril à parler et à se taire” (Peligro de hablar y de callarse), “Géométrie du hasard” (Geometría del azar), “L’une était l’autre et les deux n’étaient aucune” (Una era la otra y las dos no eran ninguna), “L’alphabet de la terre en mouvement” (El alfabeto de la Tierra en movimiento), “Le chemin où tu marches se retire” (El camino por el que caminas se retira)… Noemí tenía algo para decir. Ella, que buscaba transmitir sin crueldad, experimentaba la crueldad de la danza que acabaría, con el tiempo, arruinando su cuerpo. Al final de la entrevista de 2015 desliza repentinamente, como una confesión inconfesable: “A veces digo que no hay que bailar. Uno se hace tanto mal”.

“Mírame, yo ya no puedo casi bailar. La danza es, sin embargo, mi vida; ella está en mi vida, en la manera en que despierto y me duermo cada día. En mi manera de ver el mundo”.

A pesar de todo, la danza quedará, como un eco del texto de Dagerman que Noemí llevaba consigo, “un consuelo que sea más que un consuelo y más grande que una filosofía. Es decir, una razón para vivir”.

 

 

(Traducción: Diana Theocharidis, Diego Fisherman)

 

 

  • Las citas en itálicas son extractos de la entrevista publicada en Un corps qui danse. Noemi Lapzeson, transmettre en danse contemporaine de Marcela San Pedro (MétisPresses, Genève, 2014).

 

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