Campeón en buena ley

El Mundial de Rusia consagró a Francia, con justicia

Francia alzó la Copa y el oro nunca pareció tan reluciente, con sus dos figuras humanas llevando la tierra sobre los hombros hacia una lluvia que venía a ofrecer el dramatismo que a todo confiere. Brilló en las manos de jugadores y Presidentes, como un Santo Grial que fuera elevado a lo más alto del mundo. Algo religioso, místico había en la ofrenda a ese cielo inclemente de rayos y centellas. El estadio quedo envuelto en la bruma y la esfera gris en la que se convirtió el Luznik era atravesada por llamaradas de furia, espadas azules que desde lo alto se hundían en la caparazón del planeta.

Sencillamente feliz, como un chico en la lluvia, Mbappé supo que era la revelación. Abrumadoramente triste, Modrich asumió que era el más grande jugador del mundial. Mejor se lo daban a Hazzard, quizas pensó. Y todo sucedía mientras las tribunas se parecian a una foto de la que no se irían nunca los espectadores, congelados en el gesto elocuente de la victoria y la derrota.

Francia ganó la copa del mundo en buena ley. Su juego aéreo, la mentada capacidad para anticipar en los centros, terminó por desquiciar a los croatas precipitando un gol en contra y un penal que Pitana decidió como un alumno que ante el pizarrón quiere adivinar la respuesta.

Era demasiada adversidad para Croacia. No había padecido ni un ataque de Francia y gol en contra. Empataba al ratito como premio merecido a su despliegue y tras cartón, el penal. Dos delanteros propios donando goles a los adversarios. Ya era demasiado para la fragilidad de una mente que había transitado por demasiadas batallas para llegar hasta esa final.

El partido se estiró desde esa ruptura entre lo que era justo y lo que en realidad había sucedido.

Mbappé lo liquido con una corrida hasta el fondo y un centro atrás que no se veía desde los tiempos de Garrincha, para que Griezman y Pogda firmaran como algo que estaba escrito de antemano. Y con la fortuna como aliada, porque la geometría perfecta del centro pasó luego por algun rebote hasta que la pelota llegó al arco sin que el portero se enterase.

A Héctor y a Aquiles los manejaban en realidad los dioses. Ellos decidían, en sus trifulcas celestiales, quién venceria en el duelo y la batalla. Acaso por eso el espacio de Moscú fue profanado por esa batería de electricidad y fuegos de artificio que clausuró la noche. El espectáculo estaba allí arriba, condenando al simple rol de hombres empapados y felices como criaturas a los protagonistas del podio. ¿Qué dios detrás de los dioses del balón había sido el ganador en ese despliegue de azares que se mezclaban con los méritos deportivos? La borgiana pregunta no tiene respuesta. Puede decirse en cambio, que Francia es un buen campeón. Tiene estilo, savoir faire y un toque africano de calidad que hace multirracial su grandeza.

Siempre fue un poco más que los otros, fueran los sudamericanos o los europeos como Bélgica que en la soñada, si bella, San Petersburgo se quedó con el tercer puesto.

Francia alzó en Moscú siete kilos de oro macizo con un equipo que por su juventud le asegura otras riquezas. Más de una vez el arco del triunfo los verá pasar. El arco de Alejandro I, más pequeño pero tan parecido al de su admirado Napoleón, lucía en Moscú, después de la lluvia, láminas de plata iluminadas desde adentro.

En el centro de una avenida, la mirada se detuvo para imaginar cuánta gloria y cuánto oro habían pasado por allí. Mucha gloria tienen los arcos. Pero es efímera y hay que que renovarla, por lo menos cada cuatro años.

 

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