Carolus Pagni, gramsciano de derecha

El columnista de La Nación se florea con la biblioteca que hasta hace poco apilaba para la hoguera

 

Hace algunos años aconteció una polémica en torno a la pronunciación de los nombres extranjeros. La inició el periodista Carlos Pagni al evocar al ex gobernador Daniel Scioli, cuyo nombre pronunció yoli. (Me resigno, aquí, al impreciso alfabeto latino para la transcripción fonética). Algunos creyeron que se trataba de una burla, pero como Pagni después hizo lo mismo con el nombre del titular del Banco Central, Miguel Ángel Pesce, al pronunciarlo peye, y antes había hecho lo mismo con Miguel Ángel Pichetto, al que llamaba piqueto, fue evidente que parecía ajustarse a una doctrina: pronunciar los nombres según sus formas de origen. No alcanzaba sólo a los nombres propios sino también a los comunes, pues cada vez que tenía que decir Twitter, pronunciaba chuire. ¿Aplicaba esa doctrina a todos los nombres? Desde luego que no: sólo a aquellos cuyas lenguas de origen parecía conocer: el italiano y el inglés, cuando menos. Los que provenían de China, como Huawei, los pronunciaba como podía. No es difícil saber qué haría con alguno que llegue de India o de las desérticas llanuras de Arabia: pronunciarlos como pueda, que no es más ni menos que lo que hacemos todos. De modo que la doctrina tenía hondas intenciones, pero las patas cortas. No podía generar escuela –¡por suerte para Carlos!, al que hubiéramos terminado por llamar Carolus si llegamos hasta su forma medieval latina, o Karl si vamos aún más atrás, hasta su origen germano–. Ahí estamos ante el umbral de otra discusión: ¿hasta dónde debemos remontarnos para fijar el origen de un nombre?

La doctrina que abrazó Pagni era extravagante pero al menos no le pertenecía: era una variación extemporánea del purismo, que alguna vez predicó la República Francesa y, con virulencia, la Real Academia Española, obteniendo éxitos no tan parciales como desparejos. Resignado a la inviabilidad de su fonética, consintió abandonarla a la parodia, a manos de un previsible Tarico, en el mismo lugar donde trabaja: La Nación. Pagni ahora se ríe de sí mismo porque bajo la parodia de sus yolis se trama la enseñanza trágica de su discurso.

Entretenidos en su fase cómica, labora otro tipo de inversión, acaso más imperceptible y más decisiva: la resignificación de la tradición cultural en la Argentina, en especial las que hasta hace poco constituían el patrimonio bibliográfico de las aulas universitarias. A menudo cita a Gramsci; ahora también a Foucault y a Marx. Su editorial del 5 de abril empezó con El 18 brumario de Luis Bonaparte, a propósito de las reiteraciones. No importa, acá, si las citas emanan de una lectura de apropiación intensa o a veces se exhiben con sorna, como jactándose del colorido que a nuestro jardín le aportan las flores sustraídas del jardín ajeno. No importa la cita traída de los pelos. No lo castiguemos con el mismo látigo con el que suele fustigar los robos de los demás. Ese castigo podría hacernos desatender la operación mayor: el uso de las fuentes que tradicionalmente fueron de la izquierda. Esas fuentes, de a ratos, parecerían ser leídas con el encanto de la primera lectura, aunque por un lector al que no se había previsto. Mientras que la izquierda deja de citar a Ernest Renan, a Carl Schmitt o a Martin Heidegger, temerosa de que se la sospeche impregnada de la ideología asociada a esos nombres, la derecha sale del closet y no sólo se presenta como una derecha revolucionaria sino que revisa por fuera de su acervo bibliográfico, descubre a Antonio Gramsci, admira sus aciertos y se lanza de lleno a construir hegemonía.

Quizá esta sea la novedad que trajo aparejada la crisis económica –ahora precipitada con la pandemia–: una nueva derecha gramsciana que aparece en los debates, que busca incidir en la lengua, que se florea con la biblioteca que hasta hace poco apilaba para la hoguera.

 

 

 

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