CARRERA CONTRA EL DESTINO

La deuda externa argentina y de los emergentes en el tramo impagable

 

Por razones de relaciones públicas al default se lo puede llamar con más gentileza: reestructuración. Sea como fuere que quiera invocárselo, para la economía argentina el default es inevitable por motivos propios como también cuestiones inherentes al funcionamiento de la estructura de la economía mundial. Nada de esto parece quitarle el sueño o cancelarle el disfrute de la temporada de vacaciones al gatomacrismo. Para más, el gobierno porfía en que no va camino al default del muy abultado endeudamiento externo que generó por mano propia.

A ese comportamiento negador lo motorizan dos cosas. Una, la conjetura de que hacer buena letra con los acreedores externos le proporciona un espacio político interno más amplio del que dispondría si aunque más no fuera por un instante atendiera el interés nacional que se le contrapone. La onerosa factura de tal convencimiento gatomacrista la está pagando la sociedad con mayor desempleo y caída del producto, por el momento con una notable resignación. La segunda es una derivación congruente de la primera. El gobierno confía en un nuevo éxito de la guerra psicológica que desde los inicios de su gestión viene librando contra la conciencia de los intereses bien entendidos de las mayorías populares. Es la única carta de triunfo que tiene para salir airoso en la elección presidencial de octubre próximo. En el contexto de malaria, el mayor grado de toxicidad mordaz del naipe resulta inevitable.

 

Veinte-veinte

Y hablando de barajas envenenadas… El Ministerio de Hacienda el 7 de enero presentó el Programa de Financiamiento del sector público para este año con visos para el que viene. Según el comunicado oficial, tal programa financiero proyecta que “para 2019 continúa mostrando que no hay una necesidad de recurrir a financiamiento en el mercado internacional de capitales. [Además] Si el refinanciamiento de los vencimientos de corto plazo en 2019 fuese igual o mayor al 70%, el saldo de caja acumulado al cierre del año permitirá eliminar las necesidades de financiamiento neto en 2020”. Traducción: no teman, los mercados se nos cerraron pero no los necesitamos. Lo cierto es que para 2019 hay que erogar 31.700 millones de dólares (capital más intereses). 9.700 son LETES que se esperan renovar en forma decreciente sin grandes dificultades. Los 21.000 millones restantes más la diferencia no renovada de LETES provienen el grueso del FMI y el margen de otros organismos financieros multilaterales o regionales.

En 2020 los pagos externos que tendrá que afrontar el gobierno que salga de las urnas serán de 25.900 millones de dólares. Esta vez el FMI pondría 5900 millones de dólares. Para los 20.000 millones restantes, hay 4.000 entre renovación de LETES y aportes de los bancos y la diferencia de 16.000 millones se aguarda que la financien los argentinos. Los acreedores privados en el bienio 2019-20 entre capital e interés deberían embolsar 40.000 millones de dólares. El tema es que todas la proyecciones de Hacienda están hechas con dólar valuado entre 40 y 44 pesos y asumiendo que en 2019 el PIB no crece ni decrece, queda igual (en 2018 el PIB en dólares corrientes fue de 475.429 millones, según cálculo del FMI). En el Programa se proyecta que para 2019 el resultado comercial (exportaciones menos importaciones), será positivo, producto de un aumento del 16% de las exportaciones y una caída del 2,7% de las importaciones.

 

Dos por uno

Incluso aceptando el temerario valor techo del dólar, ya luce como una extravagancia que el sector privado argentino aporte los 16.000 millones de dólares para 2020. Hay más ilusiones. El Banco Mundial estima una caída del PIB para 2019 de 1,7% y el FMI de 1,2%. De acuerdo a proyecciones de consultoras privadas, la baja del PIB rondaría el 2% o algo más. Si a estas desmentidas de las confiadas previsiones oficialistas se le suman la compra de dólares por particulares (usualmente aludidas como fuga), se puede colegir que en el bienio inmediato para hacerle frente al conjunto reseñado de reembolsos hará falta endeudarse por un dólar y medio o dos para pagar apenas uno. En tanto las mayorías nacionales se banquen la prosecución del ajuste, la deuda continuará avanzando a ritmo exponencial, tanto como la tensión política, porque hasta nueva orden los mercados permanecen cerrados.

Es obvio que pagar una deuda no es lo mismo que refinanciarla. Menos obvio es que para pagar una deuda hace falta exportar más de lo que se importa, y el saldo favorable de dólares conseguido destinarlo a ese fin. Es que con demasiada frecuencia se deja a un lado que entre países no hay movimiento de capital o de fondos en general, cualquiera que sea la dirección y el motivo del movimiento (incurrir en o saldar una deuda, realizar una inversión directa o enviar ganancias al país de origen), que pueda tener lugar sin pasar por las Horcas Caudinas de un desequilibrio en los saldos comerciales, y que tal desequilibrio solo puede ser limitado y transitorio. En todas estas operaciones las variaciones en las reservas resultan marginales. En otras palabras, la transferencia neta de capitales de un país a otro no puede materialmente ser otra cosa que una exportación de productos no pagadas por una importación equivalente. Por lo tanto, una transferencia de este tipo únicamente puede hacerse a través de un superávit de la balanza comercial de uno y un déficit del otro.

 

Qué te puedo cobrar

A partir de esa dinámica, vale la pena leer la situación argentina inscripta en la de los pasivos externos de la periferia para apreciar que suena la hora de una muy contradictoria cuestión global. Según estimaciones y proyecciones propias con datos del Banco Mundial, el pasivo externo global de los países de ingresos medios (China incluida) ascendería en 2018 y en cifras redondas a 7 billones y medio de dólares. Para 2019 a 8 billones 300.000 dólares. Para 2020 a 9 billones de dólares. Consideremos como hipótesis pagar la deuda de los países de ingresos medios en un período de diez años. O sea, sería necesario suspender todos los créditos nuevos y, durante diez años, permitir que el servicio de la deuda se pague con un exceso del saldo comercial agregado de los países periféricos endeudados.

Para el ejercicio tomemos los datos de 2019. Habría que hacer una transferencia real (exportaciones mayores a importaciones) de 830.000 millones de dólares anuales. De acuerdo a las estadísticas de  las Naciones Unidas (UN Comtrade Database) las exportaciones en 2017 (últimos datos disponibles) de los países de ingresos medios hacia los acreedores Japón, Estados Unidos y la UE, fue de 1 billón 745.668 dólares y las importaciones de esos tres países a los de ingresos medio de 1 billón 305.606 dólares. El superávit comercial fue de 440.061 millones de dólares a favor de la periferia.

Aún sin guerra comercial y suponiendo que ese resultado positivo de las cuentas externas se mantenga, haría falta todavía otro tanto para pagar la deuda más los intereses, los que sumados en década por delante, elevan el superávit comercial necesario prácticamente, y por lo bajo, a 600.000 millones de dólares anuales. Esto significaría para los países acreedores en su conjunto, aumentar el 50% de sus importaciones de la periferia sin cambiar sus exportaciones hacia la periferia. O, en la alternativa, detener la mitad de sus exportaciones y seguir importando como antes. El desastre del desempleo en los países acreedores se avizora muy considerable. Claro que también habría que contar con que los países deudores puedan hacer el esfuerzo de alcanzar tales niveles de exportación o de gobernar con una falta tan grande de importaciones. De una u otra forma ya se observa a las claras que la paradoja de todo esto es que no solo los países deudores no están en condiciones objetivas de pagar. Tampoco los países acreedores están en condiciones  de cobrar, por su propio equilibrio sociopolítico.

 

Pasado no pisado

Esto ya pasó. Tras la crisis mexicana de 1982 (la Argentina defaulteó entonces, con los radicales ingenuamente creídos de que la socialdemocracia europea iba a apoyar la consolidación de la renacida democracia), se llegó a un punto similar hacia finales de esa década. Con el agravante de que los deudores eran comercialmente deficitarios. Por esa imposibilidad de cobro a raíz del desempleo en que tenían que incurrir los acreedores, la deuda de la periferia no se podía cancelar. Resultado: los acreedores mantenían la renovación perpetua de la deuda. De lo contrario, corrían el riesgo de desencadenar una reacción en cadena de colapsos bancarios con consecuencias impredecibles para el sistema financiero internacional. Al plan Baker de 1985 (por James Baker, secretario del Tesoro norteamericano) más que nada un ardid diplomático para ganar tiempo mientras decidían qué hacer, a principios de la década del '90 le siguió el plan Brady (por Nicholas Brady, sucesor de Baker en el Tesoro), mediante el cual metieron las manos en la masa, con importantes descuentos en la reestructuración, y salvaron a los bancos. Desde entonces, las deudas externas las financian los bonistas, no los bancos. Esa es una diferencia clave con la situación actual.

 

Cooperación y coordinación, nones

En lo inmediato, los observadores de la economía mundial esperan una recesión que se apuran a calificar de suave. Estiman que es una preocupación menor al lado del alto grado de endeudamiento de las economías centrales. Temen que si un evento geopolítico desmadra el tablero, de esos que han empezado a amenazar con demasiada frecuencia, el grado de pasivos alcanzado y el mal clima político que supondría un escenario así inhiba cualquier solución rápida y sensata, dado que se requiere, antes que nada, coordinación y cooperación internacional. En los tiempos que corren, esas son mercaderías escasas. Sin ir más lejos, el asesor de seguridad nacional de Trump, John Bolton (paradigma del halcón), declaró sentirse ninguneado porque el premier turco, Recep Tayyip Erdogan, se negó a recibirlo y delegó su atención en funcionarios del área. Erdogan declaró que es lo que corresponde. Trata con pares, alegó. En la negociación está en juego el retiro de las tropas norteamericanas de Siria entreverado con los kurdos que los norteamericanos quieren proteger, pueblo que reclama parte del territorio turco, todo inmerso en el conflicto endémico de Medio Oriente. Nada menos.

También la cooperación internacional está de capa caída por los enfrentamientos internos norteamericanos, país emisor de la moneda mundial. El caso del renunciante presidente del Banco Mundial (BM), el médico y antropólogo Jim Yong Kim, es buena prueba de ello. En una nota del New York Times (25/01/2018) se explica que Kim intentaba rehacer al BM a imagen y semejanza de Wall Street. David Rubenstein, cofundador del Carlyle Group, y Leon Black, de Apollo Global Management, dos gigantes de las finanzas corporativas, eran sus principales referentes. Kim quería hacer del BM un instrumento de la globalización que refuta Trump, con una incidencia privada mucho mayor (en una institución que es básicamente pública). Encima, sus detractores de la burocracia del BM decían que quería convertir a la entidad en las mandíbulas amables y políticamente correctas de los tiburones de Wall Street.

 

Kim, rien ne va plus.

 

Parte importante de las razones de la falta de costo político en liquidar a Kim (le quedaban tres años de mandato), boyan en la observación que hace Edward Luce, el cronista de la vida norteamericana del londinense Financial Times (06/01/2019), de cómo se está esfumando el lobby multinacional estadounidense. Apunta que la Casa Blanca presta escasa atención a las quejas en voz alta de “grupos como la Chamber of Commerce y la Business Roundtable por la represión de la inmigración de Trump, sus guerras arancelarias y los cierres del gobierno”. En tanto, la National Association of Manufacturers y la National Federation of Independent Businesses aplauden. Se entiende, entonces, que un alto funcionario de la administración Trump le haya confiado al portal POLITICO (08/01/2019) que selecciorán para el BM un candidato que “lleve a la institución internacional en una dirección diferente”. Se puede coincidir con Luce en que “las empresas multinacionales de los Estados Unidos siguen siendo internacionalistas acérrimas. Los amigos del señor Trump son nacionalistas-populistas”. Pero debe haber algo más en el mar de fondo para que históricos pesos pesados de los lazos globales como el Bilderberg Group, la Trilateral Commission, la European Roundtable of Industrialists y el Transatlantic Business Dialogue, entre otros pocos, no hagan sentir el poder de su voz.

Las contradictorias tendencias globales y la apesadumbrada situación nacional muestran lo inútil y dañino de la carrera contra el destino de default del gatomacrismo. En medio de las limitaciones de la cooperación y coordinación internacional, el interés nacional tiene un duro escenario que transitar, llevado de la mano de acciones diplomáticas como las que emprendió el recientemente fallecido ex canciller Héctor Timerman, que en 2015 logró una resolución de la ONU que ponía en negro sobre blanco la cuestión del endeudamiento externo. De este berenjenal no se sale sólo con política económica.

 

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