Cátulo Castillo, médium
El animal político perseguido, el oráculo y la letra que le dictó Discépolo desde el más allá
¿Brujo? ¿Mago? ¿Vidente? ¿O lo que te voy a contar es solo una baraja robada del mazo fabulador del tango?
Te guste o no, larga es la lista de habladurías que hacen equilibrio entre el alambre de la realidad y el mito: que la supuesta bala depositada en el cuerpo de Gardel es el resultado de una discusión con Alfredo Le Pera; que las composiciones de Hugo Gutiérrez: Fruta amarga, Torrente, Después, Tapera, Llorarás, llorarás, Eras el amor (todas con letras de Homero Manzi) se las compró al pianista Eduardo “Chon” Pereyra; que la melodía de El último organito no es de Acho Manzi ni del grito de reclamo de Nelly Omar sino un regalo de Aníbal Troilo a la familia Manzione; que en el vals discepoliano Sueño de juventud está la mano de Carlos Di Sarli; que tras vivir un calvario sentimental con Francisco Canaro, Ada Falcón siente el roce de una visión y ya en diálogo divino con el sagrado corazón de Jesús abandona toda materialidad y se interna en un convento de monjas franciscanas ¿justo franciscanas?; que Roberto Rufino cantaba con un solo pulmón; y más… siempre más… sin olvidar el misterio que envuelve a Horacio Sanguinetti (Horacio Basterra), autor de las letras de los tangos Nada, Tristeza Marina, Moneda de cobre, que al parecer, mientras velaban a su hermana, mata a su cuñado de un disparo al pecho y escapa en busca de ayuda. Osvaldo Pugliese y Cátulo Castillo logran realizar los contactos pertinentes para que en horas de la madrugada y a escondidas de todos Sanguinetti se pierda entre los cañaverales del Tigre y desde allí huir en lancha rumbo al Uruguay. Nunca más se supo de él. ¿Verdades? ¿Misterios? ¿Habladurías?
“La letra me la dictó Enrique desde el más allá”
Alimento otro misterio. Cátulo, no solo era un “animal poético” sino también un “animal político”, por esto último uno de los señalados por la turba militar. El mote: peronista y culturalmente peligroso. Amanda Peluffo, compañera de vida del poeta, cuenta: “Lo teníamos todo y de pronto, en 1955, nos quedamos sin nada, llegó la Libertadora, y a Cátulo lo echaron de todas partes. Ya no pudo tener cátedras, ni dirigir SADAIC, ni estar en Cultura. Ni siquiera pudo cobrar sus derechos de autor porque SADAIC, precisamente, fue intervenida. En el peor momento hasta llegaron a prohibir que se pasaran sus temas por radio. No le perdonaron nada”.
Como un espejo que se mira a sí mismo, recluido en su casa de Camino de Cintura, decide volcar su tiempo al estudio de las “ciencias celestes” hasta alcanzar la expertiz en lectura de manos, astrología, grafología e hipnosis (alguien cercano a él me ha narrado con lujo y detalle un suceso de esta índole, pero elijo guardar el secreto). Lo que ahora sí te cuento, confesado por nuestro poeta, quizá, nos haga pensar en un Cátulo en contacto con el oráculo.
A días de la muerte de Enrique Santos Discépolo, Tania le ofrece una música inédita del autor de Yira Yira para que le agregue letra. Cátulo acepta y guarda en uno de los bolsillos de su saco la melodía póstuma. Quizá por esas desprolijidades propias de los poetas, olvida el pedido de Tanía. Un año después, al reutilizar el saco, descubre el olvido, pasa horas y horas cargando el peso de la culpa y la vergüenza ¿qué pensará Tania? Se acuesta, despierta en la madrugada con la sensación de que algo o alguien le tironea el alma exigiéndole que pase a papel eso que anda soplando en su mente; Cátulo desenfunda la Olivetti, sigue el impulso, se deja llevar, ¿alguien escribe por él?, los versos salen de un tirón, vuelve a la melodía póstuma de Discépolo, coteja, el asombro es grande: letra y música coinciden. Alguna vez le confesó a Osvaldo Piro: “La letra me la dicto Enrique desde el más allá”. La tituló Mensaje. No sé qué pensarás vos, pero yo a Cátulo le creo.
MENSAJE
Hoy, que no estoy
como ves, otra vez
con un tango te puedo gritar.
Yo, que no tengo tu voz.
Yo, que no puedo ya hablar.
Mensaje…
con que mi vieja ternura
de criatura
te está prestando coraje.
Yo, que a lo largo del viaje
sufrí tus ultrajes
en mi soledad...
Nunca quieras mal
total, la vida ¡Qué importa!
si es tan finita y tan corta
que al fin el piolín se corta.
No te aflija el esquinazo del dolor
y si el amor te hace caso,
no le niegues tu pedazo de candor
que es lindo creerle al amor.
Bueno y nada más
que siendo bueno
no hay odio, ni injusticia, ni veneno
que haga mal.
Y hoy, que no estoy
me da pena no estar a tu lado
cinchando con vos.
Vos, que me hiciste llorar.
Vos, que eras todo rencor.
Mensaje...
Mensaje con que te digo
que soy tu amigo
y tiro el carro contigo.
Yo, tan chiquito y desnudo
lo mismo te ayudo
cerquita de Dios.
Orquesta de Aníbal Troilo. Arreglos Astor Piazzolla. 1953.
La medallita
Se sabe que Nostradamus en carta dirigida al rey de Francia Enrique II revela el concepto de sus “Centurias” o profecías: “Para conservar el secreto de estos acontecimientos, conviene emplear frases y palabras enigmáticas en sí mismas, aunque cada una responda a un significado concreto”. Algo similar esconde el enigma de la “medallita” que el autor de La última curda lleva colgando del cuello como un talismán.
Entrevistada en 1995 por el periodista Luis Pazos y ante la pregunta “¿usted compartía sus creencias?”, Amanda Peluffo responde: “No, pero sucedieron cosas que me hicieron pensar. Cátulo era amigo de un astrólogo: el profesor Silva. Un día llevó todas sus medallas de oro para que las fundiera y le acuñara una sola. El profesor le fabricó una que tenía dos símbolos: de un lado el sol, porque Cátulo era de Leo. Del otro, una serie de números indescifrables”. Cátulo quiso saber más. La respuesta del astrólogo fue tajante: “19 de octubre de 1975, el día de su muerte”.
Con el regreso del Perón del ’73, el poeta emerge del pozo del ostracismo y el ninguneo recuperando lo perdido. Se le ofrecen trabajos en radios y periódicos, ejerce el cargo de secretario en SADAIC, en 1974 lo nombran Ciudadano Ilustre de la Ciudad Autónoma de Buenos Ares, en 1975 obtiene el Gran Premio Anual del Fondo Nacional de las Artes, lo nombran asesor artístico de Radio y Televisión de la Secretaria de Prensa y Cultura de la Presidencia de la Nación.
A contrapelo de las “buenas nuevas” la ley kármica tallada en su medallita comienza a trabajar: El 14 de octubre siente un dolor en el pecho, en primera instancia logra dominarlo: “Acepté lo que me dijo porque tenía un gran control mental sobre su cuerpo –dirá Amanda–. Sin embargo, al rato me pidió que llamara al médico porque no lo podía manejar”. Lo internan, se repone, el 18 le anuncian el alta médica. Amanda continúa: “El 19 a la mañana, pensando en la fecha que llevaba grabada en la medalla, me dijo: “Me parece que le hice la zancadilla a la de la guadaña”. Cátulo aparentemente estaba bien. Yo me puse a tejer. Las nenas jugaban en el cuarto. Él se asomó a la ventana y me dijo: “Día triste. Me voy a acostar”. Se acostó y me preguntó: “¿Y la perrita?” En la televisión estaban pasando una película de húsares. Me acerqué a la cama para arroparlo y vi que estaba muerto. Recuerdo que grité. Eran las cinco y media de la tarde”.
Conjetura y recuerdos
Según su amigo astrólogo, en su vida anterior Cátulo fue un guerrero romano. Su muerte se da el 19 de octubre, Día de la Madre, porque “ellas se vengaron por tantos hijos que mató”. El 20 de octubre lo despiden en el Panteón de SADAIC. Luego de las palabras de Roberto Tálice “trató de hablar el director de orquesta Julio de Caro. Pero vencido por la congoja, tuvo que desistir y cayó, llorando, en brazos de sus amigos”. Eladia Blázquez lo materializó en canción:
Tu muerte fue una tarde muy cálida de octubre,
acaso presentiste que sucediera así,
en plena primavera y cuando el sol se viste
de luz y mariposas y el aire de jazmín.
A vos que te gustaba, profundamente serio
desentrañar las cosas, llegaste a tu confín,
y esa doliente tarde entraste en el misterio
para volver en tango, ¡Mi viejo Catulín! (…)
A Catulo Castillo por Susana Rinaldi, 1976
Profecía triste, muy triste
No me quiero ir de esta nota, que en cierta forma también abona a ese tango que hace equilibrio entre el alambre de la realidad y el mito, sin darte un último vaticinio del poeta; esta vez, una tragedia que lastimó al corazón del pueblo argentino.
1975, un hombre de baja estatura, patillas largas, sonrisa entradora y por entonces gobernador de la Rioja visitó SADAIC. Cátulo lo recibe y antes de despedirse le obsequia el libro La historia del tango de Horacio Ferrer. En la página primera escribió: “Al futuro presidente de los argentinos”. La profecía se cumplió. En 1989 comenzó el diluvio… un diluvio que quiere volver, y eso asusta.
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