Cien años después

El extravío político del gatomacrismo a un siglo del armisticio de la Primera Guerra

Otto Dix: Veteranos, 1920

 

A las 11 horas del día 11 del mes 11 de 1918 se firmó el acuerdo para poner fin a la Primera Guerra Mundial. Era lunes. Este domingo se conmemoran los 100 años de lo que es conocido desde entonces como el Armisticio. Adam Hochschild, en el semanario The New Yorker (05/11/2018) al amparo del título La Hora Once, hace una crónica de esos momentos finales. Reflexiona que el sin sentido que dio origen a la guerra no amainó en lo más mínimo durante las circunstancias que rodearon al Armisticio. Los episodios que enhebran su narración dan cuenta en el cese definitivo del fuego del comportamiento abyecto y absurdo de los jefes militares y diplomáticos, sin distinción de bandos. También de la humillación de los ciudadanos alemanes que no entendían por qué habían perdido una guerra. Esa que capitalizó con posterioridad Hitler, proclamando que le había robado la victoria la conspiración de socialistas, pacifistas y judíos.

Hochschild, como parte de su análisis, recensiona cinco ensayos entre la ráfaga que suele editarse para este tipo de fechas. Lo que llama la atención es que estos ensayos —a diferencia de los que se editaron en 2014 con motivo de los 100 años del comienzo de la Primera Guerra—, ni se interrogan como lo hicieron sus predecesores, sobre si el mundo en crisis no incitaba a una reflexión sobre las coincidencias en las situaciones de ayer y ded hoy. Con matices, se impuso la tendencia aséptica hacia el paralelo histórico. Lo cierto es que en los cuatro años transcurridos hasta estos días, las tensiones geopolíticas lejos de haberse aquietado se han empinado. Los avatares en torno a la reunión en Buenos Aires del G-20 y la propia reunión, aportan y aportarán indicios respecto del pulso de la enrevesada situación.

Hay que tener en cuenta que aún hoy el mundo se pregunta incómodo, sin encontrar una respuesta común aceptable: ¿qué pasó en 1914 que se desató el pandemonio en medio de la belle époque, que Versalles alimentó un par de décadas más tarde, crisis del ‘29 mediante empeorando las cosas, la debacle de la Segunda Guerra? La historiadora y periodista norteamericana Barbara W. Tuchman, en su ensayo “Los Cañones de Agosto” (1962), explica cómo en ese mes de 1914 a falta de acciones diplomáticas y serios errores de cálculo político, todo saltó por los aires para no volver atrás. Se cuenta que para John F. Kennedy, el ensayo fue una guía que lo ayudó a sobrellevar la crisis de los misiles (octubre 1962). Cuando le regaló el libro al premier británico, Harold MacMillan, que lo visitaba tiempo después, fue para dar la señal de que estaban aprendiendo la lección de 1914: la Guerra Fría seguiría tan gélida como siempre. Nada menos. Las señales de hoy en día van en sentido contrario a las que se preocupaba de emitir el malogrado JFK. La tendencia planetaria autoritaria se ahonda. La globalización como remedo de la belle époque está en veremos.

 

Advertencia

El historiador inglés de Cambridge Christopher Clark publicó en 2013 su historia de la Primera Guerra bajó el título de The Sleepwalkers (Los sonámbulos), puesto que la casta europea que llevó a la conflagración se conducía como “sonámbulos, desvelados con la mirada perdida, atormentados por los sueños, aún ciegos a la realidad del horror que estaban a punto de traer al mundo". En una columna publicada en El País de Madrid (16/01/2014) Clark señala que a nadie pueden dejar de impresionarle “los ecos contemporáneos”. No obstante, pone énfasis en advertir que “las analogías históricas se resisten a una interpretación categórica. Uno de los motivos, pero solo uno de ellos, es que la coincidencia entre el pasado y el presente nunca es perfecta, ni siquiera próxima. Pero la razón fundamental es que el significado de los acontecimientos del pasado es tan escurridizo —y tan discutible— como su significado en el presente. Pensemos en China, por ejemplo. ¿La China de hoy es análoga a la Alemania imperial de 1914, como se dice a menudo? Incluso si decidimos que lo es, ¿qué enseñanzas podemos extraer del paralelismo?”

Clark subraya que “si pensamos que la agresión alemana fue lo que verdaderamente empezó la Primera Guerra Mundial, podemos llegar a la conclusión de que Estados Unidos debería adoptar una línea dura contra las intromisiones de la China contemporánea. Pero si creemos, como creo yo, que la guerra de 1914-1918 fue consecuencia de las relaciones entre una serie de potencias, cada una de las cuales estaba dispuesta a recurrir a la violencia para defender sus intereses, entonces quizá podríamos deducir que necesitamos diseñar mejores formas de integrar a las grandes potencias nuevas en el sistema internacional”. Razón por la cual, Clark rezuma que “sigue siendo importante que rechacemos las interpretaciones manipuladoras o reduccionistas del pasado cuando se utilizan para apoyar unos objetivos políticos actuales. El recurso a la historia resulta esclarecedor […] Dado que no vemos el futuro, es inevitable […] La sabiduría de la historia no nos llega en forma de lecciones preempaquetadas, sino de oráculos, cuya relación con nuestra situación actual debemos averiguar.”

El historiador francés Pierre Vilar balancea las preocupaciones de Clark, al manifestar que “nada es más peligroso que la ilusión de la novedad, lo cual no suele ser otra cosa que ignorancia de la historia. No es que la historia tenga por objeto probar que “nada es nuevo”. Pero ocurre que a veces demuestra que no todo es tan nuevo como imagina la opinión corriente”.

 

Avenida del medio autoritaria

El historiador escocés Nial Ferguson, en su ensayo de la Primera Guerra, The Pity of War (2009, algo así como Lo Penoso de la Guerra) arrima elementos de entonces para averiguar la relación con la situación actual. Una digresión, the pity of war forma parte del poema Strange Meeting (Encuentro extraño) de Wilfred Owen, un poeta y oficial británico que murió en las trincheras francesas a los 25 años, la semana anterior a la firma del Armisticio. El escritor Ariel Dorfman toma su historia como eje de una conmovedora anécdota personal a modo de alegato antibélico. En estos menesteres, no es recomendable desdeñar o pasar por alto la sensibilidad de los artistas y literatos.

Volviendo a Ferguson, este constata que “a menudo se afirma que la Primera Guerra Mundial fue causada por la cultura: para ser precisos, la cultura del militarismo, que se dice que preparó tan bien a los hombres para la guerra que la anhelaron. Algunos hombres ciertamente previeron la guerra; pero es dudoso cuántos realmente la esperaban”. A partir de la profusa documentación que revisa, concluye que “el militarismo […], estaba lejos de ser la fuerza dominante en la política europea en vísperas de la Gran Guerra. Al contrario: estaba en declive político; y no menos importante: como consecuencia directa de la democratización […] La evidencia es inequívoca: los europeos no marchaban a la guerra, sino que le daban la espalda al militarismo”.

El investigador de cuestiones políticas David Adler, en una columna en The New York Times (23/05/2018), con los datos del World Values Survey (2010 al 2014) y el European Values Survey (2008), dos de los principales estudios de opinión pública que cosechan información de más de 100 países, coteja la mala hora del sentimiento democrático en los países del G-20. Apunta que “en Europa y América del Norte, el apoyo a la democracia está disminuyendo. Para explicar esta tendencia, la sabiduría convencional apunta a los extremos políticos. Tanto la extrema izquierda como la extrema derecha, según este punto de vista, están dispuestas a pasar por encima de las instituciones democráticas para lograr un cambio radical. Los moderados, en cambio, se supone que defienden la democracia liberal, sus principios e instituciones […] Los números indican que este no es el caso. A medida que las democracias occidentales caen en disfunción, ningún grupo es inmune al atractivo del autoritarismo, y menos los centristas, que parecen preferir un gobierno fuerte y eficiente al desorden político de la democracia”. Adler concluye entripado que “los hombres fuertes en el mundo en desarrollo han encontrado históricamente apoyo en el centro: desde Brasil y la Argentina hasta Singapur e Indonesia, los moderados de clase media han alentado las transiciones autoritarias para lograr estabilidad y generar crecimiento. ¿Podría suceder lo mismo en democracias maduras como Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos” ?

Tamizar con el cedazo la observación larga de Ferguson y la corta de Adler, para cumplimentar la tarea recomendada por Clark de averiguar la relación del pasado con la situación actual, precipita un cúmulo de perturbadores resultados paradojales. Guerra sin militarismo y militarismo sin guerra es demasiado estrecho, insoportablemente esquemático, para el trayecto por y entre los sutiles vericuetos del presente como historia. Mientras tanto, Trump se tiene que hacer cargo de todas las contradicciones internas que auguran soliviantarse tras el ambiguo resultado electoral de las midterms. Entre esas idas y vueltas, para que todo siga sin derrapar, el orden mundial debe esperanzarse con que los chinos —y sus aliados norteamericanos— se resignen al destino de bastante menor cuantía que Trump le tiene reservado al Imperio Medio. Asimismo, que europeos, rusos y japoneses observen la situación sin meter la cuchara mezquina y actúen en pos del equilibrio de poder, gracias a las lecciones aprendidas de la historia, siendo el 100° aniversario del Armisticio una de las más importantes. Menos mal que todo lo real es racional, como se demostrará en Costa Salguero.

 

¿Volveríamos a hacer lo que hicimos?

La Gran Guerra se comenzó a sentir en la Argentina con una corrida bancaria. Los inminentes enemigos europeos cambiaron sus pesos por oro (necesario para financiar la guerra), enflaquecieron las reservas de la Caja de Conversión y hubo que decretar el fin de la convertibilidad que regía por entonces. Durante el conflicto, los dos presidentes que lo sobrellevaron, Victorino de la Plaza (1914-1916) e Hipólito Yrigoyen (1916-1918), se aferraron a la neutralidad. Expresaban el objetivo de que por nada en el mundo haya cuestionamientos futuros al único papel que imaginaban para la librecambista Argentina: proveedora de granos y carnes en la división internacional del trabajo. No fueron más allá de la formalidad de la protesta diplomática cuando por la guerra submarina se hundieron unas cinco naves, los ingleses se pasaban de la raya en la supervisión de la flota mercante o protagonizaron una dura batalla naval con los alemanes en el territorio de Malvinas.

Para los tiempos actuales es instructivo el comportamiento del entonces embajador argentino en los Estados Unidos; Rómulo Naón, quién ocupó la representación diplomática entre 1911 y 1919. Según relata el diplomático Juan Archibaldo Lanús en su historia de la política exterior argentina entre 1910 y 1939, al gobierno argentino y su embajador a fines de 1914 no se les ocurrió mejor idea que consultar a los norteamericanos sobre los pasos a seguir frente a la guerra. Lanús transcribe partes de una nota de Naón a la Secretaría de Estado en “la que expresaba que vería con agrado que se estableciese una estrecha inteligencia entre ambos gobiernos para mejor defender los intereses comunes, dado que Estados Unidos era también un país neutral”.

En la actualidad el gatomacrismo, mientras titulariza un gobierno que ya no puede ocultar que nunca tuvo un rumbo aceptable y que el traje del gobierno del país le queda muy grande, apuesta a la especialización primaria tanto como la Argentina del Centenario, con el aggiornamento de la factoría de bajos salarios. Entonces, hoy como ayer preguntará, en medio de tensiones geopolíticas crecientes, cómo se posiciona. Si eso está de acuerdo con el interés nacional, bien, y si no, también. Es todo lo que hay que esperar del anfitrión del G-20. El que nace para maceta nunca cruza la galería.

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