Los cien días de detención de Cristina exponen, como en un espejo, la fragilidad de las instituciones, la vigencia de las proscripciones en la historia argentina y la dignidad intacta de un liderazgo que sigue marcando el rumbo político.
Han pasado cien días desde que Cristina Fernández de Kirchner fue confinada en su domicilio. No es un número vacío ni un mero registro de calendario. Son cien días que interpelan a la democracia argentina, porque no se trata de una ciudadana más, sino de la principal líder política del país y una de las voces más influyentes de América Latina. Su detención no se explica en clave de justicia, sino en un proceso judicial viciado que puso en marcha engranajes de poder más interesados en disciplinar que en impartir justicia.
La llamada causa Vialidad estuvo atravesada por jueces cuestionados por su parcialidad, recusaciones rechazadas de manera automática, pruebas recortadas y tiempos procesales sospechosamente coincidentes con etapas electorales. La imparcialidad y el derecho de defensa fueron tratados como obstáculos. Y la condena llegó después de un intento de magnicidio que aún no tiene responsables intelectuales identificados. El mensaje fue claro: cuando la eliminación física no alcanza, se recurre al expediente como forma de disciplinamiento.
Sin embargo, estos cien días no apagaron su voz ni quebraron su vínculo con el pueblo. San José 1111 se convirtió en un símbolo de resistencia. Allí se acercan militantes, dirigentes y figuras internacionales, pero también vecinas y vecinos que sienten que defender a Cristina es defender su propia palabra. Cada vigilia, cada bandera, cada abrazo, son recordatorios de que la militancia argentina no se rinde y que la memoria de las luchas pasadas late en cada gesto. La primera noche, miles de personas ocuparon la calle y esa imagen sigue multiplicándose en cada jornada de acompañamiento.
Desde allí, Cristina habló. Envió mensajes, opinó sobre el rumbo económico, cuestionó los vetos presidenciales, acompañó luchas sociales. Cada intervención suya volvió a ordenar la conversación pública y confirmó que su liderazgo no se silencia con un perímetro de encierro.
La historia ayuda a comprender el presente. Después de 1955, el peronismo fue perseguido durante casi dos décadas: proscripciones, exilios, encarcelamientos y censuras. Aquella experiencia enseñó que una democracia mutilada no es democracia. Hoy, más de medio siglo después, esa memoria vuelve a resonar. La exclusión de Cristina del padrón, que le impide incluso votar, coloca a la Argentina en un dilema histórico: un país que aparta a su principal dirigente de la competencia política reproduce, con otros medios, la proscripción de antaño.
El escenario regional confirma que no se trata de un caso aislado. Lula en Brasil, Rafael Correa en Ecuador y Evo Morales en Bolivia enfrentaron procesos donde la justicia fue utilizada como herramienta de desplazamiento político. Y esa estrategia encontró límites: Lula volvió a la Presidencia; Evo regresó al país y su fuerza política recuperó el gobierno; y Correa, aunque reside en el exterior, mantiene gravitación regional y su espacio conserva centralidad en la política ecuatoriana. Organismos internacionales y personalidades políticas de todo el mundo señalaron esos procesos como ejemplos de lawfare y alertaron sobre el deterioro democrático.
Mientras tanto, el país real padece otro tiempo. Estos cien días de detención de Cristina transcurren en paralelo a más de 650 días de un pueblo castigado por el modelo de ajuste de Javier Milei, iniciado el 10 de diciembre de 2023. Desde el comienzo de su gestión se descargaron decretos de desregulación abrupta, se recortaron ministerios, se vetaron leyes votadas por mayorías amplias, se atacaron derechos laborales y se desfinanciaron universidades y hospitales.
El mega DNU, la Ley Bases, el nuevo estatuto de la Policía Federal y los vetos a la educación y la salud son capítulos de un mismo programa. Es un neoliberalismo tardío que concibe al Estado como un estorbo, a los derechos como un gasto y al pueblo como un problema. Un neoliberalismo de poscrisis, que ya no promete desarrollo ni movilidad social, sino que asume la exclusión como destino permanente. Gobierna con la idea del sacrificio perpetuo, con la crueldad como virtud y con la obediencia al Fondo Monetario como mandato.
El contraste es evidente. Mientras los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner se enfrentaron al Consenso de Washington, recuperaron soberanía frente al FMI y ampliaron derechos sociales, el actual gobierno se entrega sin reservas a las recetas del ajuste, profundizando desigualdades y debilitando al Estado como garante de derechos. Como advierten pensadores de nuestra región, este ciclo no es innovación sino restauración: busca reinstalar un orden social y económico que ya mostró su fracaso.
Frente a este panorama, la voz de Cristina es contrapeso y horizonte. Desde su encierro denunció la crueldad de las políticas oficiales, defendió la educación y la salud como derechos, advirtió sobre la pérdida de soberanía y recordó que la democracia no puede reducirse a trámites electorales sin garantías reales. Su palabra tiene la fuerza de lo indispensable: nombra lo que muchas y muchos sienten y propone caminos donde otros solo ven resignación. Porque la política, en definitiva, no se mide por balances contables sino por su capacidad de transformar la vida del pueblo.
Estos cien días son una advertencia y también una enseñanza. Nos muestran hasta dónde puede llegar el Poder Judicial cuando actúa como brazo del disciplinamiento político. Nos muestran cómo un gobierno puede gobernar de espaldas a su pueblo y profundizar un programa de exclusión aun cuando las urnas ya marcaron su desacuerdo. Pero también nos recuerdan algo más profundo: que la política no se clausura con un fallo, que un pueblo no se calla con un veto y que la esperanza no se puede encerrar entre paredes.
La conclusión es clara. Se puede encerrar a una persona, pero no una historia. Se puede disciplinar con causas armadas, pero no la memoria ni la esperanza de un pueblo. Se puede redoblar el ajuste, pero no apagar para siempre la dignidad de quienes resisten. Estos cien días de detención de Cristina son, en realidad, cien días de dignidad frente al atropello y cien días de resistencia frente al poder real. Y son también la prueba de que la democracia argentina está en un cruce de caminos: o se define por la sumisión a poderes fácticos o se reconstruye en la fuerza organizada de su pueblo.
Porque la democracia no es solo un sistema de reglas. Es, sobre todo, un pacto de confianza entre un pueblo y quienes lo conducen. Y el futuro de la Argentina no se resolverá en los tribunales ni en los informes del Fondo Monetario, sino en las calles y en las urnas, donde el pueblo argentino siempre supo decir basta y volver a poner a la democracia en movimiento.
* Lorena Pokoik es diputada nacional de Unión por la Patria.
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