Circunstancias del ADN

Que el déficit fiscal causa el alza de los precios es un mito, como el del impuesto inflacionario

 

En la primera de las dos acepciones que el diccionario de la Real Academia Española registra para ADN aclara que la sigla se refiere al ácido desoxirribonucleico, sustancia que en las células de todos los seres vivos indica el perfil y funcionamiento de su desarrollo. El carácter identitario de esta clave de la vida de todo bicho que camina le da pleno sentido a la segunda acepción, la de uso común en el lenguaje cotidiano, referida a esencia, naturaleza de alguien o de algo. En los días que corren, hay circunstancias del ADN que sobre la base de lo que acontece en el seno de la primera acepción explican situaciones de la segunda. Y así desfila el equilibrio de poder mundial, entreverado con ese elemento basal de la identidad argentina que es la inmigración.

Es bueno recordar que, desde 1949, cada 4 de septiembre conmemoramos el Día de la Inmigración. En esa fecha en 1812, el Triunvirato dictó el primer decreto de un gobierno argentino para fomentar la inmigración. Desde 2003, la legislación argentina hace suya la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU de 1948, en la que se reconoce como tal el derecho a migrar, al asilo y a la libre circulación. Está en el ADN argentino tanto como en el del crecimiento económico. También, pero como fracaso, está en el ADN de los planes monetaristas de ajuste, como el actual en marcha. Los principales capítulos de estatuto del subdesarrollo y su marcada fealdad se escriben con esa tinta perdedora.

De vuelta a la primera acepción, se sabe que la secuencia de elementos que constituye el ADN de un individuo o de una especie se denomina genoma. De unos años a esta parte, la tecnología hizo posible lo que venía prometiendo hace décadas: la secuenciación del ADN. El primer genoma humano se secuenció en 2003 y costó 3.000 millones de dólares. Un par de años antes de la pandemia, el costo había bajado hacia los 1.000 dólares. La meta de las corporaciones de este rubro es que en un par de años vista no cueste más de 100 dólares, con lo que esperan que se les abra un mercado enorme, de la mano de la medicina genética y la edición de genes.

Esto forma parte de la rápida aceleración del cambio tecnológico que a lo largo del siglo XX fue abatiendo las tasas de mortalidad, lo que equivale a decir que elevó la esperanza de vida al nacer (EVN). El inicio fue en el siglo XVIII en Europa, cuando se elevó la curva de crecimiento de la población a largo plazo por efecto de la caída de la mortalidad y no por el aumento de la fecundidad. Eso lo estableció el médico, historiador y demógrafo inglés Thomas McKeown, sobre la hipótesis de que la causa fue el aumento de salarios que posibilitó mejorar la nutrición. En esa alza poblacional, poco y nada tuvo que ver la ciencia médica de entonces, que continuó muy rudimentaria hasta inicios del siglo XX. La hipótesis de McKeown, presentada a fines de los '80, cada tanto intenta ser rebatida por esas curiosas ideas neoclásicas que se ubican como las primeras guardianas del orden establecido.

En la periferia, dicho orden implica serias perturbaciones de la balanza de pagos –con deudas externas incluidas como plato principal– por el pésimo funcionamiento del sistema monetario mundial. Esa situación siempre se intenta equilibrar haciéndole pagar el pato a los trabajadores, cercenándoles los salarios. Menos importaciones resultantes a igual exportaciones son más dólares para pagar. “Pero la salud se resiente”, dice la realidad de McKeown. “No”, retruca la fantasía neoclásica, “con buenas políticas de salud pública todo se subsana”. Incluso cuando esgrimen la curva de Preston, llamada así por su creador, el economista y demógrafo Samuel Preston. La curva relaciona PIB per cápita con esperanza de vida (EVN). Como un mismo PIB per cápita puede dar más de una EVN, los neoclásicos se enroscaron diciendo que la causalidad estaba en duda. Ni plantearon que generaba un simple rango, lo cual hace inatacable la causalidad de McKeown, en el que había que tener en cuenta la distribución del ingreso, que Preston ni se tomó el trabajo de mirar. El conservador economista de Chicago Gary Becker, enancándose en su veta compasiva, llegó tan lejos navegando sobre esta curva que dice haber encontrado que los ingresos entre países han divergido, en tanto la salud ha convergido a raíz de la tecnología médica y la política de salud pública. Puro cuento: McKeown nunca pudo ser desmentido.

Esa hipótesis de los salarios crecientes es la que está implícita en el examen de las causas de la declinación de la mortalidad como generadas por la sinergia entre las mejoras tecnológicas y fisiológicas que produjeron una forma de evolución humana en lo biológico, pero no genéticamente, transmitida culturalmente, y no necesariamente estable. Este proceso, que todavía está en curso en los países ricos y en desarrollo, se ha dado en llamar “la evolución fisiotécnica”, según la bautizaran Robert Fogel y Dora Costa hace dos décadas y media. A diferencia de la teoría de la evolución genética por selección natural, que se aplica a toda la historia de la vida en la Tierra, la evolución fisiotécnica se aplica sólo en los últimos 300 años de la historia de la humanidad, y particularmente después del siglo XIX. Para Fogel y Costa, a pesar de su extremadamente limitado ámbito temporal, la evolución fisiotécnica parece ser relevante para predecir las tendencias en el próximo siglo sobre la longevidad, la edad de aparición de enfermedades crónicas, el tamaño corporal y la eficiencia y la durabilidad de los sistemas vitales. También incide en temas tan urgentes de la política pública como el crecimiento de la población, los costos de los sistemas previsionales y en la atención de la salud. Se podría decir que es la evolución fisiotécnica la que explica haber enfrentado con buen ritmo y resultado al Covid-19 y que ahora abre una luz de esperanza cuando se viene comprobando que un porcentaje de los que pasaron por la enfermedad desarrolla secuelas peliagudas.

La evolución de la fisiotécnica implica que los seres humanos ahora tienen tan alto grado de control sobre su entorno y que se distinguen no sólo de todas las demás especies, sino también de todas las generaciones anteriores al homo sapiens. Al respecto, Fogel y Costa ilustran que este nuevo grado de control ha permitido que el homo sapiens haya podido aumentar, en los últimos tres siglos, su tamaño corporal promedio en más del 50% (peso y altura), su longevidad promedio en más del 100% y mejorar en gran medida la resistencia la capacidad de los órganos vitales. El geógrafo y antropólogo Jared Diamond, leído por el gran público, dio buena cuenta de los milenios que la humanidad lleva metiendo la mano en la evolución de plantas y animales y cómo esa intervención diferencial entre los europeos y el resto se verifica en la actualidad en las asimetrías del desarrollo. Ahora nos toca a los seres humanos, al entrar en una etapa en la que la intervención deliberada en los procesos evolutivos va más allá de las plantas y de la cría de animales.

 

 

Un polaco y un alemán

Siempre hay que lidiar con las consecuencias de los cambios tecnológicos, desde las éticas hasta las políticas y económicas. Independientemente de sus aspectos positivos, como todas las cosas, vienen con sus amenazas, que en este caso comprometen hasta la misma naturaleza de los seres humanos. Nada menos. Estas se encuentran imbricadas en el rango que van desde la clonación hasta la selección no natural, para intentar un resumen muy esquemático de lo tenebroso. La posibilidad de modificar artificialmente la personalidad y la inteligencia y dar cauce a entes que desafían la definición de un ser humano, concitó la atención a mediados de la década del '90 de, entre muchos otros, Zbigniew Kazimierz Brzezinski (1928-2017), un académico y teórico de las relaciones internacionales, y uno de los principales halcones de los Estados Unidos durante la Guerra Fría. Zbig, como se lo invocaba normalmente a Brzezinski, a efectos de lidiar con la endiablada pronunciación de su nombre y apellido, se comenzó a preguntar qué consecuencias podría generar en el equilibrio de poder mundial lo que se entrevía entonces, y ahora se está haciendo realidad de la manipulación genética de los humanos. El Capitán América ya no era sólo un comic vistoso. Zbig, en nombre de la ética, instaba a invertir e invertir en estas tecnologías, no sea cosa de perder la carrera.

Los afanes de Zbig nos remiten a la otra acepción de ADN, la de la identidad, que –además– nos trae al ruedo el reciente fallecimiento de Mijaíl Gorbachov, el último líder de la Unión Soviética, cuya disolución presidió. Si hay una marca en el orillo de la trayectoria de los Estados Unidos durante la Guerra Fría, en un ribete lo tiene a Brzezinski y en el otro a Henry Alfred Kissinger (1923-). Nacidos con cinco años de diferencia, uno en Polonia y el otro en Alemania, los dos lideraron la “Universidad de la Guerra Fría” de los Estados Unidos de las décadas de 1950 y 1960. Kissinger dirigía la política exterior de un Presidente republicano, Richard Nixon, y se llevaba mal con el secretario de Estado (canciller) William Rogers. Su hablar del inglés sigue atravesado por su origen teutón. Brzezinski, cuyo inglés siempre llevó puesto el polaco, fue asesor de Seguridad Nacional y funcionario clave de la política exterior del Presidente demócrata James Carter. El secretario de Estado de Carter, Cyrus Vance, renunció por sus peleas con Zbig.

 

 

Venir e ir

Los que orientaron teórica y prácticamente la victoria norteamericana de la Guerra Fría fueron dos inmigrantes que hablaban inglés mal, que a diferencia de predecesores y sucesores se la jugaron diseñando las órdenes, antes que limitándose a cumplir con el manual de estilo. Más claro que para el ADN de una nación, lo importante es a dónde va: échele SALT (en inglés significa sal y alude a Strategic Arms Limitation Talks: acuerdo que desde Nixon –luego ratificado por Carter– limitó los misiles durante la Cold War). Esta calidad, cuantitativamente, ensaya constatar la matriz de inmigración calculada por el economista Louis Putterman, de la universidad norteamericana de Brown. Putterman contabiliza de dónde vinieron, en los últimos cinco siglos, quienes formaron las poblaciones de las naciones de la actualidad. Por ejemplo, Japón, China o Sierra Leona son naciones muy homogéneas, digamos originarias. En cambio, la población actual de la Argentina resume el aporte de 37 otros países o regiones; la de Canadá, 63 y la de los Estados Unidos, 83 países. Putterman hizo estos números para inquirir si homogeneidad u heterogeneidad nacional se relacionan con el crecimiento. Como buen neoclásico, confiesa que está desorientado con los resultados que halló.

Ahora, si en el ADN de la nación está la heterogeneidad inmigrante, eso apostando al crecimiento integrador, se avala y enaltece. En reversa, va contra la naturaleza de las cosas, contra el ADN de la nación y exacerba el patológico nativismo violento y discriminador dejar a un lado o desinteresarse del crecimiento integrador. En este último aspecto, el plan monetarista de ajuste en marcha y su prosapia de gran representante del estatuto del subdesarrollo, culturalmente está descolgado de la Argentina realmente existente y técnicamente tiene todos los boletos del fracaso comprados porque visan y tratan de acomodar desequilibrios que sólo existen en su mirada completamente ideológica, de tinte muy gorila. Acá también se puede decir que el barquinazo que ofrenda con certeza está en su ADN.

Esa consecuencia necesaria se desprende, por caso, de lo que sus mentores y heraldos suponen: que el origen de la inflación está en el déficit fiscal. Y del argumento conservador compasivo para vender la necesidad del ajuste, de dejar de erogar un hipotético impuesto inflacionario, lo que sería a favor de los menesterosos. Lo primero que llama la atención es la creencia ingenua sostenida por gente de lo más seria (al menos eso creen de ellos mismos) de que el Estado puede controlar y fijar la cantidad de dinero. Eso es una ilusión. No lo puede hacer, sencillamente, porque en el capitalismo la cantidad de dinero la fija la economía, cuya secuencia de ADN dice dinero-mercancía-dinero ampliado (por la ganancia). El crédito, la moneda que crean los bancos privados, materializa esa diferencia. Es sorprendente que los que se consideran defensores a ultranza de la libre empresa ignoren lo que impacta la ganancia en la cantidad de dinero. O no tanto, porque en realidad es ilusionarse con que le pueden imponer al resto sus objetivos de política, manejándose únicamente con el Banco Central. En su acre cinismo, son tan candorosos como sus archienemigos de la izquierda, que nunca supieron resolver el pasaje del capitalismo al socialismo. Ambos siguen jodiendo.

Munidos de ese objetivo de política recubierto de aparente racionalidad económica, estos monetaristas ramplones sostienen que suprimir el déficit fiscal evita emitir pesos para financiarlo, lo que es inflacionario porque la demanda de pesos está bajando mucho. Segundo cuento. No hay ni demanda ni oferta de pesos o de cualquier moneda. Para haberla, la moneda tendría que tener un precio. La moneda no tiene precio, tiene paridad identitaria (un peso vale un peso, un dólar vale un dólar y así). En esta visión obtusa e infundada, devolverle “demanda” al peso calmaría al dólar. Entonces pasan a felicitarse, ya que –según lo vertido en el programa confidencial dado a conocer por El Cohete la semana pasada– “en las actuales condiciones, el ajuste fiscal permitiría reemplazar el llamado 'impuesto inflacionario' por otros impuestos o bajas de gastos, que no generaría efectos recesivos (…) La población en general, y más la gente más humilde y vulnerable, se beneficiaría de no tener que pagar más (o pasar a pagar muy poco), del 'impuesto inflacionario' (…) Si este pago recayera en forma pareja entre los 34.000.000 de electores del padrón electoral, implicaría que cada votante estaría pagando 5.600 pesos por mes en concepto de 'impuesto inflacionario'. Ahora este votante medio dejaría de pagar este importe, pero debería compensarle vía pago de otros impuestos (o aumento de tarifas energéticas, por ejemplo), o por la vía dejar de beneficiarse por algún gasto que ahora recibe (por ejemplo, si fuera trabajador, en algún plan de obra pública que se suspendiera por el programa de ajuste fiscal)”.

En este verás que todo es mentira, verás que nada es amor del tercer cuento, aparece nítida la licencia del lenguaje que se toman al invocar al impuesto inflacionario. No había déficit si se financiaba con el impuesto inflacionario. Y tanto no lo había, que quieren suprimir el impuesto y compensar con la supresión del gasto.

Los otros supuestos tras esto son muy débiles y orbitan en torno a Milton Friedman y Don Patinkin, dos teóricos neoclásicos de la moneda con matices que los diferencian en medio de la creencia que los iguala: que podían encontrar cómo ponerle precio y razonar con la oferta y la demanda. Para que haya un más o un menos tiene que haber un parámetro: eso son los saldos reales. Ahora bien, los saldos reales (M/P, o sea la cantidad nominal de moneda sobre nivel general de precios) en este caso varían porque cambia la cantidad de moneda (cambio en el numerador) y arrastra a los precios por la financiación del déficit.

Ergo se demanda menos moneda porque se está por arriba de la demanda de saldos reales. En esta visión, el ajuste hace que los agentes económicos comprueben que ahora tienen menos moneda de la deseada, puesto que al subir los precios disminuyó el valor real de sus saldos monetarios restantes. Los agentes económicos, cuya brújula establece la constancia de los saldos reales, proceden a bajar su demanda de bienes y servicios para volver a acumular moneda. Rehacen sus saldos reales hasta alcanzar el nivel de siempre, lo que debería hacer bajar los precios.

Y así siempre la salida es por lo bajo. Está en el ADN monetarista. Toda esta mistificación, cuando se encuentra con la realidad de que no puede controlar los costos y los precios se van al carajo, y la masa monetaria les saca la lengua y sigue creciendo, lejos de resignarse, vuelve a la carga. Se dan manija, convenciéndose de que no fueron lo suficientemente a fondo. Y meta mucho más de lo mismo. La descripción intenta reflejar la secuencia que está en el ADN de una flor de crisis política.

 

 

 

 

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