Como rata por tirante

Los esfuerzos por despegarse y el vaciamiento de la política

 

Los otrora difusores cromáticos del macrismo empiezan a saltar el cerco, inquietos por la legitimidad futura de imagen y voz. Divisan un potencial naufragio con factura económica y social —a corto y/o a mediano plazo—  y se niegan a verse como garantes solidarios, a pesar de la evidente responsabilidad colectiva en otorgarle protección, viabilidad, comodidad discursiva, modosidad y aire empático y confortable desde diciembre de 2015.

La dama de los almuerzos y las cenas, Mirtha Legrand, afirmó el 12 de mayo: “Hagan algo... Marcos Peña… Que habla y dice que está todo bien, mentira, no está todo bien, mentira. Digan la verdad”. El regaño de la moralina posee un doble registro. Por un lado, refiere al apresurado salvoconducto de “salvar la propia ropa”, de evitar el hundimiento con el barco insignia del neoliberalismo local. Pero también expresa una recriminación acerca del capital simbólico invertido, en este caso de la Legrand, para dotar al macrismo de una legitimidad utilizada durante dos años y medio. Ella se autopercibe “traicionada” por falta de resultados, es decir, por la dilapidación de globos efectuada por el proyecto neoliberal. Otro ejemplo es Marcelo Longobardi. El 25 de mayo editorializó desde los micrófonos de radio Mitre —propiedad del grupo Clarín—, hablando de un evidente “deterioro político del gobierno” y del “cuadro de situación económico complicado” y responsabilizó al gobierno por su mala praxis.

Las camaleónicas volteretas de Jorge Lanata no le impidieron que se muestre sobreactuadamente indignado. “No hay que subestimar al público –afirmó en su programa radial el 24 de mayo—: está harto de que los medios le mientan”. En otra parte de la misma edición matinal de Lanata Sin Filtro, subrayó: “El gradualismo terminó en esta crisis y ahora vendrá el Fondo Monetario Internacional (FMI)”. Otro de los epígonos del optimismo inicial –hoy raudamente negado u olvidado– es Alfredo Manuel Lewkowicz, conocido como Alfredo Leuco, quien en la última semana caracterizó al gobierno de Cambiemos como “un grupo de burócratas que no acertó nunca con las soluciones económicas y que encima les importa un carajo lo que pasa con la democracia y los sectores más vulnerables de la Argentina”. La evasión también tuvo presencia entre los acólitos más grotescos como Feinmann y Baby Etchecopar, quienes se expidieron contra la “soberbia y arrogancia” del gobierno –en el primer caso— y contra “un grupo de improvisados” que provocan una situación “desesperante” en el país, en el caso del pendenciero Etchecopar.

Sin embargo, atrás de estos fuegos de artificio (basados en arrebatos superfluos) se intenta, sigilosamente, salvar algo del incendio. En la fuga se pretende aniquilar la política, caracterizando a la crisis actual como la expresión de errores personalizables e individualizables. Se busca así eludir la confrontación de los guiones que esos individuos/actores interpretan. Se rehúsa la posibilidad de ubicar los proyectos que fueron implementados para llegar a este deterioro, cuyo puerto más cercano se llama FMI. Para lograr ese salvataje (que autorice reacomodamientos futuros) se instituye la peregrina idea de que todo ha sido obra de malos intérpretes, haciendo referencia omisa al proyecto que han actuado y expresan.

Uno de los grandes triunfos de la lógica neoliberal no es ganar una elección democráticamente sino contribuir al logro de transformar el debate público –callejero, televisivo, radial o en redes sociales— en un espacio de personificaciones ajenas a proyectos. La disparada de quienes "abandonan el barco” viene con trampa: deslizan críticas a unos gobernantes puntuales y no a las causas que permitieron el abismo que ya se ve en el horizonte. Paradójicamente, la deserción de los Leuco, Legrand y otros sujetos sorprendidos habla de la sensación de una “traición” a la estabilidad que esperaban, como si el equilibrio social (o su tensión) fuese sólo obra del gobierno sin que –en este caso— los sectores populares respondiesen. La paz que deseaban consistía en una distribución de la riqueza (y del discurso) beneficiosa para los sectores más privilegiados, y una pasividad de sus víctimas. Algo falló.

 

Fuga y vaciamiento

Los voceros del establishment mediático hegemónico se encuentran atrapados entre varios fuegos. Por un lado, ante un clima que empieza a enrarecerse y sepulta el optimismo cavernoso (Platón dixit) basado en: (a) la dialéctica aspiracional de sectores medios que ven decrecer sus expectativas; (b) la persecución a los opositores y el desentierro recurrente de Nisman y (c) las promesas de unas inversiones que nunca llegan. La ruptura de una engreída solidez (que sólo se asentaba en el universo simbólico) genera que sus comunicadores se sientan traicionados: fueron parte de quienes le otorgaron sustento al proyecto neoliberal con la pretendida sospecha de una durabilidad extendida.

Su pretendida escapatoria es también la expresión de una eticidad mendaz que estalló al confrontarse con las evidencias: Cambiemos asumió el gobierno en nombre de una concepción republicana cuyo Estado de derecho –curiosamente— vapuleó. Nombró y atizó la moralidad pública a caballo de cuentas offshore y negociados beneficiosos para sus gobernantes, en un carril que denominó –eufemísticamente— conflicto de intereses. Atizó acusaciones contra ex funcionarios (del gobierno anterior) pero moderó otras debajo de la alfombra, cuando se percató que las pesquisas podían orientarse hacia las oficinas de sus CEOs, otrora proveedores del Estado. Incluso reprimió mientras llamaba bucólicamente a obturar la grieta política del país.

Para cualquier periodista –incluso para sus voceros, como el caso de los profesionales analizados— es muy difícil sostener tamaña contradicción so pena de caer en ridículo, incluso al interior del grupo de sus más conspicuos seguidores. En un libelo de 2011, Jaime Durán Barba preanunciaba el sustrato de esta lógica que se pretendía eterna: “El reality show venció al show de la realidad”. Lo que no consignaba el ecuatoriano es el lapso de duración existente para que los términos se inviertan y “la realidad empiece a vencer al reality show”.

Los mismos voceros que brindaron argamasa discursiva al desmembramiento del Estado, los alineamientos ajenos a América Latina, la persecución a militares populares, el hostigamiento a Venezuela y la pauperización de la industria nacional, se empiezan a ubicar como potenciales víctimas. En el desbande pueden llegar a disputarse los mismos retazos de carne publicitaria y recurrir a reyertas de teatro de revisas para reubicarse en el cielo mediático con identidades y manchas menos ostentosas. Pueden pasar –como a Luis Majul— de habilitar acusaciones de negociados y favoritismos a maniobrar contra Elisa Carrió sólo para postularse como un limpio adepto de la competencia periodística: el 21 de mayo el conductor de La Cornisa denunció a la blonda diputada por sostener un contrato de exclusividad con TN del grupo Clarín, e impedir, de esa manera, cualquier contacto con el programa televisivo que él conduce.

 

 

El convenio implícito que firmaron esos periodistas –que también contribuye al vaciamiento de lo político— es la alimentación del monstruo ampuloso del escándalo: la altisonancia, la moralina indignada y la farandulización han instituido un contrato mediático en donde se ofrece un bullicio apto para enfervorizar audiencias, sobre la base de disputas vanas que –básicamente— logran impedir la inexistencia de debates sobre proyectos de país. Esta es la motivación de fondo: esquivar la discusión de orientaciones estratégicas y al mismo tiempo imponer egocracias, basadas en la seducción personal como fundamento. Ese es el territorio donde es habitual deslizarse al desprecio como adjetivación del otro, la virulencia y la desvalorización subjetiva como mecanismo de deslegitimación del oponente político.

 

Roland Barthes y el ninismo

Quienes abandonan el barco buscan cambiar nombres, personas, imágenes de nuevos productos de marketing, transfigurados para que el fracaso de una política se asocie a nombres y no a proyectos. Se pretende instalar en la agenda pública la noción boba de que los fracasos (actuales) son sólo por equivocaciones, o mentiras o incapacidades personales. Dispositivo orientado a que no se divise con claridad el trasfondo –y la continuidad histórica— de aquello que hoy se vuelve a implementar: el modelo que ansiaba Celestino Rodrigo con Isabel Perón; Martínez de Hoz con la dictadura genocida; Juan Vital Sourrouille con Raúl Alfonsín; Domingo Cavallo con Carlos Menem y otra vez, Domingo Cavallo con Fernando de la Rúa.

Quienes hoy huyen recurren a la espectacularización y al simulacro de la indignación, tanto para limpiarse como para construir el terreno del que se vayan todos o del fracaso de un equipo particular. Buscan equiparar –sin establecer diferencias ni distancias— proyectos de países antagónicos. A este tour de force Roland Barthes lo denominaba práctica del ninismo (ni esto ni aquello): la facultad para meter en el misma bolsa a quienes –en este caso— tienen un programa neoliberal confundiéndolos con quienes sustentan un proyecto soberano. Así, los ampulosos y coléricos publicistas buscan embarcarnos en la despolitización a través de una igualación entre modelos en pugna, destinado a evitar que los futuros depositarios de la confianza social no logren ser lo que ellos llaman el populismo. Ese equilibrio inestable de la palabra –apuestan— les permitirá resguardar un fragmento de credibilidad periodística para ser ostentada en el futuro, cuando el abismo advertido se haga presente.

Pero los sectores populares sólo tienen como recurso histórico la política: sólo pueden ser parte de un entramado de acción colectiva como forma de impulsar y conquistar derechos. Las grandes mayorías no poseen el poder de las manos visibles del mercado, ni las propaladoras del discurso bienpensante, ni las armas adscriptas a los aparatos de represión nominados por Max Weber como violencia legítima del Estado. Sólo son poseedores de la política. Habrá que impedir, entonces, que los voceros hegemónicos logren contaminarla con sus salvoconductos para no hundirse.

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