COMODORO PY NO ERA MALA PALABRA

La muerte de Horacio Cattani, a los 79 años

 

Con Horacio Cattani, quien falleció en Buenos Aires a los 79 años, desaparece uno de los mejores jueces que tuvo el periodo post-dictatorial. Cattani llegó a la Cámara Federal de la Capital luego de la condena a los ex comandantes, cuando las maniobras oficiales para impedir que los procesos continuaran con funcionarios de menor jerarquía produjo las renuncias de algunos de los jueces del grupo inicial. Permaneció allí durante tres décadas, mientras su salud frágil se lo permitió.

En 1987 y 1989, cuando Alfonsín promulgó la ley de obediencia debida y Menem firmó los decretos de indulto, unos pocos magistrados los consideraron inconstitucionales: entre ellos Cattani y su colega en la misma Cámara, Mario Gustavo Costa; los fiscales Aníbal Ibarra y Hugo Cañón; los jueces de primera instancia Carlos Oliveri, Juan Ramos Padilla y Luis Niño; los camaristas Gabriel Chausovsky (Paraná), Juan Antonio González Macías (Mendoza), Luis Cotter, Ignacio Larraza y Ricardo Planes (Bahía Blanca); el ministro de la Corte Suprema de Justicia, Jorge Bacqué, en cuyo extenso voto en minoría intervino el entonces secretario penal de la Corte, Leopoldo Schiffrin.

Quedaron en minoría y durante varios años, que coincidieron con el comienzo de la convertibilidad, pareció que el tema había sido olvidado por la sociedad, cuyas clases medias volvieron a practicar el gratificante deporte del déme dos, mientras terminaban de destruirse las bases productivas de la que hasta 1975 había sido la sociedad más igualitaria de América Latina, con un grado de desarrollo equivalente al de los principales países europeos. En esos años oscuros para la memoria, la verdad y la justicia, Cattani emprendió una tarea sigilosa, en conjunto con el Equipo Argentino de Antropología Forense: la identificación de cuerpos sepultados como NN y la compulsa de la abundante documentación producida por la burocracia policial y judicial.

En 1995 el capitán de la Marina Adolfo Scilingo confesó su participación en dos vuelos durante los cuales 30 prisioneros fueron dormidos y arrojados al mar. Bajo la enorme conmoción que esto causó, el presidente fundador del CELS, Emilio Mignone, pidió a la Cámara Federal que declarara la “inalienabilidad del derecho a la verdad y la obligación del respeto al cuerpo y del derecho al duelo, el derecho a conocer la identidad de los niños nacidos en cautiverio” y que arbitrara las medidas necesarias “para determinar el modo, tiempo y lugar del secuestro y la posterior detención y muerte, y el lugar de inhumación de los cuerpos de las personas desaparecidas”.

Al mismo tiempo, los familiares de las secuestradas religiosas Alice Domon y Leonie Duquet solicitaron al mismo tribunal que la Armada entregara la lista de las personas que estuvieron detenidas en la ESMA. La Armada respondió que la Cámara, que le había solicitado esas informaciones, no tenía facultades para proseguir la investigación porque “no hay acción pública. Rige el olvido, el silencio y el perdón a hechos pasados”. También opinaba que cumplir el requerimiento de la Cámara sería “facilitar un inútil conflicto de poderes” porque la jerarquía militar “no admite más que un superior en el vértice”, que es el Presidente de la Nación. La Cámara devolvió ese escrito por improcedente y dijo que constituía “un inadmisible juicio de valor acerca de lo dispuesto por este tribunal”. Era también una confusión gravísima acerca de la división de poderes republicana.

Así comenzaron los juicios por la verdad, que en forma gradual se fueron extendiendo al resto del país, en contra de los deseos de Menem pero también de los de Alfonsín, quien intentó presionar a los jueces, según confirmó durante un plenario de la Cámara uno de ellos, Juan Pedro Cortelezzi. Mignone fue inflexible en los principios, pero muy hábil en su operatoria. Los juicios por la verdad permitirían reabrir la puerta cerrada por las leyes y decretos de impunidad. En noviembre de ese mismo año 1995, la Corte Suprema de Justicia decidió conceder la extradición de Erich Priebke solicitada por Italia para juzgarlo por la masacre de las Fosas Ardeatinas, cometida por las tropas nazis que ocupaban Roma, en represalia por un atentado. En cumplimiento de una orden de Hitler, 335 italianos fueron asesinados, a razón de diez por cada uno de los 33 alemanes caídos en el ataque de un grupo partisano. La Corte Suprema dijo entonces que el artículo 118 de la Constitución Nacional hacía obligatoria la aplicación en el país del Derecho de Gentes, para el cual los crímenes contra la humanidad como los cometidos por Priebke no eran amnistiables ni su persecución cesaba por el mero paso del tiempo. Nadie asoció por entonces ese fallo con los crímenes de la dictadura militar.

Cinco años después, en un juicio por el saqueo de los bienes del detenido desaparecido Conrado Gómez en la ESMA, Cattani y sus compañeros de sala Martín Irurzun y Eduardo Luraschi establecieron que los delitos de lesa humanidad son imprescriptibles y sus autores pueden ser juzgados a pesar de las leyes de punto final y obediencia debida. Lo mismo hicieron en La Plata Schiffrin y los camaristas que lo acompañaron.

En noviembre de 2001, Cattani redactó el fallo de la Cámara Federal que declaró nulas e inválidas las leyes de punto final y obediencia debida, y que también firmaron sus colegas. Confirmaron así la decisión adoptada meses antes por el juez de primera instancia Cabriel Cavallo, una vez más a solicitud del CELS. Los sucesivos procuradores Nicolás Becerra y Esteban Righi lo convalidaron, y la Corte Suprema de Justicia no tuvo otra alternativa que confirmarlo, en 2005, con lo cual se reabrieron los juicios en todo el país. Cattani también declaró inconstitucional el indulto dictado por Carlos Menem.

Todos lo sabían, pero nadie lo contaba en voz alta. Desde la sanción de la ley de obediencia debida en 1987 hasta su nulidad en 2005, la Cámara Federal de la Capital fue escenario de una transacción silenciosa entre el austero juez Cattani y los distintos camaristas que se sucedieron en sus dos salas. Cattani, que en los peores años concentró sus mejores esfuerzos en las investigaciones sobre los Crímenes de Lesa Humanidad de la dictadura cívico-militar, conseguía la unanimidad para esos fallos a cambio de no oponerse a las excarcelaciones de banqueros y otros trapalones que interesaban a sus colegas.

Los servicios de información pusieron la mira sobre ese tribunal y forzaron la renuncia de uno de sus integrantes, a quien fotografiaron en una cita con una profesional del sexo que ellos mismos habían concertado. Con Cattani lo intentaron, pero no pudieron. Casado con la periodista Monona Estévez, tuvo un encuentro con una novia de juventud que fue detectado por la SIDE. Ella era una persona muy notoria, porque estaba casada con una celebridad latinoamericana. El sobre con fotografías del seguimiento que les realizaron durante un viaje al interior estalló como una bomba en el hogar de los Cattani. El juez sinceró la situación con su esposa, a quien nunca dejó de amar, y juntos decidieron mostrarse más unidos que nunca. De ese modo frustraron ese intento repugnante de quebrantar la voluntad de un juez como hubo pocos. Ahora que los protagonistas ya no están, es posible contar en detalle esta historia.

 

 

 

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