Con papel y lápiz

Relato en primera persona de quienes trabajaron en la elaboración del Nunca Más

 

Era una tarde bella, 20 de septiembre de 1984. La Plaza y alrededores rebalsaban de gente. Teníamos 39 años menos. Esa tarde se entregaba el informe Nunca Más, nuestro informe (ya era nuestro), nuestro trabajo hecho con toda la honestidad y toda la pasión de las que un grupo humano pueda ser capaz.

Éramos unas decenas de personas en medio de millares. Algunos llorando, otros lagrimeando, como tantas veces durante esos meses mientras armábamos el rompecabezas del mayor horror que se hubiera producido en nuestro país.

Un informe hecho a fuerza de la valentía de familiares y sobrevivientes que iban a declarar y también de la prepotencia de trabajo y garra de quienes trabajamos allí, porque los represores de la dictadura estaban sanos, fuertes, vivos, libres y pisándonos los talones a la vuelta de la esquina. No voy a pecar de falsa modestia, no a esta altura de mi vida.

Estábamos juntos por una misma causa: Libertad y Derechos Humanos. Los que tomaron denuncias y los que las analizábamos e investigábamos para seguir los derroteros de los secuestrados; identificar a los represores y a las víctimas; detectar los lugares que los liberados describían por retazos: cuántos escalones habían subido o bajado al llegar; cómo era el baño; qué nombres escuchaban, ese era mi trabajo.

Había que calcular (yo debía calcular) a cuánto tiempo y cuántos giros a izquierda o a derecha podría situarse el sitio buscado del lugar donde los habían chupado; rastrear en grandes mapas de hule ese viaje infernal –que hacían tabicados y generalmente en los baúles de algún Falcon–, sin poder ver pero con el resto de los sentidos encendidos y alertas.

Había que seguir ese viaje, con el dedo sobre el gran mapa en la pared, adivinando el bullicio de las avenidas o el silencio de calles desconocidas que ellos recordaban. Había que dar, en ese camino, con una dependencia de alguna de las Fuerzas Armadas o de Seguridad que pudiera parecerse, y anotar que ese podría ser otro más de los cientos de centros clandestinos de detención (CCD) a chequear, a confirmar.

“Lugares y Métodos”. Ese era el subtítulo que yo escribía en cada nueva hoja de oficio que tomaba en blanco cada vez que identificaba o ponía bajo sospecha un nuevo lugar. Una anotación en birome, el nombre del posible CCD, su descripción física.

Y los “métodos”. ¿Los métodos? No voy a entrar en detalles aquí, todos los sabemos, los métodos eran el modo de la tortura, las perversas formas que iba adquiriendo la tortura, que no era la misma en todos lados.

Luego, en lápiz, distintas anotaciones, conjeturas, posibilidades para ser confrontadas más tarde con algún otro testimonio sobre ese mismo lugar, al igual que los listados de “gente vista”, que en general eran nombres escuchados, y los listados de represores, obtenidos del mismo modo.

Papeles, anotaciones manuscritas. Y la memoria que debía funcionar como una computadora porque no las había, no había sistematización posible, no había tecnología. Las computadoras comenzaron a llegar (creo que fueron dos) hacia el mes de agosto si mal no recuerdo, y se capacitó a dos compañeros para utilizarlas y cargar para el futuro los datos recabados, pero para ese informe no estarían a tiempo.

Así trabajamos en la CONADEP. Así hicimos el informe y todas las investigaciones que dieron lugar al Juicio a las Juntas y que, muchas décadas más tarde, servirían de base probatoria contra los represores cuando se reabrieron los juicios.

Tenía una máquina de escribir Lexicon 80 para pasar en limpio y resumir, complementando así junto a otros compañeros la tarea del gran editor del Nunca Más, el abogado y dramaturgo Gerardo Taratuto, que le dio forma al libro en su conjunto.

Así, de este modo rudimentario y voluntarista, se escribió el Nunca Más.

Nadie imaginó que los casi 100 CCD con que contábamos al inicio –producto del trabajo de los organismos de derechos humanos durante la dictadura– superarían los 350 en poco tiempo. Y mucho menos se imaginó la trascendencia que ese informe –hecho a fuerza de empecinamiento– tendría para la historia.

Cuando un CCD tenía varios testimonios coincidentes se armaba el llamado “paquete” y se convocaba al abogado de la Secretaría de Asuntos Legales para que comenzara a darle sustento jurídico, con el fin de armar la denuncia legal. El primer paso era ir a visitar los lugares denunciados junto con liberados y familiares, para “reconocerlo”. Eso lo hacía la Secretaría de Procedimientos.

Visitar esos lugares en el año 1984, cuando seguían estando bajo control y habitados por los mismos represores denunciados y a los que se iba a llevar ante la Justicia, no era nada fácil ni era para cualquiera. Con la democracia recién reconquistada, la seguridad no estaba garantizada.

Hasta el último día seguimos investigando y el 20 de septiembre a la tarde fuimos a la Plaza de la mano, un grupo de personas, unidas por una tarea y muchos principios.

Nunca tuve ni tendré un trabajo mejor que aquel. Lo hice con total entrega, sin haber sido víctima ni familiar y sin compartir, en la mayoría de los casos, la ideología o las opciones de las víctimas para quienes, desde mi modesto lugar, estaba colaborando para hacer Justicia.

No eran mis amigos, no eran mis compañeros, pero entregaba toda mi pasión, todo mi ser, por proteger cada papelito y cada anotación para defender así la libertad y los derechos humanos de aquellos desconocidos.

Apenas estábamos empezando a recuperar nuestra democracia representativa, republicana y federal, la vigencia de nuestra Constitución, y bien sabíamos lo frágil que era aquello.

Un cálido recuerdo a mis ex compañeros de la CONADEP, nunca mencionados.

 

 

 

* Anahí Abeledo integró la Secretaría de Denuncias de la CONADEP.

 

 

 

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