CONCIENCIA NACIONAL Y DESARROLLO

Los mitos de los planes Conintes y Larkin como obstáculos al desarrollo de la conciencia nacional

 

En el entrevero de crisis, endeudamiento externo y pandemia que rige la actual cotidianeidad, los dos primeros ingredientes sugieren —en medio de tanta incertidumbre— la consolidación de una certeza que hace al comportamiento político de los dos tercios de la sociedad, que tienen en el mercado interno la base objetiva del interés común y en el Movimiento Nacional el instrumento que lo expresa: sabe lo que no quiere, pero dista mucho de saber a qué apostar en firme para que se materialicen sus deseos a través del desarrollo de las fuerzas productivas. Testimonio de ello son las anomalías que significaron Juan Perón, Arturo Frondizi, el Raúl Alfonsín del juicio a los genocidas; Néstor Kirchner y Cristina Fernández. Son anomalías porque cuando nadie esperaba nada distinto a lo desangelado de siempre, a fuerza de liderazgo le imprimieron un cambio favorable al bienestar material y espiritual de las mayorías. Por un lado, eso prueba que las condiciones y circunstancias estaban dadas para dar el salto; por el otro, que la falta de desenvolvimiento de la conciencia política del movimiento nacional impedía identificarlas y sostenerlas en todo su potencial más allá de la coyuntura propicia.

Con respecto al otro tercio de la sociedad civil su único papel es el de rémora del subdesarrollo. Se aferran al país que ya no es pero resiste dejar de ser –utilizando distintos grados de violencia, según el momento— con la eficacia y el espacio que le suministra las poquedades sobre qué hacer de los dos tercios. No es que dejar atrás el desarrollo los perjudique: su alto nivel de ingreso indica que ya son desarrollados. Entonces, desde esa posición el avance del conjunto ni fu ni fa. En todo caso la refuerza y mejora. Pero pierden la manija y la capacidad de imponerse al resto que sí está bajo el asedio del subdesarrollo. De resultas, el tercio rancio no puede dar una dirección de salida porque por definición no la tiene, pero al ser los beneficiados del penoso orden existente generan los enormes costos sociales que padecemos en los que se capitalizan para el retraso los pasivos de las mayorías nacionales y populares. Lo cierto es que pese a todo la base está porque gracias a las anomalías el tiempo no ha transcurrido en vano, aunque la organización que lleve adelante la transformación política en tanto institucionalización de la conciencia no puede consolidarse por las debilidades de esta última. Esa institucionalización, al hacerse cultura, es lo que impide el retroceso.

Uno de los elementos que presiona positivamente la conciencia es la experiencia exitosa y más profunda en la traza de los caminos hacia el ascenso del nivel de vida. Pero como es lo que instruye e inspira la obra del gobierno 1958-62, fase superior del proceso iniciado el 17/10/1945, o bien se la desdeña o bien se la ignora, cuando no se la malversa y falsea deliberadamente. Sea por lo que fuere, entre sus críticos la mala predisposición se hizo consuetudinaria y taró la percepción real del pasado.

 

 

Conintes y Larkin

La dinámica de saber lo que no se quiere pero dudar de lo que se desea tiene la potestad de desechar lo que no corresponde y dar por bueno lo que es contrario al interés de la mayoría, si no se clarifica lo segundo por medio del trabajo político entre los sectores y clases que tienen en el desarrollo el objetivo que los aúna. Caso típico: los mitos sobre los supuesto hechos tenebrosos del gobierno del ’58. Siguieron estando a mano hasta hoy, a efectos de disimular que al fin y al cabo se está intentado desde 2003 a la fecha –excluido el engatusamiento del gobierno anterior— hacer lo mismo que tanto pero tanto se había criticado. Para sacar patente de que se está en ese ajo, entre las sagas más frecuentadas hay dos que buscan suscitar el efecto estremecimiento cuando son narradas o simplemente invocadas: Conintes y Larkin.

Cualquier gobierno debe ser juzgado en el balance entre sus políticas más reaccionarias y menos felices y aquellas otras decididamente progresistas. Del gobierno de Frondizi, se suele recordar o poner a consideración las primeras con el sólo objeto de negar las segundas. Un caso típico es el del llamado “Plan Conintes” (Conmoción Interna del Estado). Siguiendo los datos de Alain Rouquié y Robert Potash, se constata que tuvo vigencia entre el 13/3/60 y el 1/8/61. Su base jurídica fue la ley 13.234 (ley Conintes), vigente desde 1948, primer gobierno de Perón. El objetivo de esa ley aplicada por el propio Perón y por Frondizi, era el de facultar a las fuerzas de seguridad para gestionar los servicios públicos afectados por el o los conflictos que impidieran su funcionamiento y no contemplaba penalizaciones.

Entró en juego tras una gran escalada de atentados, particularmente dos previos inmediatos por su grado de atrocidad, uno atribuido a los servicios del Ejército, a efectos de provocar la caída de Frondizi. Al otro día del segundo de esos dos atentados, el Comandante en Jefe del Ejército, general Carlos Severo Toranzo Montero, fue al despacho del Presidente Frondizi para exigirle que firmara la ley marcial a cargo de los militares. Frondizi, en función de las relaciones de fuerza existentes, puso en vigencia el Conintes. Había que aguantar y neutralizar a un fascista como Toranzo Montero que, entre otras cosas, quería echar a Rogelio Frigerio (el abuelo) “porque era comunista”. En vez de observar una muy lúcida maniobra que impidió operar a lo que puede ser apreciado como el gran antecedente de lo que fue tres lustros después el terrorismo de Estado, se cargan las tintas en los supuestos fervores reaccionarios de Frondizi, incluso falseando datos.

Porque lo único cierto es que entre los poco más o menos de 3.000 detenidos durante el Conintes, no hubo un solo muerto ni un torturado, y los atentados comenzaron a declinar: de 941 casos de 1959 a 327 en 1960 y 51 casos en 1961. Además, en pleno Conintes, el 16 de marzo de 1961 Frondizi devolvió la Confederación General del Trabajo de la República Argentina (CGT) a un movimiento laboral unificado integrado por veinte gremios, de los cuales diez eran peronistas. Este es un dato nada menor. El servicio público afectado que llevó al Conintes fue el ferroviario. La huelga ferroviaria, la de los bancarios y la de los maestros (que por primera vez gozaban de un estatuto que impedía arbitrariedades) era alentadas por gremios con conducciones muy gorilas que llevaban a sus representados contra sus propios intereses, puesto que por todo concepto su meta era romper el alcance del pacto Perón-Frondizi. Algunos muchachos y muchachas peronistas algo distraídos se habían subido a este tren gorila.

A propósito, si hay un punto donde todas las ficciones posibles de los críticos del desarrollismo se sacan chispas es en el tema ferrocarril, y eso que en el sector automotriz el caldo zoilo fue de los más espesos y en el de la batalla del petróleo los balcones estaban todos alquilados. Todos los que quieren destacar el supuesto carácter reaccionario, antipopular y antinacional del gobierno de Frondizi, se apuran a relatar el desmantelamiento de la red ferroviaria, la cruel represión de la huelga ferroviaria de 1961, el decidido sesgo anti ferroviario del gobierno a favor de la recién implantada industria del automóvil. Y todos dicen que ese malhadado comportamiento, desde sus inicios, obedeció a esa especie de protocolo de los siete sabios llamado: “Plan Larkin”.

Informa el economista Fernando Ariel Ortega en un estudio del mentado plan que “iniciado en 1959, bajo la dirección del Teniente General (re) norteamericano Thomas Bernard Larkin, fue el más completo estudio que se realizó sobre el transporte en nuestro país ya que incluía no sólo los ferrocarriles, sino los caminos, vías fluviales y puertos, con el objetivo de coordinar su desarrollo y asignar las prioridades de inversión que requería cada uno de los sistemas […] El desolador panorama con el que el Plan describió el estado de la red ferroviaria nacional, sumado a que había sido elaborado por sugerencia del Banco Mundial, motivó que el informe fuera repudiado por los ferroviarios y posteriormente por la historiografía nacionalista”. Larkin en ese momento era el más renombrado experto mundial en la materia. La fama se la había ganado por ser el realizador de los programas de reconstrucción de los ferrocarriles de los principales países europeos en la post guerra.

No importa que los 42 días de huelga que se sucedieron en octubre de 1961 fueran en repudio de lo acordado (muy a favor de los trabajadores) en el Acta del 26 de agosto para ponerle fin a otra larga serie de paros, Acta que mereció los reproches de los generales Pedro Eugenio Aramburu y Bernardino Labayru, por entonces caudillos militares de peso. El primero, porque “consideraba que el convenio firmado era una barbaridad y Frondizi volvía a cometer el error de 1958 cuando había subido masivamente los salarios a los trabajadores”. El segundo en razón de que “el arreglo con los ferroviarios era una consecuencia directa de la visita del Che Guevara”. No importa que una parte de la gran huelga se debiera a que los foguistas rechazaban la incorporación de máquinas diésel. No importa que de “la red ferroviaria argentina que en ese entonces rondaba los 43.000 kilómetros y […] que la misma estaba efectivamente sobredimensionada” se hayan cerrado entre 1958 y 1962 nada más que 1.000 kilómetros de vías casi todas de ramales marginales. En fin, no parece importar nada que el mantenimiento del sistema ferroviario explicara tres cuartas partes del déficit fiscal de entonces y que, fundamentalmente, “gracias a la cantidad de material rodante adquirido durante su gestión [la de Frondizi], el sistema ferroviario argentino pudo paliar en parte durante las décadas del ‘60 y ‘70 los niveles de obsolescencia tecnológica que se arrastraban desde décadas anteriores”.

No, lo que ha importado es dejar registrado en la memoria histórica que se identifique “a la presidencia de Arturo Frondizi, como aquella en la que con el despido de miles de ferroviarios y el cierre de los primeros ramales se dio inicio al proceso de desmantelamiento de la red férrea nacional”, al amparo del “denominado Plan de Largo Alcance, conocido popularmente como el Plan Larkin”, y evaluado dicho plan “como el fiel representante de los intereses extranjeros que pretendían imponer el transporte automotor en Argentina” de acuerdo a lo que informa Ortega. El mentado “Plan Larkin” fue elevado al Presidente Frondizi cuatro semanas antes del golpe que lo derrocó en marzo de 1962. Fue materialmente imposible que haya tenido alguna incidencia en la política ferroviaria. Lo de Ortega también es irónico.

Los datos fidedignos de estos historiadores de insospechables simpatías frondicistas ponen en negro sobre blanco cuál es el pasado que hoy es prólogo de las razones objetivas que tienen todas esas clases y sectores sociales afectadas por el atraso, para una alianza encaminada a dar respaldo a una política de desarrollo nacional. Apunta con razón Rogelio Frigerio (el abuelo) que “el problema político se plantea en cuanto a la concientización de esas razones”. De ahí, entonces, que el Tapir alecciona que “ese es el verdadero problema político, para cuya solución tiene que estructurarse un movimiento nacional como instrumento político y de cuya solución surgirá la consolidación del movimiento nacional como expresión política de la alianza de clases y sectores sociales”. Si eso no ocurre dependemos del albur de que aparezca la anomalía de turno. Antes y ahora, el colectivo está sólo y esperando.

 

 

 

 

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