Confesión de Estado

El lawfare como política de Estado y la ruptura de la división de poderes

Foto: Luis Angeletti.

 

La confesión pública de Javier Milei de que fue “el primer Presidente que tomó la decisión de que Cristina vaya presa” excede lo retórico. No es un exabrupto ni una provocación: es un acto de poder que desnuda la apropiación de un ámbito que la Constitución reserva al Poder Judicial.

Cuando un Presidente asume haber decidido la detención de una dirigente política, no comenta una sentencia: confiesa la disolución del límite institucional que separa al Ejecutivo del Judicial. Esa admisión desdibuja los cimientos del Estado de derecho y vulnera el pacto fundacional de la democracia argentina.

La gravedad de esas palabras se potencia en el contexto judicial que rodea a Cristina Fernández de Kirchner. Ella enfrenta una condena dictada por el Tribunal Oral Federal 2 en la causa Vialidad, signada por irregularidades procesales, vínculos extrajudiciales y acusaciones sin sustento probatorio. Detrás de los discursos de legalidad se esconde una operación de proscripción que pretende expulsar de la escena pública a quienes expresan los intereses del pueblo.

El lawfare es un método de disciplinamiento político que opera mediante cuatro dimensiones articuladas: la judicial, que fabrica acusaciones; la mediática, que instala el sentido común punitivo; la política, que garantiza cobertura institucional y legitimidad discursiva; y la simbólica, que destruye reputaciones para deslegitimar liderazgos. Se trata de un proceso que, lejos de ser local, responde a una matriz continental de control político.

En toda América Latina se repite este patrón. En Brasil, la persecución y proscripción de Lula da Silva alteró el curso político del país y allanó el ascenso de la ultraderecha. En Ecuador, la condena en ausencia a Rafael Correa consolidó un modelo de exclusión institucional. En Bolivia, la persecución judicial contra Evo Morales derivó en un golpe de Estado disfrazado de transición.

En todos los casos, el poder judicial fue utilizado como instrumento de una nueva ingeniería de dominación que busca impedir la soberanía política y económica de los pueblos.

La  confesión pública de Milei funciona como prueba empírica de una práctica que ya no necesita ocultarse. La persecución se naturaliza y la impunidad se vuelve parte del sistema.

El intento de magnicidio contra Cristina Fernández de Kirchner, cuyas responsabilidades materiales fueron juzgadas, deja en evidencia ese mismo entramado. Los autores materiales fueron condenados. Pero no se avanzó sobre quienes planificaron o financiaron el ataque, consolidando un blindaje institucional que perpetúa la impunidad y el clima de odio político que habilitó el atentado.

Todo esto refuerza la vigencia de la campaña Cristina Libre, que hoy adquiere una dimensión aún más profunda. No se trata únicamente de exigir justicia por una causa judicial viciada, sino de defender el sentido mismo de la democracia frente a un poder que pretende apropiarse del Estado para silenciar la disidencia.

La libertad de Cristina expresa la defensa de la soberanía popular, del derecho del pueblo a elegir sin proscripciones y de la necesidad de restablecer el equilibrio democrático roto por la persecución política y mediática.

La confesión presidencial no solo compromete la institucionalidad: revela una concepción autoritaria del poder. Una visión que concibe al Estado no como garante de derechos, sino como herramienta de revancha política.

Esa confesión es, en sí misma, un acto de gobierno: institucionaliza la persecución y convierte la ilegalidad en norma. Recuperar la democracia exige desenmascarar este proceso, restituir la independencia de poderes y reconstruir un horizonte político donde la justicia no sea un arma, sino un bien común.

La confesión de Estado no es solo un síntoma del presente: es la confirmación de un modelo de dominación que busca reescribir la democracia desde el poder.

 

 

* Lorena Pokoik es diputada de Unión por la Patria.

 

 

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