CONFESIONES DE INVIERNOS

La obra mayor de Sui Generis cumple 50 años y tiende un puente entre el '73 y el 2023

 

En términos del reloj del universo, 50 años no son nada. Algo parecido a un zeptosegundo, o sea una milésima de billonésima de segundo: imperceptible, tan fugaz que ni siquiera estamos en condiciones de experimentarlo. Pero medio siglo tampoco es gran cosa en términos del reloj terrestre. Las especies sabias duran más que nosotros. Una ballena boreal puede vivir 200 años. Un álamo vive 500, un olmo 600, un tilo 1.000. (Siempre y cuando crezcan lejos de la Buenos Aires de Horacio Manos de Tijera Larreta, por cuyas venas, como su rostro revela a simple vista, circula cemento.) Pero, en términos humanos, 50 años son prácticamente una vida. Y sin embargo, el año 1973 parece haber ocurrido no hace medio siglo sino —mas bien— eones atrás, a una distancia sideral.

Era un mundo donde lo real —o sea, lo que los noticieros decían que ocurría— tenía lugar en blanco y negro. Imágenes granuladas, transmitidas por unas cajas enormes. Cambiábamos de canales (había cuatro, nomás) mediante una ruedita protuberante que hacía track track cada vez que la girábamos. Era un mundo donde conseguir teléfono fijo constituía una hazaña. Los teléfonos venían unidos a la pared por un cordón umbilical, con pinta de fusilli teñido con tinta de sepia. (Sepia el molusco, no el color.) Y cuando no había suerte salías a la busca de un público —en cabina transparente a partir del '71, más tarde dentro de un habitáculo color yema y aspecto de huevo frito— que sólo respondía si lo alimentabas con cospeles, fichas con ranuras. O sea: minga de TV a color por cable, de controles remotos, de celulares. Hace 50 años, la realidad no era portátil ni funcionaba a batería. El mundo era analógico, los diarios eran de papel y si decías musk uno pensaba en perfume, no en un maniático que no sabe qué hacer con la guita.

En ese mundo, y en este lugar, estábamos a punto de dejar atrás ocho año seguidos de dictaduras. (Que fueron bravas, pero parecen dignas de Heidi comparadas con la que debutaría en el '76.) El Presidente de facto, general Lanusse, se había rendido ante la tozudez del pueblo resistente y convocado en marzo del '73 a elecciones generales. Libres, ma non troppo. Porque Lanusse había pergeñado una manganeta para evitar que Perón fuese candidato, usando en su contra los 18 años de exilio — como no podía acreditar domicilio en la Argentina entre agosto del '72 y el presente de la convocatoria, no se le permitía aspirar a la presidencia. O sea que veníamos de ocho años de gobiernos anti-populares, y nos encaminábamos a una elección donde el candidato más amado estaba proscripto. (Cualquier semejanza con el presente corre por cuenta de ustedes.)

 

El Tío y el Pocho.

 

En aquel tiempo soundtrackeado por Serrat y Raphael y el Palito de Yo tengo fe, se votó el 11 de marzo. Los radicales llevaban en su boleta al Chino Balbín, que ya entonces hablaba de grieta y se quejaba de los modales peronistas. Pero las mayorías consagraron a la fórmula muletto: Héctor Cámpora, alias El Tío, y Solano Lima, que se presentaron en nombre del peronismo: 49,53% de los votos, sacaron, contra un 21,29% de la UCR. Cámpora asumió el 25 de mayo, rodeado por Presidentes como el chileno Allende y el cubano Dorticós, representantes de una América Latina que empezaba a pellizcarse, preguntándose si sería cierto, tal como parecía, que el sueño revolucionario cundiría en la región. Al día siguiente se liberó a los presos políticos. En este punto, los senderos del '73 y de la Argentina actual comienzan a bifurcarse.

Nosotros seguimos tolerando la ignominia de que existan presos políticos como Milagro Sala. Además Cámpora entendía que su rol era subalterno, que la conducción del movimiento no era ni sería nunca suya, mientras el General viviese. Perón nos visitó en junio, un regreso enchastrado por la masacre de Ezeiza, y en julio Cámpora renunció para convocar a nuevas elecciones, en las que ahora sí Perón sería candidato. Todavía duraban los ecos del Juan Moreira de Favio —estrenado el 24 de mayo, convirtiéndose de inmediato en el mayor éxito de la historia del cine argentino—, cuya música gloriosa atronaba desde los parlantes de todas las disquerías.

 

 

 

 

Vaya sincronismo. Favio rescató la leyenda popular, folletineada por Eduardo Gutiérrez, del gaucho matrero que padeció la misma injusticia que padecía el pueblo hasta que el poder real decidió usarlo como matón y, cuando dejó de convenirle, se deshizo de él. Sin saberlo, buena parte del pueblo argentino avanzaba hacia un destino similar: no en coche como Facundo sino a pata como Moreira, pero de todos modos al muere, para ser carneada por representantes de fuerzas armadas al servicio de la oligarquía.

Cuesta entender que en medio de ese balurdo y esas conmociones alguien pudiera concentrarse en otra cosa, pero hubo quien lo hizo, y con resultados memorables. Entre junio y julio del '73, un par de músicos muy jóvenes se internaron en estudios de grabación de la RCA, para registrar lo que debía convertirse en su segundo disco. El primero había sido grabado en forma casi clandestina, y en tiempo récord. (Según Billy Bond, en apenas dos días.) Ese debut se llamó Vida, era un manojo de canciones preciosas y casi peladas, prácticamente acústicas, que apestaba —diría Cobain— a teen spirit y vendió 400.000 discos en un momento en que los rockeros vendían 400 y gracias. Nadie que no fuese Sandro o Palito o Favio alcanzaba cifras como esas. Razón por la cual dejaron de ningunearlos y les concedieron tiempo y condiciones de grabación razonables, para que sacasen un segundo álbum cuanto antes y aprovechasen el hype.

El dúo se llamaba Sui Generis y estaba constituido por dos Carlos Albertos: Mestre, alias Nito, que fungía de voz principal, tocaba acústica y flautas, y García Moreno, alias Charly, que componía, tocaba teclados y guitarras y era voz alternativa o metía armonías. La lógica del mercado hubiese aplaudido que repitiesen la fórmula, grabando más canciones en vena folk, entre el romanticismo y la crítica social. La cosa guitarrera había ido a contrapelo del rock de la época pero prendió, porque ofrecía una alternativa al repertorio que sonaba en los fogones de rigor entre los más jóvenes. De repente, además de una de Serrat y otra de Quilapayún o de Viglietti —que estarían bien pero provenían de gente que no era argentina o no era joven o pretendía no ser del todo urbana—, podías cantar una de Charly, con la que te identificabas por sensibilidad, cultura, lenguaje y temática.

 

Nito y Charly en blanco y negro.

 

(Valga mi testimonio: yo sólo consumía rock en inglés, hasta que en el más inapropiado de los contextos —durante un retiro espiritual en el '74, primer año de mi secundaria—, un compañero llamado Daniel Ortolá, que tocaba la guitarra y muy bien, hizo sonar cosas como Estación, Canción para mi muerte y Confesiones de invierno. O sea que lo que me llevé a casa de aquel retiro iniciático no fue un pasaje evangélico sino una canción inolvidable que hablaba de una muchacha que "se entregaba desnuda sobre la arena". Gracias, Daniel, dondequiera que estés.)

Pero, contando con un presupuesto que les permitía contratar a un arreglador como Gustavo Beytelman, a una orquesta y a instrumentistas de renombre como Rodolfo Mederos, Charly y Nito decidieron subir la apuesta. Vida sonaba en blanco y negro, como las fotos de la tapa. Confesiones de invierno —el álbum grabado mientras Ezeiza ardía y el país cantaba la melodía épica del Moreira— debía sonar en colores, como el arte de Juan Oreste Gatti en el diseño gráfico. Y para que no quedase duda de que era el resultado de otra ambición, lo primero que sonaba cuando dejabas caer la púa sobre el surco era el bandoneón de Mederos sobre el piano de Charly. Ni guitarras acústicas ni eléctricas ni batería. Cuando ya me empiece a quedar solo, track inicial del disco, no era una canción folk. Podríamos decir que era algo así como un tango moderno, pero —tanto entonces como ahora— un tango moderno vendría a ser rock en el sentido más amplio, por vocación de apertura mental y aventura sonora.

Pero además de la ruptura musical, la canción presentaba un desafío extra. Los temas de Vida eran producto de una sensibilidad juvenil, hablando de la realidad que la rodeaba o contemplando circunstancias ajenas desde ese mismo prisma. (Como en Mariel y el capitán y Natalio Ruiz, que tenía letra de Carlos Piégari.) Pero Cuando ya me empiece a quedar solo es Charly alejándose de su zona de confort y probándose una piel que, por entonces, no podía estar más lejos de la suya propia: a los 21 años, Charly imaginó cómo debía sentirse un viejo.

 

Charlynito in technicolor.

 

Esto no sólo implicaba un inusual despliegue de empatía, sino que además era un gesto contracultural, porque en plena eclosión de la generación del rock —la primera cultura eminentemente juvenil de la historia —, lo viejo era lo otro por default, la encarnación de todo aquello que estaba mal y con lo que había que acabar. Lo viejo, los viejos, eran la antítesis de lo cool. Y sin embargo Charly se hace cargo del personaje y describe su circunstancia con perspicacia y ojo para el detalle. La escucho nuevamente, pensando en los 71 que tiene Charly hoy y en mis propios 61, y me suena más estremecedora —más vigente— que nunca.

Tendré los ojos muy lejos
Y un cigarrillo en la boca
El pecho dentro de un hueco
Y una gata medio loca

Un escenario vacío
Un libro muerto de pena
Un dibujo destruido
Y la caridad ajena

Un televisor inútil
Eléctrica compañía
La radio a todo volumen
Y una prisión que no es mía

Una vejez sin temores
Y una vida reposada
Ventanas muy agitadas
Y una cama tan inmóvil

Y un montón de diarios apilados
Y una flor cuidando mi pasado
Y un rumor de voces que me gritan
Y un millón de manos que me aplauden
Y el fantasma tuyo, sobre todo
Cuando ya me empiece a quedar solo.

Esas pinceladas provienen de alguien que se tomó el trabajo de mirar más allá de su ombligo, y más aún: de mirar a aquellos a quien pocos quieren ver. Charly registró los ojos perdidos en la lontananza, el pecho hundido, la radio que atruena para compensar la pérdida de audición — o para llenar el vacío que crea la soledad. La voz principal es de Nito, pero Charly se le suma para mencionar el rumor de voces que gritan y el millón de manos que aplauden — y es Charly a solas, además, quien menciona la experiencia de encontrarse prisionero de una "prisión que no es mía".

Qué canción, Dios mío. Qué visión.

 

 

 

 

 

 

La segunda canción es un reaseguro para los fans de Sui Generis. Bienvenidos al tren suena al folk que ya habían probado que dominaban. Armónica y piano, melodía alegre, armonías y letra bien hippies: una invitación a dejar atrás lo rutinario para abrazar la aventura de los caminos, de lo incierto, de las experiencias nuevas. Sirvió para tranquilizar a los fans de Vida, comunicaba que Sui Generis exploraba territorios nuevos pero no había perdido su espíritu original. Tal vez sea la canción que mejor se condice con el espíritu de la gráfica de Gatti, que no sólo colorea las fotos de Nito y Charly como si fuesen músicos de la Costa Oeste de los Estados Unidos, sino que además los muestra en un bosque: de picnic con amigos, flacos, pelilargos, etéreos. (Las mangas abuchonadas del bucito de Charly sugieren, además, una onda juglaresca.) Me pregunto si esas fotos de Jorge Fisbein habrán sido tomadas en los bosques de Ezeiza. Lo hayan sido o no, el contraste entre el bosque coloreado y las imágenes en blanco y negro de lo que ocurrió en Ezeiza el 20 de junio no podía ser más dramático: la diferencia entre esa juventud dorada y el piberío que había huido bajo las balas y los palos de la derecha peronista era, y lo es aún, escalofriante.

 

Charlynito en el bosque encantado.

 

Los muchachos peronistas en el bosque maldito.

 

En esencia, Bienvenidos al tren es una invitación. Lo más lógico sería considerarla una convocatoria a subirse a la peripecia de Sui Generis, a la incipiente obra de Charly. "Pueden venir cuantos quieran / Que serán tratados bien", canta allí García. Pero se me hace que no habría que desdeñar una lectura más generosa. En aquel tiempo, dadas las circunstancias de retorno de la democracia y de reivindicación del movimiento que había estado proscripto desde el '55, la invitación podía ser más amplia. El Charly empático que se sensibilizaba con la realidad de la vejez se abría ahora a la comunión con todos aquellos que hubiesen dejado atrás la tranquilidad de lo conocido y estuviesen —teléfono, Jack Kerouac— "en el camino". Eso significaba ya entonces, en la jerga popular, "subirse a un tren": plegarse a algo poderoso que está en marcha, sumarse a un convoy que se dirige a un destino al que muchos queremos llegar. Recién ahora caigo en la cuenta de que mi primera novela, El muchacho peronista (1992), empieza de esa manera, con un pibe que se raja de su casa (así arranca la canción, también: "Recoge tus cosas / Y largo de aquí") para treparse a un tren que en 1938 lo lleva al encuentro de un Perón que todavía estaba lejos de convertirse en Perón.

"Buscábamos experimentar", dijo Charly durante un trip retrospectivo. Quería que Confesiones de invierno fuese "más personal". Pero parte de su inversión en el flamante cancionero tenía que ver, también, con una percepción que durante aquel tiempo se había potenciado. "En el primer álbum yo no tenía ningún tipo de conciencia política. Desde ese punto de vista Vida es más fresco, pero tiene barandas ideológicas", afirmó. Para, a continuación, agregar: "Confesiones es más maduro políticamente".

 

 

 

 

 

 

Un hada, un cisne era una fábula que daba pie a Charly para articular otro andamiaje musical, una densidad instrumental nueva. Por aquel entonces, las fábulas eran el recurso narrativo característico del rock sinfónico que estaba de moda, a través de bandas como Yes y Genesis.

Yo fui siempre Team Genesis, en especial de los primeros discos con Peter Gabriel como cantante. Uno de mis recuerdos más lindos es el de una tarde de los '90 durante la cual, en su departamento de Coronel Díaz, charlé con Charly de un montón de cosas pero también, inesperadamente, de lo mucho que nos gustaba el álbum Wind & Wuthering. Entonces Charly, tumbado sobre el colchón que era el único mueble de su dormitorio, se puso a tocar Afterglow en su tecladito portátil. Y yo pensé cuántas horas del año '77 le habríamos dedicado a escuchar esa canción. (Porque el disco era de diciembre del '76 y llegó aquí al año siguiente.) Afterglow suena a música de ángeles y habla de un mundo al que ya no lográs reconocer, que ha dejado de ser lo que era. Eso escuchábamos durante aquel año maldito, mientras afuera, en las calles de la ciudad que compartíamos, las bestias cazaban gente y los vecinos cerraban postigos y ventanas, fingiendo indiferencia.

 

 

 

 

El cuento de Un hada, un cisne es simple. Habla del romance condenado entre criaturas de distintos órdenes: el hada de agua dulce, el cisne que provenía del mar. Los separa la entera naturaleza y por ende su contacto no puede sino ser fugaz. Pero, con sutileza, la anécdota incorpora la mayor de las diferencias entre ambos: sus géneros contrapuestos. El hada deposita su futuro en el cisne, de quien espera que la lleve volando hasta el mar. Pero el cisne es macho, y por ende un pánfilo como uno. Un día vuela solo hacia el mar (no se explica por qué no la ha llevado con él), descansa de la travesía sobre la arena y, cuando despierta, ya no piensa en el hada. La letra dice que "no pudo volver" a verla, pero tampoco explica la razón. Y entonces la canción se interna en un largo paisaje instrumental, que con buen tino Charly aparta de la obviedad que hubiese sido un sonido sinfónico para conducir a la banda a una improvisación de tinte jazzero.

Cuando las voces de Charly y Nito reaparecen para cerrar la historia, Un hada, un cisne se convierte en un himno feminista involuntario. Ella pena la ausencia del ave, un dolor que se prolongará durante lo que le resta de vida. ("Y para ella el sol / Nunca volvió a brillar", cantan Charlynito.) Pero entonces queda en manos de los oyentes —y en particular, estimo, de las oyentes— la tarea de elaborar la moraleja de la fábula: nunca te enganches con un machito tan pagado de sus propias dotes que sea capaz de sacrificar un amor para perderse en una improvisación jazzera.

 

 

 

 

 

 

La canción que sigue es la que da nombre al álbum y cierra lo que, en aquellos tiempos de vinilos y casetes, llamábamos el Lado A. Pero lo hace pegando otro viraje, destinado a sorprender al oyente una vez más.

Confesiones de invierno —grabada durante el invierno del '73 y estrenada durante la misma estación, un agosto de hace 50 años— es, en efecto, una canción que suena a helada intemperie del alma. Charly asume la voz solista, acompañándose con una guitarra acústica. Después de la efusión instrumental de Un hada, un cisne, el efecto que genera la canción es enceguecedor, como pasar de contemplar girasoles de Van Gogh a enfrentarse a la obra de un maestro del chiaroscuro, a lo Caravaggio. Al principio no ves nada que no sea sombras y grises y una astilla de luz que ilumina formas que no estás seguro de querer descifrar.

Charly cuenta la historia en primera persona, al igual que en Cuando ya me empiece a quedar solo, pero aquí no es un viejo sino un joven marginal. Un pibe de entonces que podría ser un pibe de ahora, tranquilamente: sin recursos ni norte, pero con la lucidez suficiente para intuir que del pozo social donde lo han plantado no se sale a fuerza de pura voluntad.

Y aunque digan que va a ser muy fácil
Es muy duro poder mejorar
Hace frío y me falta un abrigo
Y me pesa el hambre de esperar.

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¿Quién me dará un crédito, mi señor?

Sólo sé sonreír.

Qué frase más vigente, esa, en la Argentina de hoy: ¿quién carajo te da un crédito en días como estos? El miércoles tomé el subte y subió al tren un pibe que se definió, muy seguro de sí, como "cantante de rap". Fue uno de esos días de calor que experimentamos esta semana, pero el pibe —no creo que llegase a los 20 años— vestía una polera de lana. Sin amplificación de ningún tipo, empezó a rapear una letra que hablaba del esfuerzo que estaba dispuesto a hacer para no sucumbir. A garganta pelada, surfeó las dificultades que le presentaba el entorno, frenando cuando el ruido del subte lo tapaba y retomando después, como si nada. Pensé que estaba entonando, sin saberlo, una versión contemporánea de Confesiones de invierno, en un género más próximo a su sensibilidad. Mientras tanto un hombre ofrecía medias a los pasajeros. Se me ocurrió que ese tipo, aun compartiendo una situación de precariedad, había conseguido al menos una mercadería material que ofrecer, mientras que el pibe no tenía otra cosa que vender más allá de sí mismo y su garganta inflamada. Cuando terminó de rapear le di un billete. Todavía conservo en mis dedos la memoria sensorial de su piel, que debo haber rozado durante un segundo. Ignoro en qué condiciones hay que vivir, y durante cuánto tiempo, para obtener una piel tan áspera, tan pétrea, como la de las manos de ese pibe.

 

 

Con la misma inevitabilidad, recordé la impresión que me dejaron durante el retiro del '74 los versos: "Dios es empleado en un mostrador / Da para recibir", que escuché por primera vez en la voz de Ortolá y describía la naturaleza mercantilista, tan quid pro quo, del Dios tradicional. Por eso el pibe de la canción, que como el del subte no tiene nada que ofrecer que no sea su sonrisa o su voz, siente que el invierno se troca en infierno y considera la idea del suicidio: "Es posible que me quiera ir", dice, elípticamente.

Sin más alternativa que brotarse o entregarse a un acting de su desesperación, el personaje de Confesiones se pone en pedo, va preso y resulta fajado por la cana. Termina encerrado en un hospicio, donde se le van cuatro años confundiendo la panza llena y la habitación tibia con la felicidad. Comparadas con la alternativa que lo llevó hasta el borde, esas necesidades satisfechas son algo que no se negocia: "No quiero salir", admite. Pero aún así, el recuerdo de aquel amor que lo rechazó por descastado al comienzo de la historia —un rostro que dice haber dibujado en la pared de su cuarto-celda—, lo somete a un vía crucis semanal. El pibe admite morir cada domingo, como Cristo plebeyo de peli de Pasolini, ese día —intuye uno— durante el cual todos los demás reciben visitas, para resucitar cada lunes con la rutina institucional.

Confesiones es Charly convirtiéndose en Charly, dejando atrás al juglar adolescente para devenir el narrador del desgarro urbano que terminó siendo en sus mejores momentos, incluyendo Viernes 3 AM, Inconsciente colectivo y Total interferencia. (Esa canción que dice: "Violamos todo lo que amamos / Para vivir". Allí también menciona a la radio, Charly, como en Cuando ya me empiece a quedar solo y en Confesiones. Es una recurrencia de muchas de sus letras, la radio como presencia fantasmal que revela aquello que la realidad material pretende disimular.) Pero vuelvo a Confesiones. Nada resultaría más fácil que subestimar la canción como una expresión más del género de protesta folk, algo que archivar junto a otras cuñas sonoras de la época como Pedro y Pablo, Piero y el primer Víctor Heredia, si no fuese porque lo que cuenta no perdió relevancia, y porque aquellas confesiones, con toda la tristeza que algo así supone, no desentonan en este invierno, 50 años después.

 

 

 

 

 

 

El Lado B arranca con la canción que es el centro emocional del disco por muchas razones, algunas conscientes y otras no tanto.

Rasguña las piedras expresa un romance desesperado. Es la canción donde Charlynito se dirigen a una amada que acaba de morir y de la cual no quieren separarse ni siquiera en esa circunstancia extrema. Una versión moderna de la leyenda de Orfeo y Eurídice, sólo que en este caso el protagonista no abre las puertas del Inframundo mediante el tañido de la lira sino a través de un sonido más abrasivo.

Hasta ese momento su actitud es pasiva, está sentado con la espalda pegada a la bóveda mortuoria mientras se lamenta y desea que el espíritu de la muerta atraviese los muros y lo abrace. Pero entonces dice: "Se acercan las bandas de rock and roll". La orquesta produce otro crescendo, donde además de las cuerdas brillan los bronces. (Orfeo al estilo Blood, Sweat & Tears.) En esa instancia el chico deja de reclamar que sea sólo ella quien "rasguña las piedras" y se vuelve proactivo: "Y escarbo hasta abrazarte / Y me sangran las manos". A consecuencia de ese doble acto confluyente —ella buscándolo desde el más allá, él cavando con sus dedos desnudos, curtiendo su piel hasta volverla ríspida como la del pibe del subte—, la canción pretende que nacerá algo nuevo, y por eso anuncia: "Pero qué libres vamos a crecer".

Rasguña las piedras es puro melodrama, un desborde digno del género operístico. Durante este medio siglo circularon hipótesis respecto de su inspiración, porque lo que expresa es tan intenso que hay quien necesita encontrarle un sustrato real. Entre otras cosas, se dijo que Nito había tenido una novia que pareció morir cuando sólo padecía catalepsia, a razón de lo cual la habían enterrado viva. Charly lo desmintió en el '93. "¡Boludeces!", exclamó. El origen que describió entonces no podía ser más prosaico: "La canción es pura fantasía poética y la hice un día cualquiera. Estaba viviendo con María Rosa Yorio en una pensión y ella fue a comprar papas o algo así. Cuando volvió, la canción estaba lista".

 

Charly y María Rosa Yorio.

 

Pero que no haya existido un hecho del pasado que inspirase a Charly no impide que la canción resuene en clave de lo que estaba a punto de ocurrir, parte esencial del futuro inmediato. En el '73 la violencia ya había asomado su feo rostro, pero nada permitía colegir que estaba a punto de crearse la abyecta institución de las desapariciones masivas. Y tratándose de Charly García, que alguna vez se definió a sí mismo como una antena e hizo gala tantas veces de una hipersensibilidad artística que linda con lo extrasensorial, sería de necios negar la validez del fenómeno intuitivo.

Rasguña las piedras cuenta la historia literal que cuenta, pero también consagra fenómenos que se volverían cotidianos durante los 50 años que siguieron: la inaceptable muerte joven, los restos mortales que claman a los vivos, la búsqueda de los despojos de cuyo hallazgo depende nuestra libertad. Si no se considera irrespetuoso apelar a un rasgo humorístico en torno a una cuestión como esta, habría que decir que Rasguña las piedras debería ser la banda sonora del proceso de Memoria, Verdad y Justicia — más aún: el himno oficial del Equipo Argentino de Antropología Forense, que viene rasguñando piedras desde los '80 e identificando a todas las vidas que los milicos escamotearon.

Esos ojos que siguen llorando desde el fondo, en la esperanza de que no dejemos de amarlos.

 

 

 

 

 

 

La intensidad emocional y sonora de Rasguña las piedras demanda un respiro. Después de enfrentarse a la muerte uno clama por un adversario menos monumental, de talla parecida a la nuestra, y eso es lo que los Sui proporcionan mediante el uno-dos de Lunes otra vez y Aprendizaje.

La primera es un simpático número folk, que la emprende contra el tradicional enemigo del joven rockero: la semana laboral, las oficinas como escenario de la "muerte en sociedad", las calles grises y las plazas sobre las que pesa pronta condena de muerte. (La canción es muy tópica, innegablemente, pero no se le puede negar que lo que critica sigue gozando de buena salud, al menos en una ciudad como Buenos Aires. Ni el muy imaginativo Charly pudo avizorar piscinas pintadas sobre el piso, pero cuando dice: "Muerto el verde, sólo el hierro crecerá", no puedo dejar de pensar en los árboles de lata que Larretita metió en las plazas y en su forma compulsiva de confundir civilización con cementización.)

En un pasaje Charly dice: "Todos viejos, hoy", lo cual parece contradecir la sensibilidad que había desplegado en Cuando ya me empiece a quedar solo. Pero a continuación agrega el elemento definitorio: "Sin saber mirar", dice. Esa es la condición de la vejez real: no la edad, sino la pérdida de la capacidad de mirar para ver de verdad. Lo que te anquilosa no es el calendario, sino la renuncia al deseo de entender profundamente.

Es una obra menor, Lunes otra vez, pero eso no le quita lo disfrutable. ¡Cuántas guitarreadas ha amenizado desde entonces! Todavía hoy tiene su encanto comprobar que, aun cuando pecaba de ingenuo, Charly hacía gala de un filo ante el cual se te dificultaba permanecer indiferente.

 

 

 

 

 

 

Yo fui al secundario al Colegio Marianista que queda en Primera Junta, Rivadavia al 5600, entre los años '74 y '78. Y desde que Sui Generis irrumpió en mi vida y en las de mis compañeros, repetíamos con orgullo que Charly y Nito habían sido vecinos nuestros si no en el tiempo —porque nos llevaban diez años— en el espacio, como ex alumnos del colegio privado de la otra cuadra: el Dámaso Centeno. Es decir que, en buena medida, habíamos compartido el barrio, la rigidez del sistema educativo, el corset que suponían los uniformes reglamentarios — como decía Cortázar: Tanta hostia, mamá, tanta ortodoxia. (El Dámaso incluía otro rasgo aún más inquietante, porque lo frecuentaban pibes y pibas que eran hijos de miembros de las Fuerzas Armadas. Mi primera noviecita iba al Dámaso y era hija de un marino. Dios mío, de la que me salvé por un pelo.)

Cuando entré al Marianista Charlynito habían egresado ya, pero lo que contaban en la canción Aprendizaje como cosa superada era algo que yo padecía aún, y padecería durante algunos años más. La obligación de hocicar ante las formalidades que por entonces, y de forma todavía más taxativa cuando llegó la dictadura, se nos imponían a los adolescentes: el corte de pelo una vez al mes, el respeto ante docentes que sabrían mucho pero entendían poco, el peso del deber ser, el principio ordenador del miedo a las autoridades. La letra expresa incertidumbre respecto de la dirección a tomar, que de algún modo encomienda a los vientos; pero a la vez establece una certeza, que había anticipado ya en Lunes otra vez: de lo que se trata es preservar la posibilidad de crecer, o sea de seguir viendo para entender más y mejor. Por eso, al vislumbrar el futuro, Charly asume que en algún momento llegará un hijo al que no le impondrá cosas como nos las imponían a nosotros. Al contrario: el hijo y las generaciones por venir traerán las nuevas respuestas que el Charly de la canción dice estar esperando.

Linda ironía la que plantea Aprendizaje, desde que Charly encaró su vida entera como un des-aprendizaje que le permitiese llegar a ser finalmente, al contrario del protagonista de la canción, informal y descortés. Insisto: nada más fácil que subestimar también esta canción como una típica hippeada con fina reducción de crítica social, cuando de hecho plantea algo que, medio siglo más tarde, sigue siendo una asignatura pendiente.

"Años de aprender / Cómo compartir un tiempo de paz", canta Charly al final. Ya pasaron 50, y ese aprendizaje es uno que seguimos llevándonos a diciembre, de modo indefectible.

 

 

 

 

 

 

Y entonces llega Mr. Jones, o pequeña semblanza de una familia tipo americana, para propinar un nuevo sacudón. En primer lugar, es Charly demostrando que podía rockear como el mejor. (Pappo, por ejemplo, era de los que se quejaba de que Sui Generis había llegado para "ablandar la milanesa". Qué raro, Pappo, quejándose del surgimiento de algo nuevo o que no cuadrase dentro de su conservadurismo machista.)

Pero además, Mr. Jones presentaba una sátira que daba vuelta como un guante la crítica social más bien predecible de las canciones anteriores. Para empezar, arrancaba con flor de guarangada, camuflada mediante el uso del idioma inglés. La voz del comienzo dice que Mr. Jones es "a jungle man", un hombre de la jungla, lo que equivale a decir: un salvaje. Y a continuación lo define de una forma digna de Tarantino: He's a mean motherfucker with a dick in his hand. Lo cual es parecido a decir: Es un reverendo hijo de puta, de los que anda con la pija en la mano.

 

 

Sospecho que, al igual que yo, Charly creció leyendo tiras como Hogar dulce hogar de Gig Young, que durante mi infancia publicaba el vespertino La Razón. Típica serie cómica en torno a una familia tipo —papá Dagwood, mamá Blondie, hijos Alex y Cookie, perra Daisy— con sus cosas, pero en el fondo ideal — blanca, candorosa, ciento por ciento american way. En Mr. Jones Charly usa ese modelo para invertirlo por completo. Los Jones no trabajan de monstruos como los Addams de la tira de Charles Addams y la serie homónima: son monstruos en la práctica, mamá es una asesina, los nenes se morfan a cuanto animalito doméstico se cruzan y papá... Bueno, de papá no se especifica qué hace, más allá de exhibir su propensión a una cierta necrofilia —cuando su esposa mata a la mamá de Mr. Jones este no la entierra, sino que guarda el cadáver en el ropero—, pero sí se aclara que "trabaja" y que eventualmente la policía viene a buscarlo "con un carro y dos tranvías", por alguna razón que no queda otra que presumir atendible. La defensa a la que acude Mr. Jones en esa instancia es lo que pone el moño a la sátira: no hace intento alguno de negar aquello de lo que seguramente están acusándolo, tan sólo pretende que no deberían meterlos presos porque son "una familia muy normal".

Me pregunto si aquí debería vincular a los ficticios Jones con las miles de familias que, a partir de la represión desatada por la Triple A y después la dictadura, empezaron a parecerse a la de la canción. Pero no. En estos días, al menos, prefiero seguir escuchándola con una sonrisa en los labios.

 

 

 

 

 

 

El disco deja caer el telón final con otra canción con aires de fábula, pero intenciones que difieren de las de Un hada, un cisne.

A fines de los '60 hubo una película muy popular, dirigida por Philippe de Brocca y protagonizada por Alan Bates, a la que aquí se bautizó Rey por inconveniencia (King of Hearts, 1966). Contaba la historia de un soldado a quien, sobre el final de la Segunda Guerra, enviaban a liberar un pueblito francés de la bomba que los alemanes instalaron en su plaza central antes de huir. Lo que el soldado no entiende es que aquellos a quienes toma por pobladores son en realidad los locos que escaparon del asilo, una vez que los cuerdos del lugar decidieron abandonarlo para salvarse. Para el soldado Plumpick, son apenas unos franceses tan exóticos como alegres.

 

Alan Bates en "Rey por inconveniencia" (1966).

 

No tengo claro si Charly la vio o si rondaba por su alma cuando concibió Tribulaciones, lamento y ocaso de un tonto rey imaginario, o no. (Que así se llama la última canción.) Lo indiscutible es que decidió contar la historia de otros locos que planeaban hacerse cargo del pueblo, unos que tenían mucho más que ver con él que los franchutes alucinados del film de de Broca.

Tribulaciones es una canción elegíaca, que narra una revolución popular desde el punto de vista del monarca depuesto. El rey del título es heredero de una dinastía y confunde su mundo con el orden natural: "Así lo dijo Dios", razona. Al mismo tiempo, admite que no conocía su reino. A su entender, sus obligaciones eran cortesanas: "Vivía en la cima de la colina / Desde el palacio, se veía el mar / Y en el jardín, la corte reía / Teníamos sol, vino a granel / Y así pasábamos los días / Tomando el té / Riéndonos". Sin embargo, el rumor de una realidad diferente había llegado a sus oídos: "Me habían dicho / Que atrás del mar / El pueblo entero pedía comida". El rey reconoce no haber dado crédito a esos rumores, y hasta acepta que la suya fue una "vil razón", un argumento débil y por ende impresentable. Porque la historia personal que está refiriendo —nuevamente, en primera persona— la cuenta desde un presente en que la revolución ya ocurrió y el poder de la corona, como su mansión, no es más que cenizas.

Por supuesto, su punto de vista no puede ser ciento por ciento comprensivo. El (ex) rey describe a los revolucionarios como "gente brutal, sin compasión / Que destruyó el mundo nuestro". "Furiosas bestias", los llama, porque asesinaron a los miembros de la corte que eran lo más parecido que tenía a una familia. Sin embargo a él —al símbolo principal del orden derruido— lo han preservado. El antiguo representante de la presunta voluntad divina, que en su hora de gloria supo tener "cien capas de seda fina", está desnudo ahora y no hace más que bailar en las colinas, como un loco más de los que protagonizan Rey por inconveniencia.

La decisión de Charly de adoptar ese punto de vista, opuesto al del pueblo, es perfectamente lícita desde lo narrativo. Suena más atractiva, en principio, que contar la revolución desde el llano — menos obvia, si prefieren. En algún sentido, podríamos inferir que responde a la misma lógica que empleó en Cuando ya me empiece a quedar solo: la voluntad de ponerse en el lugar del personaje que le resulta más distante, más ajeno. (El protagonista de la canción Confesiones de invierno también difiere de Charly, en tanto no es alguien que elige marginarse de una sociedad a la que rechaza sino que ha sido marginado por ella, sin posibilidad de elección; pero de todos modo conserva puntos de coincidencia con García, aunque más no sea en su experiencia de choque con las instituciones.) En conjunto, las canciones más narrativas de Confesiones son una muestra de la amplitud empática de Charly, cuya piel se sensibilizaba ante cuanto ser doliente le pasaba por delante o concitaba su atención.

 

 

Al mismo tiempo, también es válido preguntarse si en su adopción del rol del rey no habrán jugado otros elementos emocionales y sociales. Algún tiempo después, al muchacho de clase media con pretensiones de Caballito, a quien habían tratado como a un genio musical desde niño, no le costó nada consagrarse a sí mismo como el Rey del Rock de este lugar, lo más parecido que hemos conocido a una estrella al estilo del star system del Hemisferio Norte: el personaje Charly, impredecible, contestatario, siempre dispuesto para el escándalo. Capaz de destruir el vitreaux de un hotel con un vaso de whisky como proyectil—no lo logró por obra de mala puntería, nomás—, de putear a quien lo entrevista, saltar de un noveno piso a una piscina, pintarse de dorado o suspender un concierto a poco de comenzar porque se rayó y porque podía, porque para algo era Charly, ¿o no?

No lo estoy criticando, aclaro. Miro desde el deseo de ver, de entender de verdad, aun cuando probablemente mi cuero esté demasiado curtido, ya, para empatizar del todo con él. Sólo traigo a colación este apunte, como insumo de una eventual reflexión sobre las razones que —durante mucho tiempo, al menos— condujeron a Charly a ponerse del otro lado de la masa popular, a reivindicarse como el principal oficiante del culto de sí mismo, de un modo que con los años terminó empujándolo a un lugar de tanta vulnerabilidad, de tanta desnudez, como el del rey de su canción.

Pero al mismo tiempo es evidente que en el álbum Confesiones, y en particular en Tribulaciones, lamento y ocaso, Charly tenía tomada una postura: estaba con el pueblo entero que pedía comida, estaba con las mayorías que habían votado al Tío Cámpora y que apenas un mes después, en septiembre del '73, elegirían Presidente a Perón mediante un abrumador 61,86% de los votos. En la canción hay dos palabras que destacan, porque no son entonadas a media voz por Nito sino por las bocas de un coro que canta fuerte y en un plano agudo, como quien vuelve a hacer sonar una línea de bronces. Las palabras son revolución y libertad. Todo lo demás es el descargo del (ex) rey. Pero lo que dice el pueblo es eso y nada más, tan poco y tanto a la vez.

Revolución. Libertad.

Habrá quien use esos términos para subrayar cuán lejos estamos del '73 y, en consecuencia, cuánto envejeció Confesiones. La revolución suena a cosa del pasado, material exclusivo de los libros de historia. Y cuando se habla hoy de libertad se alude a otra cosa, al derecho de ciertos ciudadanos a votar en contra de sí mismos y de sus propios intereses.

Yo, en cambio, creo que más allá de las apreciaciones subjetivas en materia de gustos y modas musicales, Confesiones conserva enorme relevancia, particularmente en este invierno y desde este infierno. Y creo también que esas dos palabras siguen cifrando lo importante de verdad, lo que venimos llevándonos ya no a diciembre sino a marzo, año tras año. Aunque a una de ellas haya que pasarle el plumero y a la otra a desconectarle la app que la deforma hasta volverla irreconocible. Porque seguimos viviendo en un mundo manejado por reyes no de iure sino de facto, que viven en lo alto de colinas simbólicas, tomando té y vinos caros y chichoneando con los miembros de su corte, mientras abajo el pueblo pide comida.

Y en ese contexto, como en el '73, no hay palabras que expresen mejor lo que hace falta que revolución y libertad.

 

 

 

 

 

 

Sui Generis duró un disco más, malogrado por la batalla contra la censura. En el '76 Charly armó La Máquina de Hacer Pájaros, confiando en que rodearse de una banda grande le permitiría bajar el perfil. Las letras de los dos discos que grabaron tenían poco que ver con el estilo preciso y descriptivo de Sui Generis. Se volvieron abstractas y oscuras para no facilitar la tarea de los censores —Señores Tijeras, los llamó en el úlltimo disco con Nito—, a pesar de lo cual se las ingeniaban para expresar ciertas cosas en canciones como No te dejes desanimar, Qué se puede hacer salvo ver películas y Como mata el viento norte. (Si no conocen estos discos o no los escuchan desde hace mucho, revísenlos. Siguen sonando de puta madre. En términos instrumentales La Máquina hacía honor a su nombre.)

En el '78 armó Serú Girán, con David Lebón, Pedro Aznar y Oscar Moro. La banda debutó con mal pie, con un disco que fue incomprendido y cuyo punto más alto era una canción que Charly había compuesto a los 17: Nena, ahora rebautizada Eiti Leda. Escaldados por la agresividad con que se los recibió, lamieron heridas, empezaron a armar los temas de lo que se convertiría en La grasa de las capitales y, dejando atrás la magnificencia del concierto en Obras con orquesta de fondo con que se presentaron originalmente, armaron unos conciertos en un teatro sobre Corrientes.

Uno de esos fue el primer show de rock nacional, y además de Charly, al que asistí en mi vida, junto a uno de mis ex compañeros del Marianista, Marcelo Álvarez. Allí oí por primera vez cosas que me deslumbraron como Noche de perros, que todavía no habían sido editadas. Pero además Charly decidió rescatar una canción de Sui Generis, que había formado parte de un EP que sacaron post Instituciones pero que de algún modo resultó traspapelada. Era una maravilla que se llamaba Alto en la torre, a la que agrego aquí a modo de bonus track. (De hecho, en la versión de Confesiones de invierno que figura en Spotify, el tema final no es Tribulaciones sino Alto en la torre.)

Si la memoria no me falla, la interpretaron Charly y Pedro a solas. Alto en la torre es una belleza, llena de lirismo y de esperanza. Antes que una historia, transmite un sentimiento: el de la elevación del espíritu, la comunión amorosa con quienes aspiran a lo mismo que uno y que colabora a que entendamos lo que hay que entender, aun "sin saber" en términos académicos. Música del alma, como llamaría Charly al primer álbum en vivo de su etapa solista. Lo que sí recuerdo es que, escuchando las armonías de Charly y Pedro en aquel teatro, sentí por vez primera que mi alma sobreviviría a aquella dictadura, que la música de García era un puente que me elevaba por encima de aquella mierda. Por eso mismo —por Sui Generis y Confesiones, por la versión de Alto en la torre en el '79— mi alma desarrolló un vínculo de agradecimiento con Charly que, más allá de los desencuentros, sigue gozando de buena salud. Porque seguimos estando tan hambrientos como entonces, tan locos como entonces, tan necesitados como entonces de que nuestros artistas desactiven esta bomba que los nazis dejaron en el corazón de nuestro pueblo.

Tal como lo dice en Alto en la torre: cierro los ojos, querido García, y te veo más.

 

 

 

 

 

 

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