Consenso continuista

Un contrato social con obligaciones para el Estado y los trabajadores pero no para los grandes patrones

 

Los políticos de la derecha, consultores, economistas y dirigencias del empresariado concentrado coinciden en pregonar sobre algunas “exigencias indispensables” para asegurar un “futuro mejor” para la Argentina. Juan Llach, hoy profesor emérito de la Universidad Austral, publica un artículo en el diario La Nación del 25 de octubre con el título de “Acuerdos para combatir la pobreza e impulsar el desarrollo sostenible” en el que propone una agenda sobre esas “exigencias”. Como introducción se refiere al retraso de la Argentina en relación a los países desarrollados, sosteniendo que “entre 1930 y 2019, nuestro nivel de vida respecto de los países desarrollados se desplomó desde un 82% a un 40%. No hay país con peor o igual derrotero. Casi todo el retraso ocurrió entre 1930 y 1983". Sin referir a indicadores, ni tampoco al momento inicial del período completo que pondría bajo análisis, la afirmación no deja lugar a dudas que para el ex viceministro de economía de Cavallo y ministro de Educación de De la Rúa: el retraso argentino habría comenzado con el fin de la etapa denominada por Aldo Ferrer como primaria exportadora y el comienzo de la industrialización del país. El peor período argentino sería el de la industrialización por sustitución de importaciones, aunque Llach le adiciona los seis años de Terrorismo de Estado, en su peculiar periodización construida en base a un criterio institucional en lugar del habitualmente elegido en función del patrón de acumulación de la economía. El PBI argentino creció entre 1935 a 1975 a un promedio del 3,5% anual, mientras que entre 1976 y 2001 lo hizo a un ritmo del 1,4% anual; mientras que el PBI per cápita lo hizo al 2% anual en el primer período y al 0% en segundo. El contraste, en términos de crecimiento económico, de los cuarenta años del patrón de sustitución de importaciones, respecto de los 25 años de hegemonía neoliberal —dos grandes períodos—, invita a sacar conclusiones bien diferentes a las del catedrático de la Universidad Austral, que se acentuarían si se analizaran aspectos cualitativos como la diversificación productiva, y más aun si se incluyeran tópicos sociales como la inclusión social o la distribución del ingreso.

Llach enumera cinco grandes problemas argentinos :

  1. el déficit fiscal,
  2. la inflación,
  3. el bimonetarismo,
  4. el bajo nivel de inversión y
  5. la escasa apertura de la economía.

Doblegar la inflación le resulta tan importante como entender que el déficit fiscal es su fundamento. Idénticamente a todos los economistas de la corriente principal, como Melconián, Lousteau, Espert, etc., la agenda propuesta tiene centralidad en la cuestión del déficit fiscal y no en la restricción externa, pese a que las grandes crisis que detuvieron la marcha de la economía argentina se originaron en los límites que Argentina tuvo para la disponibilidad de divisas.

Respecto de la propuesta de un nuevo contrato social, Llach la sustituye con la de un nuevo contrato sobre el Estado que establezca metas creíbles sobre el resultado fiscal, el gasto público, la presión tributaria y el endeudamiento. En un estilo más académico, pero coincidente con el coro de economistas neoliberales, desliza tácitamente la propuesta del ajuste, clamando por la imperiosidad de bajar la inflación supuestamente motivada por el déficit fiscal, acompañando ese argumento de causalidad con una advertencia sobre una excesiva presión tributaria. Esta secuencialidad expositiva se dirige directamente hacia la formulación del objetivo de política que persigue instalar: disciplinar el gasto público, previa restricción del endeudamiento (sin diferenciar la moneda del mismo — si es en pesos o en dólares, cuestión no menor como bien insiste la heterodoxia). O sea que la orientación contractual sugerida por Llach coincide con los lineamientos básicos propuestos por el FMI para “regularizar” la economía argentina. A su vez, reconoce la inevitabilidad de alguna renegociación de la deuda, advirtiendo que debe ser en acuerdo con los acreedores y sentenciando que su viabilidad está atada a la contundencia del acuerdo fiscal. De lo que no se ocupa el ex ministro de De la Rúa es de proponer una vía de administración y/o controles cambiarios, ni de discutir si corresponde acordar sobre un esquema de tipos de cambio diferenciales, porque su preocupación sobre este tema se reduce a discutir si el régimen macroeconómico debe tener tipo de cambio fijo o no, asumiendo tácitamente un esquema de mercado único y libre de cambios.

Esta lógica discursiva acerca del contrato sobre el Estado responde claramente a una presión para un consenso continuista de la política del gobierno de Macri, y a su corrección por vía de dos ejes: su instrumentación como “política de Estado” en el turno de un gobierno sustentado en los sectores populares (una presión por su “menemización”), y el reemplazo del gradualismo financiado con deuda por un shock ajustista.

 

 

El consejo de Friedman a Pinochet

Es notable la vigencia que para todos los economistas neoliberales tiene la receta que Milton Friedman le confeccionara a su admirado Pinochet, tan ilustrativa que merece su reiteración: “Existe solo una manera de terminar con la inflación: reducir drásticamente la tasa de incremento en la cantidad de dinero. En la situación de Chile, el único modo para lograr la disminución de la tasa de incremento en la cantidad de dinero es reducir el déficit fiscal. Por principio, el déficit fiscal puede ser reducido disminuyendo el gasto público, aumentando los impuestos o endeudándose dentro o fuera del país. Disminuir el gasto público es, por lejos, la manera más conveniente para reducir el déficit fiscal ya que, simultáneamente, contribuye al fortalecimiento del sector privado y, por ende, a sentar las bases de un saludable crecimiento económico”. Esta mirada está tan vigente para Llach como para Melconián (quien adjudica la crisis de la economía macrista a la postergación del recorte del gasto público y de la presión tributaria, asignándole a su nivel de 2015 el carácter de una de las peores herencias fiscales de la historia). Lousteau también se refiere a que cuando el Estado tiene déficit fiscal y decide emitir para financiarlo provoca inflación, mientras machaca con la necesidad de mejorar la productividad del gasto cuando se dedica a mostrar su crecimiento más intenso durante los doce años de gobierno nacional, popular y democrático, respecto al de otras naciones para el mismo período.

Respecto de la cuestión tributaria, Llach se pronuncia formalmente por reformas que hagan más progresivo el sistema, pero inmediatamente acude a citar como un privilegio regresivo a la enseñanza universitaria gratuita. En la misma línea de pensamiento que la gobernadora Vidal, el ex viceministro de Menem piensa que no son provenientes de las familias humildes los que concurren a la universidad y lanza la propuesta del arancelamiento. Sin embargo, al momento de ensayar una recomendación de política para alentar la inversión, no duda en caminos de estímulos basados en la reducción de presión tributaria. También postula la progresiva deducibilidad de las retenciones del impuesto a las ganancias, ignorando las virtudes de las mismas para el manejo de la producción y la distribución, en una economía con altas diferencias de productividad sectoriales debidas a las rentas de recursos naturales. Por último, advierte sobre “el sistema previsional, al que… hay que darle una sostenibilidad que limite el excesivo peso que se está cargando a las generaciones de los jóvenes y los chicos de hoy”, una manera delicada de plantear su reforma para disminuir el gasto en jubilaciones y pensiones, a costa del ingreso de sus beneficiarios. Tanto el arancelamiento universitario, las medidas ofertistas de eximición tributaria para promover la inversión como un régimen previsional ajustado, son parte de la política del neoliberalismo chileno, hoy cuestionada enérgica y masivamente por el pueblo trasandino en las calles de todo el país.

Jaime Campos, presidente de la Asociación Empresaria Argentina (AEA), en un artículo publicado el 19 de setiembre también en La Nación, coincide con la imperiosidad del equilibrio fiscal y plantea que este objetivo debe ser básico en un acuerdo macroeconómico amplio y consensuado.

Con una perspectiva ideologizada, Campos y LLach promueven una mayor apertura de la economía, sin reparar en los daños que esos procesos de desprotección indiscriminada han causado al aparato productivo cuando se implementaron. Sin referirse al desconocimiento de los términos y condiciones precisas, ni a la asimetría de aperturas cuyo diseño establece, ni a la potencialidad destructiva sobre sectores y regiones productivas de nuestro país, ambos se pronuncian por la firma del acuerdo MERCOSUR-UNIÓN EUROPEA. Lo hacen con la concepción de que serán las exportaciones y la inversión las que lideren una reactivación genuina de la economía argentina. El primero explicita que el consumo puede y debe crecer, pero no liderar el proceso de reactivación.

La idea de que el consumo no sea un factor decisivo en el proceso de crecimiento y que el gasto público debe ser reducido, apuntando al equilibrio o superávit fiscal, es equivocada en función del análisis de la experiencia histórica. Las enérgicas reactivaciones de la economía argentina provinieron del estímulo de la demanda en la que la recuperación de los salarios provocó un aumento del consumo y que devino en una expansión de la inversión. Pero además, el relegarlo a un segundo plano esconde una intención de contener el crecimiento del salario y de los ingresos de los sectores de la economía informal, con el pretexto tácito de que las mejoras en la tasa de ganancia y de las rentas estimularían la inversión.

La entidad que preside Campos (AEA), en la que participan el empresariado más concentrado local y extranjero, reivindica regularmente su documento de abril-mayo de 2014 en el que se opone a intervenciones “distorsivas” en el sistema de formación de precios, a los tipos de cambio diferenciales y a impuestos considerados por ellos también como “distorsivos”. No sólo se opone, sino que pretende que la prescindencia de esas intervenciones se convierta en política de Estado. También, al igual que Lousteau, brega por transformaciones en el Estado que aumenten su productividad e invierta la tendencia de las últimas décadas en que la relación gasto/PBI tuvo una tendencia creciente que, destaca, fue superior respecto a la del resto de los países de América Latina.

El titular de la organización de la élite empresarial asegura que “siempre hemos defendido con convicción que el ámbito propio de las empresas privadas debe ser respetado. En tal sentido, la injerencia del Estado en la toma de decisiones empresariales no contribuye a dinamizar la economía del país ni resulta un aporte al desarrollo económico y social”. Por eso Llach sustituye la propuesta del Frente de Todos de un nuevo contrato social por la de un nuevo contrato sobre el Estado. Porque los neoliberales no admiten que los consensos establezcan compromisos, definiciones y políticas que incluyan e influyan sobre las decisiones de las empresas privadas. O sea, el destino de su pródiga verborragia acuerdista tiene un perímetro de incidencia bien limitado: los servicios, gastos y prestaciones del Estado. Además, el objetivo de su incidencia es, esencialmente el disciplinamiento y la reducción de la actividad estatal, bajo la proclama del aumento de su productividad. La esfera de la empresa privada pertenecería a la decisión exclusiva de sus propietarios y quedaría excluida del Contrato, pese a que muchas de ellas producen bienes indispensables para el pueblo en su conjunto.

La propuesta del constitucionalismo social es bien diferente. La Constitución Argentina sancionada en 1949 disponía que “la propiedad privada tiene una función social y, en consecuencia, estará sometida a las obligaciones que establezca la ley con fines del bien común… El capital debe estar al servicio de la economía nacional y tener como principal objeto el bienestar social. Sus diversas formas de explotación no pueden contrariar los fines de beneficio común del pueblo argentino”.

Es notable cómo los autores de estos artículos no enuncian como objetivo fundamental de la política económica la disminución de la desigualdad, más aún el objetivo de construir igualdad. Cuando la clave excluyente de un conjunto de políticas económicas es el crecimiento, y no ocupa un lugar semejante la búsqueda de la igualdad y la disminución de la polarización social, está implícita la idea del derrame y el postulado de que, muchas veces, la desigualdad puede estimular el crecimiento y, con él, los índices de bienestar.

En realidad, un nuevo contrato social para nuestro país debería tener como una cuestión axial el objetivo de igualdad. América Latina es un continente paradigmático en cuanto a desigualdad, y eso no puede quedar excluido, ni tampoco en el margen de los temas a ser convenidos. El objetivo planteado por parte del frente político que ganó las elecciones incluye un Pacto que se propone la recuperación del salario con respecto a las pérdidas sufridas en los últimos años, y un fortalecimiento aún más enérgico para los sectores de ingresos más bajos, castigados y marginalizados. A la vez, que entiende la necesidad de incluir un pacto de precios y salarios, para reducir y detener la inflación, porque la entiende como producto de las decisiones empresarias en una economía concentrada y/o como resultado de la puja distributiva entre empresarios y trabajadores. Lo que inevitablemente implica incluir las decisiones sobre temas de la empresa privada en el acuerdo a celebrar. La diversificación productiva, la integración nacional, el ataque a las diferencias de riqueza entre regiones del país, deben ser parte del contrato social nuevo, en el que la esfera pública de decisiones debe ampliarse, no reducirse. Es el espíritu democrático del paradigma rousseauniano de la voluntad general.

El planteo de un acuerdo de políticas macroeconómicas al estilo del Consenso de Washington, como un acuerdo necesario del sistema político que incluya a todos los partidos, no puede leerse sino como un intento de chilenización de la institucionalidad argentina. En los tiempos en que ese paradigma está sometido a la impugnación de la ciudadanía en el país donde impera.

El planteo del final del texto de Llach destila la expansión del lenguaje mercantil a la esfera de la política, pues cierra diciendo que “el gran desafío será lograr amplios y certeros acuerdos, ojalá basados también en un nuevo sistema de partidos competitivos”.

La cuestión de los partidos competitivos pertenece a las ideas que plantea Schumpeter en Dos conceptos de democracia. Desplazan al ciudadano como sujeto de la política, asumiendo ese rol los políticos profesionales, transformando la práctica de la política para concentrarla en la competencia entre los aspirantes a obtener la confianza y la preferencia del elector. Un mercado de candidatos y de consumidores-electores.

El contrato social como propuesta de un proyecto popular debe ir en una dirección contraria, estimulando la construcción de ciudadanía en el sentido más amplio de la misma, que excede la representatividad, con el impulso de formas participativas y de lógicas de movilización popular que no contradicen la democracia, sino que la fortifican y enriquecen.

 

 

 

 

* Profesor de la UBA,  ex director del CEFID-AR

 

 

 

 

 

 

 

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