Constitución material y formal

Fundamentos políticos e ideológicos de una nueva Constitución

 

La Convención Constituyente chilena elegida en mayo de 2021, compuesta por 155 miembros (77 mujeres y 78 varones) ha designado como su presidente a la académica Elisa Loncón, representante del pueblo mapuche.

Votada por una amplia mayoría de 96 miembros (pueblos originarios, socialistas, Frente Amplio, Partido Comunista e independientes), ha afirmado que la nueva Constitución, que reemplazará a la heredada de la dictadura pinochetista, “transformará a Chile en un país plurinacional e intercultural”.

La Convención Constituyente de Chile abre una esperanza para todos los pueblos de nuestra América, fundamentalmente para aquellos países que –como el nuestro– no han modificado sustancialmente las constituciones liberales o neoliberales del pasado. La designación de una representante del pueblo mapuche como su presidenta no sólo constituye un gesto simbólico, sino que expresa la necesidad de la mayoría del pueblo chileno de clausurar la etapa post-pinochetista y refundar la república.

En estos tiempos de pandemia, como durante las guerras, se agravan la desigualdad, la irracionalidad e inhumanidad propias del capitalismo. Pero también aparecen como principales manifestaciones de la resistencia de los pueblos latinoamericanos –junto a la Asamblea Constituyente chilena– el triunfo de la alianza de izquierda encabezada por Pedro Castillo en Perú –Presidente electo todavía no reconocido– y la lucha heroica del pueblo colombiano.

En los tres casos se ha planteado el objetivo de una Asamblea Constituyente libre y soberana a fin de sustituir las constituciones vigentes. La mayoría de estas, como la Argentina, son herederas de la tradición liberal burguesa y, particularmente, de la de Estados Unidos. Fueron redactadas por asambleas constituyentes integradas por representantes de las oligarquías que –una vez concluidas las luchas por la independencia en las primeras décadas del siglo XIX– estructuraron los Estados a la medida de sus intereses.

Ya en los años '70, el imperialismo norteamericano y europeo occidental comenzaron a diseñar las líneas fundamentales del retroceso ideológico y político que debía garantizar la “gobernabilidad” de la democracia, convertirla en un simple mecanismo de selección de élites e impedir que a través de los procesos democráticos se eligieran gobiernos populares que pusieran en peligro el poder de las clases dominantes.

El régimen de Augusto Pinochet, producto del sangriento golpe de Estado organizado por la International Telephone and Telegraph (ITT), la embajada norteamericana y la CIA contra el gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende, se convirtió en la experiencia piloto del neoliberalismo. Milton Friedman y sus discípulos de la Escuela de Chicago diseñaron el plan económico de la dictadura. Para garantizar la libertad de los mercados y la propiedad privada de los medios de producción y de cambio era necesario destruir hasta los últimos cimientos de la república democrática y reemplazar la Constitución liberal por una nueva, a la medida de los intereses de Pinochet y la oligarquía chilena.

Con esta constitución se desmantelaron las políticas sociales, asistenciales y educativas y se expandió la legislación penal y la represión con el objeto de disciplinar a las clases subordinadas. Chile se convirtió en un paradigma para las dictaduras militares coordinadas a través del Plan Cóndor, y sobre todo para los gobiernos neoliberales que les sucedieron.

Los gobiernos de la Concertación (demócrata cristianos-socialistas) inauguraron una etapa de democracia restringida. Más allá del texto de la Constitución, había un mandato no escrito que debían seguir: no revertir las bases de la reestructuración neoliberal de la economía. Nada de nacionalizaciones o estatizaciones, nada de control del comercio exterior, nada de recuperación de la soberanía, nada de independencia política. Honrar la deuda con el Fondo Monetario Internacional, demás organismos de crédito y la banca privada. Alineamiento con Estados Unidos y su política imperial. La caída del muro de Berlín y la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) mostraban que al fin era posible el roll back que pretendían Margaret Thatcher y Ronald Reagan: eran símbolos del “fin de la historia”. El mundo sería capitalista por los siglos de los siglos.

Pero pocos años después, América Latina reinicia el camino de la rebelión contra el capitalismo en su versión neoliberal.

El levantamiento del zapatismo en México del 1° de enero de 1994, fecha de entrada del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, marcó el inicio de este nuevo camino. A partir de este hecho, los pueblos de nuestra América –negando la utopía reaccionaria del “fin de la historia” – comenzaron a movilizarse contra los gobiernos neoliberales, logrando en varios casos su destitución y la elección de nuevos gobiernos populares.

En Venezuela, la crisis de las políticas neoliberales culminaron en la rebelión popular conocida como el Caracazo, y abrieron el camino a Hugo Chávez y la Revolución Bolivariana, poniendo fin al “Pacto del Punto Fijo” entre Acción Democrática y el COPEI, que establecía la “alternancia” entre ambos partidos, a los fines de que ningún cambio se produjera en el sistema económico y social. Uno de los objetivos fundamentales de Chávez fue la apertura de un proceso constituyente popular y democrático para reemplazar a la constitución de 1961, producto de dicho pacto.

 

Las nuevas constituciones latinoamericanas

El constitucionalismo social se inicia en América con la Revolución Mexicana, y la Constitución de Querétaro de 1917. La Constitución socialista de Cuba (1976) implica la consolidación y reafirmación del proceso revolucionario.

Las constituciones sancionadas en la nueva etapa de auge de los movimientos revolucionarios y progresistas en nuestra América fueron la de la República Bolivariana de Venezuela (1999), la de Ecuador (2008) y la de la República Plurinacional y Multicultural de Bolivia (2009).

 

Marcha en apoyo del referéndum sobre la nueva Constitución boliviana, en 2008.

 

Los puntos fundamentales de estos textos son:

  1. La operatividad y exigibilidad de los derechos sociales e individuales, en algunos casos no sólo a través de los órganos judiciales, sino mediante otros mecanismos de tutela: legislativos, administrativos y la actuación ciudadana o popular. El artículo 98 de la Constitución de Ecuador establece el derecho de resistencia frente a las acciones u omisiones del poder público que vulneren derechos constitucionales, y para demandar el reconocimiento de nuevos derechos
  2. Tienden a recuperar los valores propios de la etapa del constitucionalismo social.
  3. En las tres constituciones se establece la revocatoria de mandatos de funcionarios electos. La Constitución de Venezuela prevé el referendo revocatorio, que permite destituir incluso al Presidente de la República, a pedido del 25% de los inscriptos en el censo, en el caso de que en dicho referendo los votos a favor de la revocatoria del mandato alcancen un número igual o superior a los obtenidos por el funcionario cuestionado. La Constitución boliviana lo admite a pedido del 15% para todos los funcionarios, incluyendo el Presidente; y la ecuatoriana a pedido de un 10%, que asciende al 15% cuando el cuestionado es el Presidente de la República.
  4. La Constitución boliviana establece la elección directa y por sufragio universal de los integrantes del Tribunal Supremo de Justicia, del Tribunal agro-ambiental, del Consejo de la Magistratura y del Tribunal Constitucional Plurinacional (artículos 181, 188, 194 y 199). En el último caso prevé que los candidatos y candidatas sean propuestos por organizaciones de la sociedad civil y de las naciones y pueblos indígenas.
  5. Las tres constituciones determinan que la propiedad debe cumplir una función social. Debe destacarse el artículo 321 de la Constitución ecuatoriana, que reconoce y garantiza el derecho de propiedad en sus múltiples formas pública, privada, comunitaria, estatal, asociativa, cooperativa y mixta.
  6. Se destacan –particularmente en las constituciones boliviana y ecuatoriana– la protección del medio ambiente y de la soberanía alimentaria vinculadas al “buen vivir”, producto del reconocimiento de las formas comunitarias de organización de los pueblos originarios.

 

La Constitución material

En la conferencia pronunciada por Ferdinand Lassalle en abril de 1862 en Berlín, con el título “¿Qué es una Constitución?”, el autor se pregunta –luego de caracterizar la Constitución como ley fundamental que actúa e irradia a través de las leyes– cuál es la fuerza activa y eficaz que condiciona todas las leyes, determinando que sean lo que son y como son, sin permitirles ser de otro modo. Afirma que esa fuerza reside en los factores reales de poder que rigen en una sociedad determinada y menciona las clases de la época. Concluye que la Constitución de un país es la suma de los factores reales de poder existentes.

Esta es la definición de la Constitución material; y lo que nos planteamos es la relación entre esta y la Constitución jurídica o formal.

El fascismo no necesita una Constitución formal. Le basta con la constitución material, porque este régimen es la consolidación de la dominación burguesa sin mediaciones jurídicas. Expresa sin tapujos el estado de excepción que constituye la regla en las sociedades capitalistas contemporáneas. Es por ello que Adolf Hitler no necesitó derogar la Constitución de Weimar, considerada el modelo “perfecto” del constitucionalismo social. Utilizó su artículo 48, que preveía que en el caso de que la seguridad y el orden público fueran seriamente perturbados o amenazados, “el Presidente del Reich puede tomar las medidas necesarias para el restablecimiento de la seguridad y el orden público, eventualmente con la ayuda de las fuerzas armadas. En pos de ese objetivo, puede suspender en su totalidad o en parte los derechos fundamentales”. El “Decreto para la protección del pueblo y el Estado” le otorgó poderes ilimitados, suspendiendo los artículos de la Constitución referentes a los derechos fundamentales. Benito Mussolini tampoco necesitó derogar el Estatuto Albertino de 1848. En nombre de la paz social y de la supresión de los conflictos entre el trabajo y el capital, pudo instaurar el Estado corporativo. Un estado de excepción permanente crea la constitución material que somete a la constitución jurídica formal.

A partir de la década de 1990, el capital financiero y el neoliberalismo comienzan a demoler el Estado del Bienestar creado en Europa Occidental durante la última posguerra, poniendo por encima de las Constituciones sociales votadas por los pueblos una Constitución material supraestatal digitada por las instituciones de la Unión Europea, o la troika integrada por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional.

En la Argentina se llevó adelante un proceso de destrucción económica y social muy similar durante los gobiernos neoliberales de Carlos Menem y de la Alianza. La vigencia de la Constitución formal no impidió la continuidad de los planes económicos más antinacionales y antipopulares que concluyeran con la rebelión del 19 y 20 de diciembre de 2001.

La Constitución de 1994 no fue producto de un proceso surgido de las luchas populares, sino del Pacto de Olivos celebrado entre Menem y Raúl Alfonsín, y no introdujo reformas sustanciales a la Constitución liberal de 1853.

 

Menem y Alfonsín en la icónica postal del Pacto de Olivos.

 

Sólo pueden destacarse la incorporación de los pactos internacionales de derechos humanos (artículo 75 inciso 22), la acción de amparo y el hábeas data. La Constitución carece de instrumentos que defiendan y garanticen el control público de los recursos estratégicos, del comercio exterior, de las vías navegables y los puertos. El poder judicial –tanto a nivel federal como provincial– no tiene origen ni es controlado por la voluntad popular, manteniendo su carácter elitista.

Durante el gobierno macrista se llevó a cabo un plan destinado a reforzar las estructuras de la dependencia: “achicar el Estado para agrandar la Nación”; “volver a los mercados” y al endeudamiento con el capital financiero privado y el Fondo Monetario Internacional, se hizo tabla rasa de buena parte de los derechos sociales y políticos obtenidos durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner y se violaron las normas constitucionales. A través del Poder Ejecutivo y parte del Poder Judicial se organizó el espionaje ilegal y la persecución política de dirigentes y militantes populares. El gobierno colaboró activamente con el golpe de Estado contra Evo Morales en Bolivia, mediante el envío de armas y municiones utilizadas para la represión de las movilizaciones populares contra la dictadura.

La contradicción entre la Constitución formal vigente y la Constitución material se resolvió a favor de la última, violando la institucionalidad en nombre de una “gobernabilidad” para garantizar el dominio del capital financiero, los grupos locales asociados al mismo y los organismos de crédito internacionales.

Hoy, el bloque derechista opositor y algunos sectores “moderados” sostienen que la Constitución de 1853, con su reforma de 1994, es la máxima expresión del pensamiento republicano y democrático que pueda haber logrado nuestro país. Se muestran convencidos de que la Carta Magna es eterna e irreformable y se horrorizan ante cualquier aspiración de reforma, que sólo respondería a las ambiciones políticas del “populismo”. Emplean todos los subterfugios posibles contra la conveniencia o la oportunidad de convocar a una convención nacional constituyente.

 

Conclusiones

En estas condiciones signadas por la catástrofe económica y social generada por el macrismo y la pandemia de Covid-19, creo necesario plantear la reforma de la Constitución Nacional.

La Asamblea Constituyente, como poder constituyente originario, no puede estar condicionada por limitaciones o pactos, como ocurrió en 1994. Debe garantizarse la participación directa del pueblo en los debates y aprobación.

Algunos de los puntos fundamentales de la nueva Constitución deberían ser:

 

  1. El reconocimiento del carácter operativo –y no meramente programático– de los derechos sociales, y la garantía de su exigibilidad ante los organismos del Estado.
  2. La democratización del Poder Judicial. Limitación del poder de la Corte Suprema o reemplazo por un Tribunal Constitucional. Elección popular del Consejo de la Magistratura.
  3. El derecho a la revocatoria de todos los mandatos.
  4. La intervención y la planificación estatal en la economía, la función social de la propiedad y la actividad económica.

 

Los fundamentos políticos e ideológicos de la nueva Constitución pueden encontrarse en el ejemplo y la experiencia constituyente de los pueblos latinoamericanos y en la Constitución peronista de 1949, única de carácter social que tuvo nuestro país, derogada por un bando de la llamada “Revolución Libertadora” en 1956.

La obra del gran jurista Arturo Enrique Sampay –quien también fuera asesor del Presidente Salvador Allende en Chile– establece la función social de la propiedad, el capital y la economía.

Es importante recordar el artículo 40 de esta Constitución:

“La organización de la riqueza y su explotación tienen por fin el bienestar del pueblo, dentro de un orden económico conforme a los principios de la justicia social. El Estado, mediante una ley, podrá intervenir en la economía y monopolizar determinada actividad, en salvaguardia de los intereses generales y dentro de los límites fijados por los derechos fundamentales asegurados en esta Constitución. Salvo la importación y la exportación, que estarán a cargo del Estado de acuerdo con las limitaciones y el régimen que se determine por ley, toda actividad económica se organizará conforme a la libre iniciativa privada, siempre que no tenga por fin ostensible o encubierto dominar los mercados nacionales, eliminar la competencia o aumentar usurariamente los beneficios”.

“Los minerales, las caídas de agua, los yacimientos de petróleo, de carbón y de gas, y las demás fuentes naturales de energía, con excepción de los vegetales, son propiedades imprescriptibles e inalienables de la Nación, con la correspondiente participación en su producto que se convendrá con las provincias”.

“Los servicios públicos pertenecen originariamente al Estado, y bajo ningún concepto podrán ser enajenados o concedidos para su explotación. Los que se hallaren en poder de particulares serán transferidos al Estado, mediante compra o expropiación con indemnización previa, cuando una ley nacional lo determine. El precio por la expropiación de empresas concesionarias de servicios públicos será el del costo de origen de los bienes afectados a la explotación, menos las sumas que se hubieren amortizado durante el lapso cumplido desde el otorgamiento dela concesión y los excedentes sobre una ganancia razonable que serán considerados también como reintegración del capital invertido”.

 

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