CONTINUIDAD DE LOS MALES

Un cuento de Cortázar dejó de ser fantástico para describir nuestro presente tal como es

 

Una de mis obsesiones —tengo muchas: no me den manija— es prestar atención a las obras del arte popular que expresaron lo que la gente culta llama zeitgeist (palabreja que podríamos traducir, torpemente, como el espíritu de su tiempo); o que al menos lograron darle cuerpo a alguno de los temas esenciales de su era. Quiero decir: me interesan aquellas obras que constituyen un espejo deformante de su presente histórico, al que interpretan e interpelan a la vez. Ejemplo: el Moreira de Favio, que es de 1973. A pesar de que partía de una historia real y de su versión folletineada por Eduardo Gutiérrez y los cirqueros Podestá, lo que Favio contó entonces tenía inquietantes resonancias, propias ya no de fines del siglo XIX sino de su tiempo. Moreira era un hombre valioso de quien el sistema no había sabido aprovechar más que su costado violento; que tampoco encontraba un lugar que lo representase (de hecho, vendría sus servicios de matón a políticos de ambos bandos); pero que no ignoraba quiénes eran sus enemigos: los jueces corruptos y sus esbirros armados — el ejército y la yuta. Sigo creyendo que mirar la Argentina de la primera mitad de los '70 desde la perspectiva de ese Moreira abre avenidas interesantes para el pensamiento.

Pero esto de las obras que iluminan y a la vez cuestionan su propio tiempo no se da siempre de manera inexorable. Por la dinámica de la Historia, es más fácil reflexionar sobre una era en particular una vez que el tiempo ha pasado y te regala perspectiva que hacerlo en caliente, en sincronía con el proceso.

Por cierto, a menudo la disonancia entre una era y sus obras más populares es sintomática en términos políticos. Puede pasar que obras muy exitosas no tengan nada que ver con el zeitgeist de su momento histórico; puede que hasta lo nieguen, y deliberadamente. Por eso mismo, que las pelis más populares de los años gobernados por los Kirchner sean las de Campanella debería resonar como un campanazo de atención. En su cosmovisión, en la elección y las característisticas de sus protagonistas, las pelis de Campanella no sólo no registraron el proceso político y cultural que se estaba viviendo, sino que más bien lo negaron: expresan una restauración, un salto hacia atrás, el deseo de reconectar con una visión conservadora que en aquellos años creíamos (y creimos erróneamente) superada. Por supuesto, no objeto el derecho de Campanella a hacer y decir lo que quiera. Cuestiono, más bien, nuestro propio pecado de omisión: el hecho de no haber buscado, creado pelis (o series, o lo que más les guste) que fueran tanto o más populares que las suyas pero expresando una cosmovisión menos siniestra. De ser cierta, la noticia de que Campanella hoy forma parte de los equipos de comunicación de Cambiemos sonaría apropiadísima. Desde El mismo amor, la misma lluvia se ha especializado en crear personajes detestables y venderlos como simpáticos y adorables, para que al final les perdonemos su hijoputez. O sea que está mandado a hacer para el conchabo. Pero, ay: Mauricio no es Darín...

 

Un parque con robles: la visión del protagonista del cuento "Continuidad de los parques".

 

Insisto: es más fácil crear hoy un relato que encapsule los dilemas de los '50 o los '60 o los '70 porque hemos tenido mucho margen para reflexionar sobre esos años y destilar sus líneas esenciales. Lo que sí resulta inusual es que exista una obra que exprese a la perfección el zeitgeist de un tiempo muy posterior, en especial si no juega abiertamente a la anticipación como hacen tantos relatos de ciencia ficción. Y sin embargo, ocurre. Yo creo que pocos relatos expresan de forma más precisa el quid de este tiempo como uno que Cortázar escribió al promediar el siglo pasado. Es un cuento brevísimo, se llama Continuidad de los parques y condensa esa suerte de loop infernal a que los argentinos parecemos condenados.

Si me tienen paciencia, les explico.

 

 

Twist y gritos

Continuidad tiene dos párrafos, nomás. El primero presenta a un tipo muy bacán, un "hombre de negocios" sin nombre que retorna a su finca y que, después de resolver un par de asuntos casi burocráticos, se encierra en su estudio y se sienta en su sillón de terciopelo verde a leer la novela que lo tiene atrapado. Ese relato —se nos dice— presenta dos héroes: una mujer y su amante, que se confabulan para destruir a una tercera persona.

En el segundo párrafo ya estamos dentro de la novela. Seguimos al héroe que, puñal en mano, se aproxima a la casona donde tendrá lugar el crimen liberador. Y cuando asoma en el salón (no me critiquen: no se puede spoilear un cuento que tiene más de medio siglo y se lee más rápido que el más sucinto spoiler), entendemos que su blanco es el hombre de negocios del primer párrafo, que está leyendo la escena que anticipa su destino —el hombre con el puñal se aproxima a "el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela"— pocos segundos antes de que lo alcance. Para ponerlo de otro modo: lo que el bacán está leyendo es un libro que, a la vez, expresa la trama en que él mismo está inmerso sin saberlo, desempeñando el rol de la víctima.

 

Julio Cortázar, el autor de "Continuidad de los parques".

 

Me intriga saber cuándo lo escribió Cortázar. El cuento abre su libro Final del juego, que se publicó en 1956, pero leí por ahí que recién formó parte de su segunda edición, que salió en 1964. (Si algún cortazariano en esta sala está en condiciones de tirarme un centro, que no se prive; yo, agradecido.) La diferencia entre una y otra fecha no sería menor, porque a mediados de los '50 Cortázar seguía siendo el gorilón que había elegido exiliarse a París para no tener que bancarse más a Perón; pero en el '64 ya era el Cortázar que había visitado Cuba y se había enamorado de la Revolución y, aunque no hubiese llegado a des-gorilizarse del todo, se había metido de lleno en la cuestión de la lucha de clases por la ventana de la izquierda. Por supuesto, ninguna de las opciones altera la interpretación del cuento, que me dispongo a desarrollar. Pero me produce curiosidad saber si lo escribió un Cortázar que aún no entendía del todo los fantasmas que estaba conjurando o el Cortázar que ya era consciente de las corrientes más profundas del texto. (1)

A simple leída, Continuidad es un divertimento. Se devora de un bocado y sorprende, por eso es ideal para acercar a la literatura a gente que lee poco o nada. (Como tantos, yo lo descubrí entre mi infancia y mi adolescencia; para mis apetencias de entonces, era lo que entendía por un cuento perfecto.) El tono inicial es lo que podríamos denominar faux Borges sin estar descaminados, porque Cortázar era admirador del viejo aunque con el tiempo sus diferencias políticas abrieron un abismo entre ambos y además Cortázar encontró su propia voz. Cuando el texto dice que las caricias de la mujer al amante "dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir", más que a Cortázar me siento leyendo a un discípulo de Borges. El vocabulario juega en la misma dirección de enrarecer lo que podría ser dicho de modo simple, apelando a formas de esas que pasan por cultas: en vez de decir casa elige finca, en vez de decir que conversó sobre unos contratos pone que discutió una cuestión de aparcerías. El mismo hecho de mencionar una "trama" ya en la segunda frase nos mete de cabeza en BorgesLandia. Con la perspectiva de los años uno proyecta sobre el texto intención paródica, pero puede que Cortázar haya escrito con esa enjundia desde la convicción total.

 

La edición de "Final del juego" que cayó en mis manos de pibe.

 

El segundo párrafo es más simple, salvo por el exabrupto que nos echa encima "la bruma malva del crepúsculo". (Yo no vi un atardecer malva en mi puta vida. ¿Y ustedes?) Como ahí el protagonista es el "héroe", a quien intuimos de una clase social inferior al personaje del párrafo inicial y por ende prescinde de sus afectaciones, todo procede con economía. Y eso precipita el twist del final, la vuelta de tuerca que durante décadas interpretamos como un mero golpe de efecto —un truco de baja estofa, en términos literarios—, cuando en realidad describía de modo ajustado el proceder de un tipo social que hoy se ha vuelto común: aquel del/a ciudadanx pagadx de sí mismo y desapegado de aquellos a quienes considera inferiores; que no advierte hasta que es demasiado tarde que aquello de lo que creía estar gozando —y merecidamente— lo arrollará hasta matarlo.

 

Muy Wachowski

Las marcas de status social están clarísimas. El businessman tiene un apoderado, un mayordomo, un estudio con vista al parque con robles y hasta un sillón favorito de terciopelo verde. Puede delegar todos los asuntos en sus empleados y dedicarse —esto sí es un lujo que envidio— a leer una novela.

¿Y qué es una novela? Hoy más que nunca, un objeto suntuario. Un símbolo de status. Que nadie le impuso al hombre de negocios —por lo menos, no compulsivamente—, sino al que más bien ha ido a buscar, y por el cual ha pagado, haciendo uso de su propia voluntad. La novela es, pues, un relato que le permite distraerse de los asuntos mundanos que consumen sus días. (Nada parece más alejado de su realidad que esa historia de pasiones incontrolables, secretos y crímenes.) Cortázar nos lo muestra en lo que aparenta ser el más perfecto control sobre su circunstancia: el hombre de negocios resuelve sus cosas, se a-finca en el spot más preciado de su propiedad horizontal y decide, señorial, evadirse del mundo.

Lo que Cortázar hace es sacudir a su criatura y recordarle que ese acto de evasión en que incurrimos todos los lectores y espectadores —sumirnos en una trama acotada, controlada por el/la autor/a— nunca borra del todo la trama real en la que estamos inmersos mientras leemos y vemos, y de la que no necesariamente somos el héroe o la heroína. Pero estoy seguro de que todo esto lo consideró Cortázar mientras escribía. Lo que no pudo prever es que, ya arrancado el siglo XXI que no llegó a pisar, viviríamos en sociedades tan inmersas en relatos que la tecnología vuelve persuasivos —políticos, sociales, culturales— que terminaríamos confundiendo lo ficticio con lo real. Y cuando no diferenciás el tren filmado por los hermanos Lumière de una locomotora de hierro, terminás convertido en escabeche.

Para ponerlo de otro modo: Cortázar escribió un cuento fantástico, o si se prefiere (esta categoría se usaba mucho, en aquellos años) "extraño". Pero en 2019, Continuidad de los parques es un cuento realista. A mediados del siglo XX, un libro que describe en tiempo real lo que te está pasando tenía que ser considerado un objeto mágico. En 2019, los medios a los que acudimos constantemente —las redes a través del teléfono o la compu, la tele— nos cuentan lo que está pasando en tiempo real, pero al igual que el "hombre de negocios", no terminamos de entender el sentido oculto de la narrativa hasta que es (¿casi?) demasiado tarde. Existen muchxs ciudadanxs convencidxs de que ciertas aristas del relato (los de la Cámpora son narcos, Cristina conspira con Putin en Cuba, Kicilove es como Cyclops de los X-Men y posee una mirada marxista que destruirá la Argentina, todos los gremialistas son brutti, sporchi e cattivi) son reales, cuando lo único real son las consecuencias inescapables de la trama grande que se oculta detrás de tanta pavada con que nos engordan a lo pavo: empobrecimiento, enfermedad, represión —y muerte.

 

¿Pastilla roja o pastilla azul?

 

La diferencia entre el mundo de los spots de campaña de Cambiemos y la Argentina real es tan grande como aquella entre el mundo creado por la Matrix de la peli de las Wachowski y el mundo real que Neo ve por primera vez cuando Morpheus (Laurence Fishburne) le proporciona la píldora roja. El primero —el de la Matrix, el de Cambiemos— es una construcción puramente virtual, de superficies pulidas, en la que no existe una figura desagradable porque no entra en cuadro nada que no haya sido aprobado durante el casting. El segundo —el mundo objetivo, aquello que no es pura representación sino que existe— muestra la devastación que esta gente ha producido mientras nos distraíamos con las pantallitas. Para continuar en modo Matrix: cuando esta gente pierda el poder y su fantasmagoría se apague, lo que nuestros ojos descubrirán en todo su horrendo esplendor será el desierto de lo real — o, como le decimos en el barrio, la Argentina post-Macri.

 

Lo que nos quieren vender es a la rubia de rojo...
...pero en la realidad nuestro mundo se ve así.

 

Continuidad de los parques trabaja sobre los deseos del/la lector/a que pone su libido en la aspiración social: aquellos a los que no les cuesta nada imaginarse al mando de una finca, dándole órdenes a un mayordomo y sentándose a leer en un sillón de terciopelo con vista a un parque de robles. Y entonces Cortázar pega el tirón a la alfombra sobre la que el/la lector/a está parado, diciéndole que aunque se crea al comando de su existencia —un "hombre de negocios" o emprendedor, como les gusta decir ahora—, en realidad es (o está a punto de ser) víctima de la fantasía que se compró, ya sea al contado o con Ahora 12.

Para ponerlo en los términos de otro amigo aún más afecto que Cortázar a visualizar el futuro antes de que ocurra (esto fue editado como canción en 1998, un año antes de Matrix, y no desentonaría nada en la película):

Hay buitres en la tele que quieren matar

con carnadas finas te van a matar

dale que va

¡Estás frito, angelito!

Están fritos. Y a punto de darse cuenta de que la única continuidad que habilitaron con su comportamiento irresponsable no es la de los parques, que nunca les pertenecieron, sino la de los males que también se los llevarán puestos a ellos en su marejada.

 

 

 

 

 

(1) El amigo Marcelo Schapces me envió un trabajo de Lucio Aquilanti y Federico Barea según el cual "Continuidad de los parques" fue publicado en francés en 1959. O sea que lo escribió antes de viajar a Cuba por primera vez. 

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