Contra el cliché del amor

“Dejemos que fluya” es el amor romántico de hoy

Desapego, Edvard Munch, 1896.

 

La aventura amorosa arde en una ceremonia ancestral en la que los amantes bailan alrededor del fuego de la incertidumbre. El rumiar de uno aviva el desquicio del otro, crea rituales alrededor de un lenguaje que a veces alivia, otras veces raspa. Los amantes tienden el lenguaje sobre la cama y bajo la forma de tedio o de herida hacen del malentendido el hábito de cada día. Por mensajes de WhatsApp alternan efervescencia y apatía. Uno afirma, el otro niega, quieren tener razón, no paz. Nada puede salvarlos de su naufragio, son dos enamorados que evitan hablar de amor.

 

¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?

En el cuento De qué hablamos cuando hablamos de amor, Raymond Carver pone a cuatro personajes a conversar sobre un tema universal como es el amor. El maestro del cuento corto –que lo es azarosamente, gracias a los tijeretazos que hizo su editor Gordon Lish– nos pone a espiar a cuatro amigos que conversan alrededor de una mesa mientras hacen tiempo para ir a cenar. Carver es un dialoguista excelente, posee una destreza admirable en armar diálogos que fluyen entre ideas principales y líneas banales que cualquier editor cortaría. Creador de una narrativa minimalista, sus cuentos pueden ser leídos a la luz de la teoría del Iceberg, técnica de Ernest Hemingway que define que en la superficie vemos solamente una parte, lo demás pasa por debajo.

En este cuento, los personajes se están embriagando con ginebra y pasándola bien, no presumen ideas, se divierten y en el medio de sus diatribas afirman que no saben lo que es el amor en absoluto. “¿Quién puede juzgar qué es? Deberíamos avergonzarnos de hablar de amor como si supiéramos de qué hablamos cuando hablamos de amor”. Mel opina que el verdadero amor es el espiritual. Terry, la actual esposa de Mel, cuenta que su ex marido la arrastraba de los tobillos por toda la casa y le decía “te quiero zorra, te quiero”. Sus compañeros de tertulia opinan que eso no es amor, pero Terry insiste que él la amaba a su modo: “En todo aquello había amor”. La ginebra se vacía y ninguno de los presentes contradice enfáticamente a Terry, porque las criaturas de esa mesa se muestran incapaces de identificar el amor. “¿Qué es lo que cualquiera de nosotros sabe realmente del amor? En el amor no somos más que principiantes”.

¿Estar borracho no es el mejor modo para hablar de amor? “El discurso amoroso es hoy de una extrema soledad”, dice Roland Barthes. Es un discurso despreciado y arrastrado por su propia fuerza a la deriva. Alain Badiou, en Elogio del amor, parte de este punto de vista para decir que el amor, en un mundo como el actual, se encuentra acorralado, asediado y amenazado. Los signos que configuraron durante décadas la mística del amor nos parecen malabares de semáforo, fútiles, anacrónicos. Desacreditada como experiencia de transgresión, la sentimentalidad es censurada, se impone un ceremonial y protocolo cool, ser indiferente, hablar de amor es cursi. Lo indecoroso no es la pornografía sino la sentimentalidad y a través de ella caer en tonterías: actuar irreflexivamente, hablar del corazón o, peor aún, explotar de celos. El amor está pasado de moda, ahora se promueve el desapego. A través de un lenguaje pusilánime, el desapego ofrece a cambio un pasatiempo que rima con cuerpo: “Me encanta ir a la cama contigo… pero no quiero nada más”, dice la canción de Estelares.

¿Quién se atreve a practicar algo que deja al descubierto la labilidad emocional? ¿Cómo no temer ir al encuentro con otro cuando ese acto hace emerger las más peligrosas neurosis? ¿Cuánta neurosis puede soportar un acto sexual de a dos? Y más aún ¿cómo se transitan esas neurosis si un encuentro pretende progresar?

El naufragio de los enamorados que evitan hablar de amor se vuelve problema cuando hay tantos cuerpos ahogándose y pocos mares. Pero para eso tenemos emprendedores y coaches del buen amor. Especialistas con consultorios portátiles que van de TikTok a Instagram. Así va el Dr. Chinasky, un psicoanalista que toma el nombre de un personaje de Bukowski. ¡Qué mejor que un borracho para hablar de amor! Invitado a todos los programas de radio y streamings, es el guardavidas que está en la costa y orienta a los náufragos. Sus alocuciones tienen un tempo que se repite en cada intervención: se presenta un dilema y Chinasky, que no usa las eses para hablar, relaciona esa pregunta con alguna anécdota fantasma, personal o de sus amigos, hace una pausa y trae a Lacan al rioba con algún concepto lavado y pasado por la cancha un domingo. En un mashup popular traduce seminarios enteros de Lacan a través de hits musicales con la remera de Charly García. Chinasky es un Lacan fierita que esconde la resaca, porque hablar de amor a cara descubierta es de borrachos. La paradoja de la experiencia amorosa es eso: una niña abandonada en una comunidad totalmente unida a la hora de pegar carteles de “Buscada”. ¿Por qué hay tantos Chinasky como en su momento tantos Bucay? ¿Por qué hay tanta fotocopia de Lacán? ¿Será porque necesitamos instrucciones en un mundo de tutoriales?

El amor en este tiempo apocalíptico es como un zombie que nos espía, nos tironea para inocularnos su ADN. Vacilamos cuando lo sentimos cerca, su figura inquietante siempre nos pone a oscuras, y ¿quién no quiere correr de la oscuridad? La experiencia amorosa viene con jet lag, padecemos síntomas que nos modifican los horarios de vigilia y sueño, las certezas de tiempo y espacio se desdibujan. ¿Quién soy? La marca registrada del amor es que está siempre en proceso de traducción, ahí radica su potencia porque a lo mejor el amor es solo “en potencia”. El encuentro entre dos que se gustan se parece a un karaoke, nunca afinan del todo, es divertido, pero dura poco y es una mala idea pretender estirar la diversión. La relación afectiva es un instrumento que necesita afinación todo el tiempo. Se engrandece cuando se pierde, mientras está sucediendo se nos escapa, justamente por el esfuerzo que hacemos para circunscribirla, acotarla, manejar la volatilidad. La potencia queda para siempre en lo no agotado, aquello de lo que no cesa de no inscribirse cobra sentido cuando se pone la máquina del recuerdo a funcionar. “Pero dos que se quieren se dicen cualquier cosa. Ay, si pudieras recordar sin rencor”.

 

 

¿De qué materia está hecho un encuentro amoroso? De promesas, promesas sobre el bidet, promesas de campaña electoral, de declaraciones, de emergencias. Terry, la criatura carveriana que definía el amor de acuerdo a las palizas que recibía de su marido, es la misma que más tarde y con más ginebra en sangre cuenta que le gustaría volver a nacer y ser un caballero andante con armadura de hierro, porque “uno tenía que sentirse muy seguro con aquellas armaduras”. Finalmente, Terry, que afirmaba que aquello era amor, pide protección, pide seguridad. Carver muestra que, por debajo de esa intervención trivial, Terry no quiere salir herida nunca más después de un matrimonio en el que limpiaba el piso con su cuerpo arrastrada por los talones. ¿Es el amor un acontecimiento que te toma de los tobillos y te arrastra? Terry tiene miedo. Todos tenemos miedo. El acontecimiento del encuentro libera al cuerpo, al tiempo que lo toma de rehén. ¿Y si además soy rehén del otro? ¿Y si el otro es un tirano? ¿O me tiranizo yo mismo cuando despierto a cualquier hora pensando en ella?

Procedimientos rigurosos de protección. Cálculo de probabilidades. Estrategias integrales que permitan mitigar riesgos. Medidas preventivas para reducir la probabilidad de errores. La jerga del mundo financiero se cuela como narrativa para medir todos los fenómenos en la actualidad. El asunto es evitar la falla, minimizar los posibles riesgos y garantizarnos la seguridad de estar a salvo. ¿A salvo de qué finalmente? A salvo de lo que otro/a puede despertar en mí.

Si el encuentro amoroso se vive como un lugar peligroso, el cuerpo se desconecta, dice un flyer en donde un coach ofrece cinco tips para superar el apego emocional. Hay una sobreoferta de métodos que enseñan el desapego. ¿Por qué correríamos riesgos en un sistema que está ordenado bajo el paradigma de la seguridad? El amor solo puede florecer donde hay seguridad, dice otro flyer del mismo coach.

El mandato normativo del autocontrol y habitar relaciones abiertas y casuales y no comprometerse, es un cliché como el ayuno intermitente. Se pasa hambre unas horas con el fin de sentirse mejor, pero ¿cuándo es el momento en que se está mejor? ¿El resto de las horas en que se puede comer, pero se está pensando en el próximo ayuno? Un cliché es una práctica que de tan usada y repetida anula la posibilidad de tener una voluntad autónoma de los mecanismos ideológicos de control social. Cuanto más libre y sin compromiso se manifiesta el sujeto, más oprime la vitalidad del deseo y más oprimido lo encuentra el mercado para hacer de él un autómata. Lamento decir que el “dejemos que fluya” es el amor romántico de hoy. El romanticismo degradado es, hoy, una mesa de amigos compartiendo una ginebra rebajada con agua.

“Arriesgar la vida es una de las expresiones más bellas de nuestro idioma”. Así comenzaba el ensayo Elogio del riesgo la psicoanalista francesa Anne Dufourmantelle, que llevó su defensa de correr riesgos como parte de una ética, hasta la escena final de su vida. Para la psicoanalista y filósofa el riesgo forma parte de la condición humana, es en el desafío a enfrentar la vulnerabilidad donde el ser humano le agrega valor a su vida. Responder al impulso de trascender límites y abrir lo vital a lo desconocido puede sumar una visión liberadora. El acto creativo, la pasión amorosa, los deportes extremos y el psicoanálisis son actos que llevan implícito la posibilidad de un fracaso, por eso el elogio es al “coraje necesario para vivir de forma auténtica”. En el encuentro amoroso el riesgo abre un espacio desconocido que nos despoja y nos revela a la vez lo inadecuado, lo desfasado, no solo del otro/a sino de lo amorfo que me desborda. El miedo de Terry es el miedo al abandono, ese miedo agazapado que toma forma en el alumbramiento: abandonamos y nos abandonan. Nacemos en y con riesgo. La mayor parte del tiempo intentamos dominar el miedo, la fórmula que aprendimos es: (-riesgo + prevención = comodidad/paz < entusiasmo = apatía)

Sin embargo, por más precauciones que se tomen, un encuentro amoroso imprevisible y repentino puede poner en jaque el culto al desapego. La fuerza del deseo lo arrasa todo pero un corazón no se endurece porque sí y ya conoce el signo fugaz de la pasión. Acorralado, el sujeto piensa: esta vez voy a ser yo el que maneje lo efímero, entonces ¿cuánto más fugaz se vuelve el encuentro cuando el sujeto pretende adelantarse a lo efímero y clausurarlo ahí? ¿Cuánto más frágil es la aventura amorosa si es sellada con un conjuro apenas nace? “No estoy para una relación”. “No quiero pareja”. “Nos vemos cuando pinte”. “Nos vemos cuando tengamos ganas”. ¿Qué es lo que nos garantiza enunciar el límite desde un principio? Quizás creemos que avisar que todo es efímero y que no se quiere compromisos, tan pronto sube un milímetro la temperatura corporal, es la mejor póliza de seguro. Yo dejo sellado este acuerdo, no sé si el otro quiere lo mismo. No importa eso en el romanticismo de ginebra rebajada con agua. No hay acuerdo ni desacuerdo porque son dos asegurados contra todo riesgo, por eso tampoco hay lugar para reproches. Lo inquietante de lo que sucede cuando dos sujetos hablan de amor es la necesidad que les surge de afirmar: esto no quiero que pase. ¿Qué me estaré confirmando a mí mismo cuando le afirmo al otro/a que deseo, que lo deseo hasta ahí?

 

 

 

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