Control, espionaje y ciberguerra

Elon Musk exhibe la convergencia entre la geopolítica neoliberal y las corporaciones oligopólicas

 

En la última semana, el Consejo de Administración de Twitter decidió vender la compañía al presidente de Tesla, Elon Musk, considerado uno de los hombres más acaudalados del mundo. Antes de la adquisición, el empresario nacido en Sudáfrica contaba con 86 millones de seguidores en esa red social. Dos días después de la compra, los benignos algoritmos le permitieron sumar 600.000 acólitos.

En 2013, Jeff Bezos, el magnate de Amazon, compró la mayoría accionaria del Washington Post después de que Rupert Murdoch hiciera lo propio con el Wall Street Journal. La concentración de medios y las plataformas se articulan de forma incremental con el mundo de la producción material, la lógica financiera y la minería de datos: la lógica neoliberal requiere –para sostener su hegemonía global– de mayores apoyos comunicacionales, capaces de darle legitimidad a un sistema que se resquebraja en términos geopolíticos y socioeconómicos.

El modelo de acumulación es cada vez más dependiente de su sustento simbólico: requiere justificación, censura, control y monetización de los intercambios en las plataformas. Las redes sociales y la utilización de internet son los territorios de donde se obtienen los insumos informacionales básicos sobre los que se implementarán las publicidades direccionalizadas, la manipulación cognitiva y la implantación de discursos pregnantes y funcionales a los intereses de las corporaciones.

Seis meses atrás, el gigante Microsoft, que maneja gran parte de los sistemas operativos a nivel planetario, difundió el Segundo Informe anual de defensa digital, en el que se acusa a Rusia, China, Irán y Vietnam de diferentes delitos cibernéticos y de promover la desinformación. Desde los parámetros de las corporaciones estadounidenses, todo lo que supone un rasgo de soberanía –o que promueve versiones alternativas de la realidad– es pasible de ser catalogado como infracción violatoria de los esquemas impuestos por quienes pretenden hegemonizarlos. Partiendo de este razonamiento, las reglas de las interacciones no pueden ser debatidas por los Estados-nación. Solo pueden ser asumidas como unívocas e indiscutibles. Ese es el núcleo del unilateralismo: las normas son exigidas como aceptación de la dominación global por fuera del Derecho Internacional.

Tanto Microsoft como Starlink, la empresa satelital de Musk, participan de forma abierta en la guerra en Ucrania. Ambos se transformaron en contratistas encargados de proveer infraestructura de datos y bases de geo-referencialidad para utilización exclusiva de la OTAN. En ambos casos ocupan un lugar importante en el relevamiento de drones y el registro del movimiento de tropas. En las últimas semanas, además, la empresa SpaceX, propiedad de Musk, fue denunciada por la Administración Espacial Nacional China por poner en riesgo la vida de los astronautas chinos alojados en la estación aeroespacial Tiangong, emplazada en 2021 a 400 kilómetros de la superficie terrestre.

Según los analistas aeroespaciales, los astronautas se vieron compelidos a maniobrar los módulos para evitar una colisión. Musk dispone de una constelación de satélites que le permitirán controlar el flujo de datos –imprescindibles para la inteligencia artificial– de la internet de alta velocidad, asociada a los protocolos futuros del 5G. Según el periódico chino Global Times, SpaceX “intentó [en complicidad con el Pentágono] poner a prueba la capacidad de China en el espacio”.

 

 

 

Algoritmos en disputa

 

Aplicaciones soberanas que empiezan a desafiar el monopolio de las redes.

 

Desde que la junta directiva de Twitter aceptó la oferta de Musk por 44.000 millones de dólares, se esfumaron millones de seguidores de políticos de izquierda de todo el mundo. En forma paralela, se incrementaron los guarismos de referentes de la derecha y la extrema derecha global, como Marjorie Taylor Greene, Ted Cruz y Boris Johnson. También, como por arte de prestidigitación, el ex líder laborista Jeremy Corbyn ha visto desaparecer miles de seguidores en dos jornadas. Al otro día de confirmarse la operación de compraventa, Musk difundió un tuit satírico sobre el sesgo de izquierda imperante en la red social recientemente adquirida. Además cuestionó la exclusión de Donald Trump de dicha plataforma, en enero de 2021, y la censura de una serie de investigaciones periodísticas del Washington Post sobre el vínculo del hijo del estadounidense, Hunter Biden.

Frente a las críticas provenientes de quienes consideran que Twitter será utilizado para monetizar la producción de las diferentes producciones de Tesla, su propietario subrayó: “Los ataques vienen rápidos y espesos, principalmente desde la izquierda, lo que no sorprende”. En 2019, luego del golpe en Bolivia contra Evo Morales, advirtió –frente a la nacionalización del litio impulsada por el MAS– que “nosotros daremos golpes donde queramos. Acostúmbrense”.

El mecanismo de la minería de datos, que es el insumo básico de la Inteligencia Artificial (soporte tanto para la producción como para la logística, la publicidad, la comercialización y el marketing), genera –al ser monopolizado por las corporaciones– (a) la concentración de la riqueza, (b) la manipulación de la subjetividad y (c) la exclusión de los desconectados. En este marco, las grandes plataformas digitales dejan de ser simples corporaciones productivas para transformarse en actores políticos globales, vectores de las transformaciones geopolíticas.

El sociólogo alemán Harald Welzer, investigador de la Universidad Witten-Herdecke, publicó en 2016 La dictadura inteligente. En ese texto describe los potenciales peligros de esta alianza entre Estados colonizantes y corporaciones, que articulan facetas industriales, financieras y digitales en un combo destinado a imponer un totalitarismo institucional y cultural.

La utilización de nuestros registros de navegación se produce sin autorización alguna. Los grandes jugadores de las plataformas los utilizan para enriquecerse a nuestra costa y para debilitar o eliminar a las lógicas nacionales soberanas que pretenden poner límites o regular esas exacciones. Toda interpretación de la realidad que sea opuesta al status-quo de este circuito es caratulada como anormal, anárquica, enemiga de la humanidad, vetusta o antidemocrática. La imposición del pensamiento único se instituye desde algoritmos y desde la repetición constante de un modelo presentado como indiscutible.

Frente a esa ofensiva normalizadora y totalizante solo queda el poder de la conciencia crítica y de la soberanía: Estados nacionales que se dan sus propias configuraciones virtuales –como el caso de Venezuela con VenApp, de Rusia con VK o de China con WeChat–, y que buscan incrementar su independencia sumando cableado óptico, servidores instalados en territorio propio y satélites.

Hace medio siglo la soberanía podía pensarse en términos de un territorio, el control aéreo y una plataforma marina. Hoy exige sumarle una cuarta dimensión: la del ciber-espacio. Es en dicho territorio donde hoy se juega gran parte de las disputas por la potestad política de una voluntad nacional autónoma que rige sus destinos de independencia, resistiendo los mandatos de las usinas ortopediazantes de la realidad colonizada. “Seamos libres –nos propuso José de San Martín–, que lo demás no importa nada”.

 

 

 

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