Corrupción y progresismo

La corrupción debe prevenirse con diseños de políticas de transparencia y participación ciudadana

 

Los últimos años mostraron que, en el campo popular, es imperioso un debate sobre la corrupción. En la cultura pública hay un sistema de conceptos sobre la corrupción que funciona como paradigma, en el sentido de asignación de su sentido esencial. Consiste en estimar que la corrupción es un problema que atañe sólo a la clase política y especialmente a los dirigentes de los gobiernos populares. Se ha conseguido que el sentido común vincule la corrupción con “populismo”, al que endilgan autoritarismo, falta de seguridad jurídica y niveles importantes de discrecionalidad que serían el basamento de una corrupción generalizada. Esta concepción no queda enmarcada en el plano retórico y es difundida por toda la derecha mundial radicada en las grandes corporaciones, enemigas antagónicas del sistema político democrático, porque es la única fuerza que puede ponerles algún obstáculo a su propia corrupción, que dirigen de modo deletéreo hacia la sociedad en su conjunto y practican entre ellas mismas, en la puja por la maximización de ganancias para sus respectivos propietarios, encarnados por sus jefaturas ejecutivas. En la Argentina ha sido motorizada por el gobierno macrista, pero antes de él en el tiempo por un aparato mediático que fuera útil herramienta para su llegada al gobierno, que después lo acompañó ocultando los múltiples casos de corrupción en su gestión y que seguirá (re-activo) con el nuevo gobierno. Como siempre, la afinidad cómplice con los poderes económicos de importantes sectores de la corporación judicial se aprecia en tribunales que se transformaron en escenarios de la disputa política, un terreno cómodo para el macrismo.

 

 

El tamaño importa

Aquel paradigma, sin embargo, cae ante los análisis de quienes estudian el fenómeno de la corrupción. Una observación desprejuiciada advierte que en los sistemas donde los políticos son reemplazados por técnicos, economistas y especialmente los grandes propietarios, se desarrolla una corrupción cualitativa y cuantitativamente mucho más caudalosa en dinero y con directo daño para el pueblo. El propio modelo facilita que los funcionarios sean ex o actuales empresarios, quienes actúan manifiestamente a favor de las empresas y a costa del Estado. En estos casos, la corrupción adopta formas más sofisticadas, de guante blanco, como modificar aranceles de importación o exportación para beneficiar a determinadas compañías o condonar deudas a través de procedimientos administrativos –sólo dos ejemplos—, situaciones estas que permanecen en la más absoluta opacidad y son de difícil comprensión para la mayoría de la gente, e involucran muchísimo más dinero que la corrupción del “populismo”. Lo que en nada justifica que un funcionario de un gobierno popular atente miserablemente contra él y el pueblo que lo votó traicionando sus principios e ideales –que se supone los tiene—, con una coima pagada por los intereses privados que contratan con el Estado y que, en última instancia, recae sobre los ciudadanos. Es una realidad que se exige mucho más apego a la ética en los miembros de un gobierno popular, populista o de izquierda, que en uno de la derecha empresarial de cualquier sector. Y es lógico, porque en este caso un acierto del inconsciente colectivo da por descartado que los integrantes de este segundo grupo político hagan de la moral ni del bien común su eje de vida, ni de su actividad en cualquier ámbito. “El efecto dañoso de la corrupción se potencia cuando el hecho corrupto emana de quien dice ser progresista, porque entonces se percibe el maltrato que hace de los recursos del Estado quien dice querer preservar a los sectores más desposeídos. Tamaña hipocresía solo puede enojar a una sociedad”. (Alberto Fernández, Revista Crisis, 2017, Los dilemas éticos del progresismo latinoamericano).

Una particularidad de la corrupción macrista –cuya dimensión cuantitativa, inmensa, falta precisar— es que en un gobierno cooptado por sectores de las élites económicas, mediante la utilización de las herramientas del gobierno legítimo construyó un esquema de gestión corrupto mediante, en especial, la utilización del llamado conflicto de interés permanente. Desde diciembre de 2015 esa estructura ha servido para cometer una gran cantidad de hechos de corrupción que quedaron ocultados como decisiones políticas, económicas y financieras. Esas medidas produjeron un inmenso perjuicio al patrimonio del Estado en paralelo y simultáneo beneficio de las elites económicas — especialmente mediante los negocios financieros, logrando enriquecimientos enormes para los fondos de inversión y especuladores, vaciando las arcas públicas sin apoyar un ápice a la economía real. Esto se llama corrupción, y lo es en grado superlativo.

En el primer debate presidencial se produjo el siguiente cruce entre el candidato del Frente de Todos y el presidente Macri.

Alberto Fernández, refiriéndose a la extraordinaria fuga de capitales desde 2015 y especialmente luego del acuerdo con el FMI, apuntó: "Los dólares de la deuda se los llevaron sus amigos, Presidente".

Macri respondió no con una negativa, sino con la inesperada frase: “Me alegra y sorprende que el Frente de Todos ahora hable de corrupción", indudable reconocimiento de la criminalidad (particularmente como hechos de corrupción) de ciertas prácticas económicas que desde hace muchos años realizan las familias poderosas de este país. No por haberlas internalizado desde niño son éticas o lícitas. Hay algunas convicciones que más valía dejar en la puerta de la Casa Rosada.

La corrupción considerada en general es, sin duda, un problema sistémico, que puede darse en gobiernos de distinto perfil ideológico. Cuando investigaciones imparciales y con arreglo al debido proceso esclarezcan los hechos denunciados como cometidos en las administraciones kirchneristas y macristas, quedarán claras las diferencias de características y volúmenes que señalamos recién. Del mismo modo será nítido que los hechos de corrupción que puedan haber cometido funcionarios públicos que no se encontraban en situación de conflicto de interés —porque no pertenecían al mundo empresarial sino sólo al político—, siempre tienen como contraparte a un representante del sector privado que promueve o acepta cohechos o ventajas espurias. Y también se hará notorio que, debiendo pagar penal y pecuniariamente tanto el funcionario como el empresario, eso ocurre sólo algunas veces en el caso de los funcionarios y nunca con los empresarios.

Desde el campo popular no debemos limitarnos a la crítica de la corrupción. Debemos ser críticos y autocríticos sin piedad y tomar medidas para asumir el fenómeno con políticas públicas —hoy son solamente propuestas— como gestión necesaria desde el mismo diciembre. Es necesario que se comprenda que la corrupción es un problema de Estado, que debe concitar la más amplia atención por parte de todos los sectores y que nadie debe subalternizar su importancia utilizándola como arma política circunstancial. Por el contrario, es imprescindible crear, con el esfuerzo y la buena fe de todos, un marco institucional sólido, democrático y participativo, que constituya una herramienta eficiente para prevenirla y derrotarla cuando emergen este tipo de prácticas ilícitas.

No es ocioso repasar razones para obrar rápidamente en ese sentido, entre ellas:

  • La opinión pública formateada a este respecto. La corrupción seguirá siendo un tema central en la vida pública, sobre todo mediante una utilización –a partir de verdades o mentiras— por parte de medios del establishment para, si es de su conveniencia, afectar la gobernabilidad.
  • El hecho incontrovertible de que no haber tenido una política clara, sostenida y eficaz antes, permitió la instalación de prejuicios disvaliosos sobre lxs representantes y/o gobernantes del espacio democrático, nacional y popular, desacreditando el rol de la política en general. En amplios sectores se consiguió envolver a toda la dirigencia en una sospecha generalizada. Esta, además del daño institucional, ha sido sumamente costosa para muchxs dirigentes o ex funcionarixs, aunque desde fines de 2015 se bloqueó, o cuando menos se dificultó, la averiguación en los casos denunciados como cometidos por las élites económicas que tomaron el gobierno. En lo esencial consistió en encubrir el rol fundamental de los poderes económicos para obtener beneficios a costa de los intereses generales, hasta cuando era harto sospechable en caso de medidas políticas y económicas enfocadas a beneficiar a los empresarios que sostienen al gobierno o directamente a empresas que pertenecen al Presidente y su familia, y funcionarios o allegados muy cercanos.

Hay que trabajar en la instalación de una noción de corrupción distinta, en áreas centrales como la financiera, obra pública, salud pública –por mencionar solo unos casos—, pasibles de la concreción de políticas de transparencia útiles para un modelo económico nacional.

La corrupción debe prevenirse con más y mejores diseños de políticas de transparencia, que no implican más burocracia sino, al contrario, sencillez y fácil participación ciudadana. La Dirección de Políticas de Transparencia de la OA cuenta en sus archivos de los primeros años con material muy valioso que puede ser utilizado con provecho. Asimismo es imprescindible el pleno funcionamiento de los organismos de control. Se debe atender entre las mejoras institucionales, con carácter prioritario, la modificación del anclaje institucional de la Oficina Anticorrupción, que permite que según sea la calidad personal de su responsable a cargo se convierta en un apéndice del gobierno de turno. Contamos con el capital del contra ejemplo perfecto: la actual gestión ha centrado toda su actividad investigativa —según reconociera su titular, Laura Alonso— en la persecución política a los opositores. Quien también refirió que cuando el Presidente fue descubierto —por periodismo de investigación internacional incuestionable— como titular de cuentas en paraísos fiscales, ni comenzó una  averiguación porque le preguntó a Mauricio quien, con lágrimas en los ojos, le dijo: “Fue mi papá, Laura”.

Respecto a la participación ciudadana para prevenir la corrupción se debe aplicar la auditoría social sobre compras, contrataciones y funcionamiento de los organismos de servicios públicos. Así como lanzar el Programa Redes para el Control Popular. Debe establecerse la facultad de la sociedad civil para ser querellante en casos de corrupción. También la de fortalecer el programa de protección de testigos y crear la figura del testigo protegido de instituciones financieras.

Vale insistir en que los actos de corrupción de un funcionario no pueden justificarse ni ética ni políticamente. Representan, antes que nada, una distorsión en los valores de un espacio político que pregona el aporte (incluso el sacrificio) individual a favor de un proyecto colectivo que procura el bienestar del pueblo y el crecimiento e independencia de una Nación. Quien comete un acto de corrupción se ha corrido de ese camino, apartado de esas ideas, y debe afrontar las consecuencias de ello.

Es necesario que en el marco de un sistema penal, respetuoso de garantías y derechos, se juzguen todos los actos de corrupción y a todos los que participaron de ellos (agentes públicos y entes privados). El sistema de administración de justicia debe cumplir con ese cometido sin mirar quién está en el gobierno, sopesando por igual a quien tiene poder económico o mediático y a quien que no lo posee. La investigación, como el juicio y luego los recursos de apelación, deben darse siempre dentro de la ley, con respeto absoluto de las garantías constitucionales y procesales y sin distinción entre funcionarios, empresarios y ciudadanos comunes, sean los funcionarios de gobiernos actuales o anteriores, los empresarios grandes o pequeños y los ciudadanos conocidos o ignotos. De lo contrario todo puede ser peor, porque sin respeto a esas garantías la lucha contra la corrupción se bastardea, pudiendo convertirse en una persecución política.

 

 

* José Massoni, ex juez de Cámara, primer director de la Oficina Anticorrupción
* Luis Villanueva, abogado, especialista en políticas de transparencia y anticorrupción

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