El 29 de noviembre de 1947, la Asamblea de las Naciones Unidas aprobó en Nueva York, por mayoría de votos, la Resolución 181, que establecía la partición de Palestina. Por entonces, nadie podía imaginar el enorme costo en vidas humanas que en el futuro depararía la aplicación de esa resolución.
Es difícil hacer un cálculo exacto, pero según la inteligencia artificial, si consideramos la guerra de 1948, la guerra de los Seis Días, la de Yom Kipur, la del Líbano, la de Irak, la guerra civil siria, la actual guerra de Gaza, y otros hechos más localizados, se estima que los conflictos en Oriente Medio desde 1947 han causado entre 1.600.000 y 2.100.000 muertes.
El movimiento sionista había presionado fuertemente a Gran Bretaña y Estados Unidos para conseguir la partición, es decir, la “solución de dos Estados”, pero lo hizo por razones tácticas.
El líder sionista Ben-Gurión escribía en 1937: “Establezcamos de una vez un Estado judío, aunque no sea en todo el territorio (…). El resto llegará con el tiempo”. Efectivamente, cuando en la guerra librada en 1967, Israel se apoderó del resto de la Palestina del Mandato, abandonó en la práctica la “solución de dos Estados”.
Desde entonces, la anexión de la totalidad de Cisjordania y Gaza es la agenda oculta de todos los gobiernos de Israel. A través de la política de asentamientos y las guerras, hacen todo lo necesario para tomar la máxima cantidad de territorio posible con la menor cantidad de población no judía.
Apenas dictada la Resolución 181, estallaron los conflictos armados en Palestina. El Alto Comité Árabe declaró una huelga general y los enfrentamientos armados se sucedieron entre miles de voluntarios venidos de Siria e Irak para integrar un Ejército de Liberación Árabe que luchó contra las fuerzas del ejército israelí (la Haganá). A los actos de terrorismo urbano de ambos bandos, con atrocidades recíprocas, se sumaron las sangrientas agresiones que sufrieron las comunidades judías en Bagdad, Damasco, Alepo y Beirut, después de milenios de pacífica convivencia árabe-judía en el Medio Oriente.
La partición, basada en una división étnica aplicada de modo desigual, estaba legitimando una idea equivocada, la de que era posible construir nacionalidades basadas en la exclusividad étnica.
Si queremos encontrar una causa que obtura actualmente toda posible solución del conflicto palestino, la encontraremos en ese inaceptable discurso de supremacía étnica que es inevitablemente incompatible con un principio básico de cualquier democracia: la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley.
Hay que decirlo con claridad: si el conflicto persiste y han fallado todos los intentos de solución, es debido a la pretensión histórica del sionismo de que, para que Israel siga siendo un Estado judío, debe mantener una mayoría étnica judía.
Como al mismo tiempo se quiere expandir el territorio manteniendo la supremacía étnica, el resultado inevitable es lo que aconteció en 1948, en 1967 y en la actualidad en Gaza: el desplazamiento de las poblaciones originales mediante la limpieza étnica.
Las violaciones del derecho internacional son constantes. Por ejemplo, la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial (firmada por Israel en 1979) define la “discriminación racial” como cualquier acción que “tenga por efecto o por resultado anular o menoscabar el reconocimiento, goce o ejercicio en condiciones de igualdad de los derechos humanos y libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural o en cualquier otra esfera de la vida pública”.
Intentos de enmendar el error
La Resolución 181 fue aprobada por 33 votos a favor (entre los que se destacaban los votos de Estados Unidos y de la Unión Soviética), 13 en contra (los países árabes) y 10 abstenciones (entre las que figuraban la Argentina y Gran Bretaña). La resolución fue precedida por la formación de una comisión (UNOSCOP) integrada por 11 países neutrales, encargada por la Asamblea General para estudiar el conflicto sobre el terreno y proponer soluciones. De esa comisión, la mayoría propuso una división del territorio entre dos Estados —árabe y judío— con un régimen internacional de tutela sobre la ciudad de Jerusalén. Por el contrario, Estados como India, Irán y Yugoslavia, con importante población musulmana, defendieron la idea de una Palestina federal y binacional, articulada en un Estado federado árabe y otro judío, con Jerusalén como capital común.
El sionismo suele invocar el rechazo árabe al plan de partición como una manifestación de irracional hostilidad hacia los judíos por los árabes, pero el plan de la ONU no era para nada equitativo. Ofrecía a 600.000 colonos judíos procedentes de todo el mundo (43% de la población) el dominio sobre el 57% de Palestina, incluyendo las mejores tierras de Galilea, el lago Tiberíades y la región costera con las dos ciudades portuarias de Tel Aviv y Haifa. Según el tortuoso diseño de las fronteras, en ese futuro Estado judío permanecía un 40% de población árabe que pasaba a convertirse en población subordinada.
Una vez aprobada la Resolución 181, ante la furiosa resistencia árabe a su aplicación sobre el terreno, el 19 de marzo de 1948, el delegado estadounidense ante el Consejo de Seguridad de la ONU, Warren Austin, expresó la opinión de su gobierno, que había votado a favor de la partición. En esa ocasión expresó que siendo inaplicable por medios pacíficos, debía ser suspendida y Palestina puesta bajo tutela internacional durante un tiempo hasta que árabes y judíos pudieran ponerse de acuerdo. Pero en la ONU, la oposición al pedido de Estados Unidos provino de la Unión Soviética, quien, en contacto estrecho con la Agencia Judía, impidió que el Consejo de Seguridad o la Asamblea General adoptaran un acuerdo en contra de la partición.
La apuesta soviética a favor del Estado de Israel se materializó luego con la entrega de armas por parte del gobierno de Praga, controlado por los comunistas, pese a que las Naciones Unidas habían declarado un embargo de alcance universal. Esas armas fueron decisivas para que en el terreno militar las fuerzas israelíes fueran imponiendo su dominio.
Ante la imposibilidad de controlar la situación creada, las autoridades británicas anunciaron la finalización del mandato para el 15 de mayo de 1948 y, anticipándose, el día 14 de mayo David Ben-Gurión leyó la declaración de independencia proclamando “la fundación de un Estado judío en Palestina que llevará el nombre de Estado de Israel (…), abierto a la inmigración judía de todos los países, basado en los principios de libertad, justicia y paz, a la luz de las enseñanzas de los profetas hebreos”. Esa noche los ejércitos de cinco países árabes (Egipto, Transjordania, Siria, Líbano e Iraq) cruzaron la frontera e invadieron Palestina. Los primeros combates no fueron favorables a los israelíes, que debieron abdicar el control del barrio judío de la Ciudad Vieja de Jerusalén y perdieron un tercio del territorio atribuido por la ONU. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas dispuso entonces una tregua y envió como mediador especial al conde Folke Bernadotte, que elaboró en junio de 1948 un plan de paz que contemplaba confederar, bajo instituciones económicas, militares y políticas comunes, un Estado jordano-palestino y un Estado judío reducido a la mitad, cediendo a los árabes el control de Jerusalén.
Las partes implicadas no aceptaron la propuesta y se reanudaron los combates en la denominada guerra de los Diez Días. El ejército israelí, que había utilizado la tregua para reabastecerse con el armamento checoslovaco, consiguió conquistar más territorio antes de una nueva tregua dispuesta por el Consejo de Seguridad. La Unión Soviética, que consideraba al sionismo un “movimiento de liberación nacional”, declaró que Bernadotte era un agente del imperialismo y el grupo terrorista Stern lo asesinó en una visita al barrio judío de Jerusalén.
De este modo se frustró el último intento de corregir el trágico error de la Resolución 181. El resultado final de este enfrentamiento, que los israelíes conocen como guerra de la Independencia y los palestinos como la Nakba (la catástrofe), fue uno de los episodios de limpieza étnica más amplios y dramáticos de nuestro tiempo: 750.000 palestinos desarraigados y 531 aldeas palestinas destruidas.
Las causas que impulsaron la Resolución 181
Fueron variadas las causas que dieron nacimiento a la Resolución 181. Al cabo de la Segunda Guerra Mundial, el conocimiento de la Shoah, el genocidio del pueblo judío y otras minorías que había perpetrado el régimen nazi, generó una corriente de simpatía en el mundo hacia la causa sionista, probablemente sin advertir las consecuencias últimas de ese apoyo. En los casos de países europeos que habían rechazado la inmigración judía, se extendió un sentimiento de culpa. Por otra parte, el impacto que la noticia causó en los judíos que se habían asimilado en las poblaciones de acogida la necesidad de contar con una suerte de retaguardia psicológica, por lo que ofrecieron apoyo económico al nuevo emprendimiento.
Debe computarse también, entre las causas del apoyo a la Resolución 181, la simpatía generalizada en las izquierdas europeas, que, influidas por la Unión Soviética, veían en la lucha por un Estado judío una suerte de prolongación de la lucha antifascista. El apoyo de Stalin fue decisivo, convencido de que el fin del mandato británico debilitaría el despliegue del Reino Unido en la región. En el caso de Estados Unidos, el nuevo Presidente Harry Truman se volcó resueltamente a la causa sionista, pensando que de ese modo contaría con el voto de cinco millones de judíos norteamericanos.
En definitiva, en un momento en que el resultado de la Segunda Guerra Mundial habilitó el diseño de nuevas fronteras, trazadas en los gabinetes de las grandes potencias triunfadoras, influyeron factores geoestratégicos en donde poco contaba la opinión de los pueblos implicados. El absurdo dibujo de las fronteras que separarían a los dos nuevos Estados es otra prueba de los errores de tomar decisiones sin participación real de los verdaderamente afectados.
Desde la perspectiva del derecho internacional, no se puede negar el valor jurídico de la Resolución 181, a pesar de las oscuras razones que concurrieron en su redacción.
Hoy el Estado de Israel es una realidad innegable y nadie puede pensar seriamente en cuestionar su derecho a existir. Pero esa resolución debería ser respetada también por Israel en su integridad, en el sentido de que no se puede elegir lo bueno y despreciar lo desfavorable. La propia resolución contemplaba una igualdad de derechos étnicos que en la actualidad Israel no respeta. De igual modo, Israel debería también respetar las resoluciones posteriores del Consejo de Seguridad que nunca ha puesto en práctica.
Tanto la Resolución 242/67 como la Resolución 338/73 consagran tres principios. El primero, que Israel debe retirar sus fuerzas armadas de los territorios ocupados en 1967 (Cisjordania, Gaza y las alturas del Golán); el segundo, que Israel “debe llegar a un acuerdo justo sobre el problema de los refugiados”, y, por último, el tercero, que “debe proseguir las negociaciones entre las partes concernidas destinadas a establecer una paz justa y duradera en Oriente Próximo”.
La solución de dos Estados
Lejos de cumplir con las resoluciones del Consejo de Seguridad, todos los gobiernos de Israel, mientras simulaban negociar la “solución de dos Estados”, se dedicaron a colonizar Cisjordania con el obvio objetivo de impedir la formación de un Estado palestino. La malla de “asentamientos judíos” —es decir, accesibles solo a los judíos—, en la que viven 700.000 colonos, se ha hecho tan densa que una retirada israelí de Cisjordania, que permitiera un Estado palestino viable, ya no es imaginable.
Según la opinión del destacado periodista israelí del diario Haaretz (El País) Gideon Levy, “lamentablemente, la solución de dos Estados murió hace mucho tiempo y no puede revivir en las circunstancias actuales. Tenemos un gobierno que, en los últimos 15 años, hizo todo lo posible por destruirla y fue destruida. Hay 700.000 colonos judíos en Cisjordania que nunca serán reemplazados ni evacuados. Sin su evacuación, no hay espacio físico para un Estado palestino, al menos para uno viable. Por lo tanto, creo que es hora de dejar de soñar con la solución de dos Estados. La única visión que queda, salvo un Estado de apartheid, es obviamente una democracia entre el río y el mar. No veo otra alternativa. Es un largo camino por recorrer, pero al menos empecemos a hablar de ello. Empecemos a soñar con ello. Empecemos a darnos cuenta de que la única opción ahora es entre un Estado de apartheid entre el río y el mar o una democracia entre el río y el mar”.
El proyecto sionista de crear una estatalidad judía incrustada en una región considerada Tierra Santa para tres religiones, expulsando a los habitantes palestinos originales, ha demostrado que, lejos de brindar seguridad a un pueblo ancestralmente perseguido, solo ha servido para desatar una guerra tras otra.
La idea de configurar una estatalidad basada en la pureza étnica ha legitimado una estrategia de limpieza étnica que resulta abominable, incluso para una parte de la sociedad israelí liberal-democrática que se referencia en el humanismo de tradición hebrea.
La comunidad internacional no puede ya mirar para otro lado y debe actuar en consecuencia. Resulta oportuno recordar en las actuales circunstancias las palabras pronunciadas por Daniel Barenboim en mayo de 2004, cuando acudió al Knesset para recibir el Premio Wolf: “¿Responde la ocupación y el dominio sobre otro pueblo a la Declaración de Independencia? ¿Tiene algún sentido la independencia de unos a expensas de los derechos fundamentales de otros? ¿Puede el pueblo judío, cuya historia registra continuos sufrimientos y persecuciones incesantes, permitirse la indiferencia hacia los derechos y el sufrimiento de un pueblo vecino? ¿Puede el Estado de Israel permitirse el sueño irreal de un fin ideológico del conflicto en lugar de pretender una solución pragmática y humanitaria basada en la justicia social?”.
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