Crónica de un juicio

Reseña de V-13, de Emmanuele Carrère

0

Todo comienza el 8 de septiembre de 2021, al mediodía. Ese día empieza el juicio más importante en la historia de Francia sobre terrorismo y es el anuncio de su duración: nueve meses. Una escala colosal. Alrededor de 1.800 víctimas, 2.000 querellantes, 400 abogados, cinco magistrados, tres fiscales, cientos de testigos, horas extensas de emociones, de dolor y de recuerdos sombríos. Del otro lado, 20 acusados, 14 presentes y seis ausentes. Por término medio se le asigna una media hora a cada una de las víctimas. Entonces, Emmanuel Carrère, uno de los escritores-periodistas acreditados que cubre el debate, se pregunta: “¿Qué magistrado se atreverá a decirle ‘Su turno ha concluido’ a quien rebusque las palabras con que narrar el infierno del Bataclan?”

La apasionante crónica judicial del multifacético escritor francés, V-13, recientemente editada por Anagrama, parte de una inquietud —el motor, sin dudas, de cualquier investigación periodística—: a Carrère le interesa el funcionamiento de la Justicia, algo piramidal en su libro El adversario (1999), donde cuenta la historia de Jean-Claude Romand, el hombre que, a principios de los ‘90, asesinó a su mujer e hijos, además de a sus padres, e intentó hacer lo mismo con su amante. Pero también le atraen las religiones, sus mutaciones contemporáneas, y este interrogante: ¿Dónde empieza la patología? “Cuando se trata de Dios, ¿dónde empieza la locura? ¿Qué tiene en la cabeza esta gente?”

En el comienzo de su crónica,  Carrère anticipa: “Pero el motivo principal no es ese. El motivo principal es que centenares de seres humanos que tienen en común haber vivido la noche del 13 de noviembre de 2015, haber sobrevivido a ella o haber sobrevivido a sus seres queridos, van a comparecer ante nosotros y a tomar la palabra. Día tras día vamos a escuchar experiencias extremas de muerte y de vida, y pienso que, entre el momento en que entremos en esta sala de audiencia y el momento en que salgamos, algo habrá cambiado en todos nosotros. No sabemos lo que nos espera, no sabemos lo que ocurrirá. Allá vamos”.

Allí está, entonces, el escritor francés poniendo el cuerpo y tomando notas semana a semana para el medio parisino L’Obs. V-13, una sigla marcada a fuego en la cultura parisina, un shock intelectual similar al 11-S en Nueva York y del que Carrère asimila en su desafío de ir hacia atrás en la Historia (con mayúscula) y entender de dónde nace el odio yihadista: los atentados ocurrieron un viernes 13. Un juicio en el cual se posan los ojos del mundo: maratónicas audiencias sobre los atentados del 2015 en Paris y Saint-Denis que causaron 130 asesinatos y dejaron centenares de heridos a lo largo de un sangriento periplo nocturno, que culminó con la carnicería en el teatro Le Bataclan donde tocaba la banda estadounidense Eagles of Death Metal.

Mientras intenta decodificar el horror que se explaya ante sus ojos y oídos, Carrère matiza con descripciones de la sala judicial y habla de aparentes banalidades en su entorno: todo el contexto afecta a quien mira, a quien trata de capturar los detalles para componer su crónica. “Nuestros bancos son muy incómodos, angulosos, sin el menor tapizado. No hay pupitre ni repisa: nos decimos que va a ser penoso escribir durante meses y meses directamente en el ordenador o, como yo, en un cuaderno, tomando notas sobre las rodillas y cambiando continuamente de postura para estar lo menos mal posible. Y además estamos lejos. Lejos de ese escenario teatral que es la sala de audiencias, tan lejos que lo veremos sobre todo por las pantallas por las que se va a retransmitir. A decir verdad, es como si siguiéramos el juicio por televisión”.

En los casos de terrorismo, el tribunal lo componen, por miedo a las represalias, magistrados profesionales para quienes esto forma parte de los gajes del oficio. Se comenta, en los pasillos, que el juicio por Charlie Hebdo, los atentados yihadistas de enero de 2015 contra la revista satírica francesa, salió mal porque el presidente no tenía autoridad, y que por eso han escogido a Jean-Louis Périès, un juez cercano a la jubilación, sólido, astuto. En V-13, el juez ocupa un lugar protagónico: sus intervenciones, sus palabras y gestos, su providencial manejo de los tiempos y su forma de interrogar a las partes constituyen una verdadera lección de cómo construir un personaje judicial desde la fina observación.

Todos nos proyectamos en estos relatos que escuchamos, dice el escritor, pero cada cual de una forma diferente. A menudo es una cuestión de edad. “Yo tengo sesenta y tres años, hace muchísimo tiempo que no voy a un concierto de rock, las posibilidades de que hubiera estado aquella noche en el Bataclan son casi inexistentes. Mis hijos tenían veintiocho y veinticinco años en 2015, ellos sí podrían haber estado allí. Me identifico más con los padres que con sus hijos asesinados”, explica.

Tomando la puesta en escena de todo juicio, el libro está estructurado en tres partes: las víctimas, los acusados y el Tribunal. Sobre las primeras, hay ciertas curiosidades, como la historia de la mitómana de Bataclan“una mujer perdida en su soledad que había encontrado en el grupo de supervivientes a los primeros amigos verdaderos de su vida”—, condenada a cuatro años de prisión por estafa y abuso de confianza.

La realidad no es menos compleja y atrapante que la ficción: está repleta de leyendas, mitos, verdades a medias y verificaciones a la luz del día. “Se diría que la gente envidia la desgracia que nos sucede”, suelta, cuando interroga la propia condición de víctima. “No se trata de negar que esas pesadillas son reales, como lo son las bajas por enfermedad y los traumas, pero la jurisprudencia distingue a la víctima “auténtica” de la víctima ‘de rebote’ o del ‘testigo desafortunado’, a los que por desgracia no se les puede indemnizar por el perjuicio; de lo contrario sería el cuento de nunca acabar”.

Los nueve miembros del comando que mataron a 130 personas en el Stade de France, en el Bataclan y en las terrazas del este de París están todos muertos. Menos uno. La acción de la Justicia se ha extinguido para ellos. Otros seis no se han presentado a la convocatoria del tribunal. De los catorce que quedan, tres comparecen en libertad porque los cargos contra ellos son más leves, pero están obligados a acudir todos los días y a permanecer sentados delante del banquillo. Los once restantes son cómplices de los atentados en grados diversos: algunos están implicados hasta el cuello, la implicación de otros es discutible.

Carrère elabora una ficha de cada uno de ellos, se intriga por detalles que encuentra en las biografías. Sobre todo, pone el foco de Salah Abdeslam, la estrella del juicio. Nativo de Molenbeek, un barrio de Bruselas conocido por ser la guarida de los musulmanes radicalizados; “hermano menor de Brahim Abdeslam, que se hizo saltar por los aires en el Comptoir Voltaire, tenía que hacer lo mismo que él y no se sabe si su cinturón explosivo no funcionó o si desistió de accionarlo en el último minuto. Solo él puede decirlo. ¿Lo hará?”

Cierto día Abdeslam se agitó en el banquillo hasta que le abrieron el micrófono y preguntó si también darían la palabra a quienes sufren los bombardeos en Irak y en Siria. El presidente dijo que se debatiría ese punto en su momento y le cerró el micrófono. Contextualiza Carrère: “En general, esta réplica de Abdeslam se ha considerado una provocación, pero su argumento me ha dejado pensativo. Pertenece a la denominada defensa ‘de ruptura’, teorizada en 1987, durante el juicio del oficial nazi Klaus Barbie, por el escandaloso y célebre abogado Jacques Vergès. De acuerdo, decía Vergès, Barbie torturó en Lyon, pero el ejército francés hizo lo mismo en Argelia. En consecuencia, cada vez que se hable de tortura en Lyon, la defensa invocará la tortura en Argelia”. Indagando en el principal victimario, cuenta que las condiciones de encarcelamiento de Salah Abdeslam son muy duras. Seis años de aislamiento, donde no se le permite hablar con nadie y es video vigilado las 24 horas.

El estilo Carrère, esa mezcla que los críticos destacan entre la memoria personal a raya, la puesta en escena de un punto de vista, la investigación periodística y el ensayo, que supo traccionar en sus ficciones como Una novela rusa (2008), De vidas ajenas (2009), aparece en una prosa ágil y reflexiva, con dosis de ironía y no exenta de polémicas, cuando intenta comprender el funcionamiento de las células del Estado Islámico y así penetrar en el mundo turbado de los terroristas y sus diversos cómplices. En contexto de pandemia, el escritor contrae Covid en medio del juicio, al igual que acusados y víctimas. Se abate por la densidad de los testimonios.

“Vacaciones forzosas, no desagradables, que he aprovechado, a medio camino del V13, para bucear en mis libretas de notas. Es preciso confesarlo: a la gente aficionada a los juicios, cronistas judiciales de profesión u ocasionales como yo, más que las víctimas les fascinan los culpables. Compadecemos a las víctimas, pero tratamos de comprender la personalidad de los culpables. Son sus vidas las que escudriñamos para detectar el punto del desgarrón, el punto misterioso en el que se desviaron hacia la mentira o el crimen. En el V13 ocurre lo contrario. Las cinco semanas de testimonios de las partes civiles nos han trastornado, nos han devastado, y casi cuatro meses después, lo que emerge son sus rostros puestos al desnudo por la tragedia. ¿Y los acusados, después de esto? Pensábamos que sus interrogatorios serían apasionantes y en realidad no lo son porque no tienen nada que decir”.

Un oasis de horror, en un desierto de aburrimiento. Como en la novela 2666, de Roberto Bolaño, donde el mal se expresa en la capilar violencia de los femicidios, contados uno por uno, aquí Carrère no escatima en exponer la yuxtaposición de los relatos. A mitad de libro, por ejemplo, bajo el subtítulo “En la pista” la serie es arrolladora.

“Lo que me gusta a mí de los conciertos es mirar la cara de la gente. Aquella noche estaban alegres, todos estábamos bien. Buena energía” (Clarisse). “La pista estaba llena, había quizá mil personas dentro, cuando empezó el tiroteo nos aplastamos contra las barreras. Me alcanzó una bala, no sé cuál de los tres la disparó” (Aurélie). “Como yo estaba delante del escenario, miré a los músicos, vi su pánico, los vi huir por los bastidores. Al principio pensé: es un tarado que ha venido a abrir fuego” (Lydia). “Intenté decirme: van a tomar rehenes, si hacemos lo que nos piden todo irá bien; pero no, está claro que han venido a matarnos y pensé, es una auténtica locura, voy a morir en un concierto de rednecks californianos por el que he pagado 30,70 euros” (Clarisse). “Quise saltar una barrera, pero todo el mundo empujaba, me encontré atrapada por la pierna, pregunté si alguien tenía un cuchillo para cortármela” (Lydia). “Lo que más duele es que te pisoteen” (Amandine). “Tiré a mi mujer al suelo, me arrojé encima, todo el mundo en la pista se tumbó. Después de las primeras ráfagas vi a un hombre atlético que disparaba hacia el suelo. Avanzaba tranquilo, uno o dos pasos y un tiro, uno o dos pasos y un tiro. No llevaba capucha. Cuando me di cuenta de esto, de que tenía la cara al descubierto, comprendí que todos íbamos a morir” (Thibault).

“De repente me vi en un charco de sangre caliente, no comprendía cómo podía haber tanta, tan rápido” (Amandine). “Supe que me habían herido de gravedad cuando quise retirar de la cara el zapato de una persona que estaba encima de mí. Percibí que la mejilla se me había desgajado entera y me colgaba por la cara. Metí la mano derecha dentro de la boca para recoger los dientes y evitar tragármelos, porque, si no, corría el riesgo de toser y llamar la atención de los terroristas” (Gaëlle). “Pensé: ya está, es aquí, es ahora. Esta bocanada es la última que respiro. Lo único que me calmaba era pensar que no tenía hijos” (Thibault). “Habían encendido todas las luces y yo diría que disfrutaban matando a la gente” (Amandine). “Eran muy jóvenes, serenos. Hubo un momento en que a uno de ellos debió de encasquillársele el cargador y otro le ayudó a desatascarlo bromeando, como un buen compañero en el campo de tiro” (Édith). “Pararon para recargar y después no fue tan seguido: bala a bala, apuntando. Un grito, un tiro; un llanto, un tiro; cada vez que sonaba un móvil, un tiro” (Pierre-Sylvain). “Un hombre se levantó y dijo: ‘Basta ya, ¿por qué hacéis esto?’. Lo mató uno de los tiradores” (Édith). “Lo oí decir: ‘Pues para vengar a nuestros hermanos de Siria, echad la culpa a vuestro Presidente Hollande’, y yo no sé lo que pasa en Siria, yo estoy aquí para pasar un buen rato con Nick, que es el amor de mi vida, y le pregunto: ‘¿Te han dado?’. Sí, en el vientre, le duele, le duele al respirar y entonces le hago el boca a boca para que respire y luego él se muere” (Helen).

Y, en el medio de la crónica judicial, de la mirada atónita ante el abismo, de la reconstrucción periodística tan sutil como exquisitamente literaria, surge la filósofa Simone Weil: “El mal imaginario es romántico, novelesco, variado; el mal real es triste, monótono, desértico, aburrido. El bien imaginario es aburrido; el bien real es siempre nuevo, maravilloso, embriagador”.

Carrère, entonces, vuelve a tomar la palabra. La palabra que parece un bálsamo ante el infierno, que otorga alivio y justicia, pero que no alcanza a esclarecer la comprensión ni la certeza. “Se habla demasiado, y con excesiva complacencia, del misterio del mal. Estar dispuesto a morir para matar, estar dispuesto a morir para salvar, ¿cuál de estos misterios es el más grande?”

 

 

 

--------------------------------

Para suscribirte con $ 1000/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 2500/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 5000/mes al Cohete hace click aquí