En la Argentina actual se despliega un modo de gobernar que no interpreta el mandato popular, sino que lo desoye deliberadamente. No se disfraza de neutralidad ni se esconde en tecnicismos: es el ejercicio deliberado de la crueldad como política de Estado. Los vetos presidenciales, lejos de ser excepciones, se convirtieron en la herramienta privilegiada para imponer un programa que concibe la educación, la salud y la vida misma como variables de ajuste. Lo que debería ser la última instancia en la relación entre poderes se transformó en la primera línea de confrontación contra la sociedad.
Los vetos a la Ley de Financiamiento Educativo y a la Ley de Emergencia en Pediatría revelan con crudeza esta lógica. No fueron simples discrepancias institucionales: fueron actos de disciplinamiento social. Vetar el financiamiento universitario es decirle a la juventud, a los investigadores y a la sociedad entera que el conocimiento no merece inversión si no produce rentabilidad inmediata. Vetar la emergencia pediátrica es condenar a miles de familias a la incertidumbre, diciéndoles que la vida de los más chicos puede convertirse en moneda de ajuste.
No se trata de decisiones improvisadas. Responden a un neoliberalismo tardío que ya no necesita justificarse con promesas de modernización, como en los años ‘90 Hoy se presenta con cinismo: se admite que habrá dolor y exclusión, y se exhibe la crueldad como virtud, como si la dureza con los más vulnerables fuera un signo de eficacia. La austeridad se impone como dogma, aunque nunca toque a los grandes grupos concentrados ni a las rentas extraordinarias. Se trata de una racionalidad política de la crueldad: un lenguaje que clasifica vidas, que define cuáles merecen cuidado y cuáles pueden ser descartadas. En el plano internacional, esta racionalidad forma parte de un ciclo más amplio, donde en distintos continentes la exclusión social es presentada como prueba de eficiencia y la crueldad se legitima como discurso político.
En términos institucionales, los vetos condensan una paradoja: en nombre de la democracia representativa, se anula lo que la democracia produce. Amplias mayorías parlamentarias habían expresado consensos que atravesaban fronteras partidarias. El Poder Ejecutivo, en lugar de leer ese mandato como límite legítimo, lo convirtió en motivo de confrontación. El veto, así, no sólo interrumpe políticas públicas: erosiona la legitimidad de la deliberación democrática y transmite la idea de que la voluntad popular es un obstáculo a derrotar y no un mandato a cumplir. Es un desacato institucional que vacía de sentido la representación política y busca instaurar la obediencia social por sobre el consenso democrático.
La historia enseña que los gobiernos que dejan de escuchar a su pueblo se aíslan. Lo novedoso hoy es que ese aislamiento no aparece como un error involuntario, sino como una decisión calculada: gobernar contra el pueblo como forma de reafirmar autoridad. La crueldad se convierte en sintaxis del poder, y la distancia con la sociedad se exhibe como símbolo de fortaleza.
Las consecuencias sociales son devastadoras. El desfinanciamiento universitario no solo recorta becas o sueldos: compromete la soberanía tecnológica, la movilidad social y la formación de médicos, docentes e ingenieros que sostienen el desarrollo nacional. Negar recursos para la salud infantil no sólo afecta hospitales y pediatras: pone en riesgo el futuro mismo de la nación. Un país que no cuida a sus niños hipoteca su destino colectivo y produce un daño generacional acumulado que tardará décadas en revertirse.
Frente a esta encrucijada, la sociedad no permanece pasiva. Allí donde el poder cierra los oídos, el pueblo abre la palabra. Docentes, estudiantes, trabajadores de la salud, sindicatos, organizaciones sociales y familias se movilizan para recordar una verdad simple: los derechos no son favores del poder, son conquistas colectivas. Esa movilización no es un gesto romántico ni un ritual simbólico: es la garantía de que lo común no se privatiza, de que la vida no se negocia y de que la dignidad no se rinde.
El desafío estratégico es transformar la bronca en proyecto. Eso exige unidad popular sin negar diferencias, liderazgo político que escuche y sintetice y una estrategia integral que combine tres planos inseparables: reconstruir mayorías parlamentarias que frenen la crueldad institucional, sostener redes territoriales que resistan el deterioro cotidiano y disputar culturalmente el sentido común neoliberal que pretende naturalizar la desigualdad.
La encrucijada actual no admite neutralidad. Entre veto y derecho, elegimos derecho. Entre ajuste y vida, elegimos vida. Entre crueldad y dignidad, elegimos dignidad. Gobernar es priorizar, y un gobierno que prioriza la contabilidad sobre la vida se vacía de legitimidad. La salida es política y democrática: escuchar, corregir, redistribuir, planificar e invertir donde la sociedad lo demanda con urgencia.
No será un camino breve ni sencillo, pero es el único que puede reconciliar la política con la vida cotidiana de millones. Porque la educación y la salud no son consignas: son la gramática material de la igualdad y el umbral de una sociedad justa y soberana. Allí se juega no solo un presente más digno, sino también el futuro compartido de la Argentina. Y cada vez que el poder intentó callar al pueblo, la historia demostró que fue el pueblo quien terminó escribiendo el rumbo. Hoy vuelve a estar en nuestras manos.
--------------------------------
Para suscribirte con $ 8.000/mes al Cohete hace click aquí
Para suscribirte con $ 10.000/mes al Cohete hace click aquí
Para suscribirte con $ 15.000/mes al Cohete hace click aquí