Cuando los represores hablan

Adelanto del libro "Las voces de la represión"

 

El 27 de febrero de 2018, a los 90 años de edad, murió Luciano Benjamín Menéndez, responsable máximo de la represión clandestina en Córdoba y en otras nueve provincias argentinas. Aunque había acumulado doce condenas a prisión perpetua en diferentes juicios por crímenes de lesa humanidad, en su paso por las audiencias no hizo uso de la palabra. En medio de la catarata de repudios que siguieron a su muerte, el comentario más generalizado fue: “Murió sin decir dónde están los desaparecidos”. En efecto, ha sido permanente el reclamo para que los represores den informaciones sobre el sistema clandestino de detención, tortura y exterminio que la dictadura instauró en Argentina entre 1976 y 1983, y que dejó miles de desaparecidos y cientos de niños apropiados. También es cierto que, desde la transición, parece haberse sellado un “pacto de silencio” entre los militares y policías que ejecutaron la represión, y que las informaciones que permitieron conocer y juzgar los crímenes dictatoriales provinieron –salvo por unas pocas excepciones– de las víctimas, las organizaciones de derechos humanos y algunos actores judiciales. 

Sin embargo, en variadas circunstancias políticas y en distintos escenarios, los ejecutores de la represión hablaron públicamente. Hemos identificado cuatro oleadas posteriores a la dictadura, que nos han permitido situar la relación de las trayectorias y voces individuales con los ciclos de persecución penal e impunidad, o de activación y desaceleración de las memorias sociales sobre el pasado.

Una primera oleada de declaraciones puede situarse en los primeros dos años de la transición democrática, durante 1984 y 1985, y comprende el llamado “show del horror”, las tareas de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) y el juicio a los ex comandantes. En los primeros meses de 1984, muchos medios de comunicación publicaron declaraciones de militares y policías sospechados de haber pertenecido al aparato represivo. En este marco, coexistieron personajes muy diversos que hablaron públicamente de la represión en registros diferentes. El ex cabo de la armada Raúl Vilariño dio varias entrevistas a semanarios, que fueron publicadas con detalles escabrosos sobre las atrocidades cometidas en el centro clandestino de detención de la ESMA. Estas declaraciones y también las de otros represores más conocidos, como Alfredo Astiz o Ramón Camps, no pueden comprenderse sin identificar el tratamiento sensacionalista y macabro que caracterizó, en esos meses, la representación por parte de la prensa de un tema sensible como la desaparición de personas. 

La tarea de la CONADEP –que comenzó en esos mismos meses– dio prioridad a la voz de los sobrevivientes y afectados directos por el terrorismo de Estado para conocer los detalles de los secuestros y de las torturas, e identificar los lugares de detención clandestina y a los responsables. Si bien su labor fue rechazada desde las filas militares, algunos miembros subalternos de las Fuerzas Armadas y de Seguridad se acercaron a la Comisión para dar testimonio, relatando –desde distintas posiciones y funciones dentro del aparato represivo– informaciones sobre el cautiverio y los asesinatos clandestinos. Sin embargo, excepto por algunos párrafos citados en el informe Nunca Más, estas declaraciones no circularon públicamente.

 

 

 

El debate sobre la responsabilidad de los crímenes y sobre el “castigo a los responsables”, trama todo ese contexto, al punto que el Juicio a las Juntas Militares de 1985 plantea una primera definición de ese problema: mientras la acción judicial se despliega sobre las cúpulas (las tres primeras Juntas Militares), los mismos comandantes juzgados hacen –en sus alegatos finales— una definición ad hoc de responsabilidad con la que buscan a la vez salvaguardar el honor ante los subordinados y la indemnidad ante sus jueces. Ese desdoblamiento buscaba separar la noción de responsabilidad de la de culpabilidad. En ese marco, los comandantes juzgados pudieron arengar a su tropa y hacerse “responsables” de todo lo ocurrido, sin mencionar jamás acciones ni crímenes concretos; esto es, sin que recayera sobre ellos –según su discurso– la culpabilidad por los crímenes.

Esta primera oleada de declaraciones se cerró con un repliegue de estas voces hacia círculos castrenses o de menor transcendencia en los debates públicos, después de las leyes de impunidad (1986-1987) y de los indultos (1989-1990). En ese marco, las misas semicerradas de Familiares y Amigos de Muertos por la Subversión (FAMUS), la colocación de placas recordatorias a militares y policías muertos por las organizaciones armadas en comisarías y dependencias castrenses y las caravanas hacia el Penal de Magdalena donde  estuvieron presos los jefes militares condenados–hasta que se los indultó en 1990–, fueron los escenarios donde circularon algunas voces de represores. Su resonancia social fue poco significativa. 

 

 

Voces de la impunidad

Hemos identificado una segunda oleada de declaraciones, que se inició en 1995 (y se extendió hasta 1998) con las declaraciones del capitán de corbeta (RE) Adolfo Scilingo, publicadas en un libro y repetidas en la televisión, que fueron seguidas por una serie de intervenciones mediáticas de militares con distinto tenor y contenido, casi todas ellas con gran impacto público. La intervención pública de Scilingo, dando información en primera persona sobre los llamados vuelos de la muerte, produjo una novedad: la visibilización pública de los represores impunes y responsables de asesinatos masivos, con un gran protagonismo en los medios de comunicación, especialmente en la televisión. En ese marco, la noción de arrepentimiento fue crucial en las interpretaciones públicas de otras declaraciones como la del Julio Simón, Emilio Massera y Alfredo Astiz. Aunque estos represores no se arrepintieron casi en ningún caso, la noción se instaló como consigna y marca distintiva de esa oleada de declaraciones. Lo que nos dice la gran profusión de interpretaciones acerca del arrepentimiento de represores es que esas voces estaban en relación con el contexto de impunidad en el que la presidencia de Carlos Menem había sellado el pasado con el mandato de una reconciliación que dejara sin castigo los crímenes. La palabra pública de los perpetradores, por tanto, se enmarcó en condiciones de enunciación y escucha propiciadas por la clausura de la acción penal, y por los dispositivos discursivos y la puesta en escena propios de los medios de comunicación. 

Esta oleada de declaraciones mediáticas, con la amplia visibilidad y repercusión pública que le dio a la temática de la represión dictatorial, tuvo paradójicamente consecuencias inesperadas generando “ventanas de oportunidad” para que los organismos de derechos humanos hicieran avanzar sus causas. En efecto, una de las acciones que surgieron en ese contexto fue el inicio de los denominados Juicios por la Verdad. Si bien en estos juicios estaba cerrada la posibilidad de condena a los responsables, fueron una primera vía para propiciar la búsqueda judicial de la verdad a través de la producción de prueba testimonial y de la acumulación de prueba documental en el ámbito institucional de los tribunales.

 

 

Llamados a decir verdad

En el marco de los Juicios por la Verdad se produce una tercera oleada de declaraciones de represores. Dado su carácter no punitivo, los militares –algunos de ellos todavía en funciones dentro de las Fuerzas Armadas y de Seguridad– fueron convocados en calidad de testigos bajo juramento de decir verdad. En este escenario, sin duda inédito, las declaraciones se caracterizaron por dos tipos de posicionamientos: participación con o sin cooperación. Si bien los represores citados a prestar declaración testimonial asistieron, en su mayoría, a la sala de audiencias, fueron los rangos bajos quienes brindaron información relevante y descubrieron las características de las tareas que desempeñaban. Varias de estas declaraciones habilitaron nuevas vías de investigación sobre lugares de detención y tumbas NN. Los oficiales y policías de mayor graduación, por el contrario, adujeron no recordar, desconocer los hechos o evitaron con evasivas aportar datos sustantivos ante los requerimientos del tribunal.

Los Juicios por la Verdad generaron un fuerte impacto en las ciudades en las que tuvieron lugar, con repercusiones en la prensa local y nacional, dado que tornaban visible la urdimbre represiva, tanto civil como militar, con base territorial. También implicaron una novedad: la co-presencia en la sala de audiencia de víctimas del terrorismo de Estado y miembros de las FFAA y de Seguridad, con la mediación de los actores judiciales y no sólo del aparato mediático. 

 

 

Voces de los estrados

En junio de 2005, la Corte Suprema de la Nación declaró inconstitucionales las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, hecho que marcó el inicio de un nuevo período de juzgamiento a los responsables de las desapariciones en Argentina. Una cuarta oleada de declaraciones de perpetradores se produjo en este contexto.

El proceso judicial, antes y durante las audiencias orales, pone en ejecución diversos mecanismos de solicitación y requerimiento de la palabra de los acusados. La presencia amplia y generalizada de represores de todas las fuerzas y rangos en las salas de audiencias en condición de imputados constituyó un hecho hasta ese momento inédito. Desde el punto de vista procesal, los represores acusados podían abstenerse de declarar, pues contaban con el derecho constitucional de guardar silencio sin que eso presupusiese culpabilidad en su contra. No obstante, durante las audiencias orales muchos militares y policías hablaron con los más diversos propósitos. En ese marco, se escucharon arengas políticas contra los juicios por crímenes de lesa humanidad, como fueron los casos de Jorge Rafael Videla, Reynaldo Bignone o Jorge “Tigre” Acosta; diatribas sobre la “lucha contra la subversión”, como las de Santiago Riveros u Omar Guerrieri; clases magistrales sobre las técnicas de inteligencia, como fue el caso de Jorge Fariña; y acusaciones y provocaciones a las víctimas y los sobrevivientes, como sucedió cuando declararon Antonio Bussi y Juan Daniel Amelong, entre otros. Pero también hubo cuadros bajos que aportaron información relevante sobre el funcionamiento del aparato represivo, y algunos incluso rompieron en llanto o pidieron perdón.

Los juicios orales iniciados en 2006 también se convirtieron en el espacio donde algunos acusados hablaron sobre los crímenes. Eduardo “Tucu” Costanzo, Personal Civil de Inteligencia que operó en los centros clandestinos de detención del Batallón de Inteligencia 121 de la Ciudad de Rosario, identificó a otros represores, describió las circunstancias en las que fueron asesinados diversos grupos de detenidos-desaparecidos, señaló el lugar donde fueron inhumados clandestinamente restos de desaparecidos y contribuyó con información para la restitución de la identidad de una hija de desaparecidos. El caso de Costanzo abrió un agudo debate entre las víctimas querellantes acerca del valor de la información que dan los represores en las causas judiciales.

A diferencia de las declaraciones producidas en los medios de comunicación en contextos de impunidad, la palabra de los represores, en el marco judicial, forma parte de un proceso institucional que coloca a las víctimas y a las querellas en una posición en la que cuentan con capacidad de respuesta, de acción y de argumentación sobre lo dicho. Si, por una parte, los juicios han sido escenarios en los que los represores desplegaron argumentos justificatorios y discursos políticos contra la acción de la Justicia, también algunos de ellos produjeron rupturas en el silencio mantenido a lo largo de años. Esos casos, por minoritarios que hayan sido, contribuyeron a una mejor comprensión de lo sucedido en la medida en que la Justicia aportó los canales para encauzar el camino hacia la verdad.  

 

 

 

 

*Claudia Feld y Valentina Salvi coordinaron el libro Las voces de la represión. Declaraciones de perpetradores de la dictadura argentina, recientemente editado por Miño y Dávila. Cuenta con artículos de Enrique Andriotti Romanin, Paula Canelo, Diego Galante, Santiago Garaño, Eva Muzzopappa, Feld y Salvi. Integra la colección Justicia transicional, derechos humanos y violencia de masa que dirige Sévane Garibian.

 

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