Cuando morir es mejor que vivir

La bandera blanca del hambre flamea en el Perú que modeló el neoliberalismo

 

Después de 107 días de una de las cuarentenas más estrictas en la región, el gobierno peruano tomó la riesgosa decisión de poner fin al confinamiento obligatorio para los ciudadanos mayores de 14 y menores de 65 años en la mayor parte del país. De un total de 26 regiones, solo 7 continúan confinadas debido a la tendencia creciente de contagios en sus territorios. El resto del país ―incluida el área metropolitana de Lima y Callao, que concentra un tercio de la población nacional y el 57% de los contagios― entró en la fase 3 de reapertura de la economía a partir del 1° de julio.

La fase 3 implica el retorno de la Administración Pública que no pueda continuar con el teletrabajo, además de la apertura de todas las tiendas de comercio y servicios, museos, centros culturales, parques nacionales, entre otros. A partir del 15 de julio se iniciará la atención presencial en restaurantes y el reinicio de vuelos nacionales y del transporte terrestre interprovincial con capacidad de ocupación al 100%.

La fase 2 se había iniciado el 4 de junio y permitió la actividad de conglomerados productivos a puerta cerrada, servicios de venta en línea mediante reparto y la apertura de centros comerciales. A pesar de que los contagios continuaban elevándose, la caída económica de 40% en el mes de abril llevó al gobierno a iniciar el proceso “de vuelta a la normalidad”.

La reciente decisión del gobierno de poner fin a la cuarentena no ha sido tomada sobre la base del aplanamiento de la curva de contagios como ha ocurrido en Cuba, Paraguay y Uruguay, países que llevan varias semanas en el proceso de reapertura de su economía, incluidos los negocios vinculados al turismo y proyectan el inicio de sus actividades educativas.

Salvo estos tres, los demás países latinoamericanos registran un incremento de los contagios desde hace un mes, hecho que los ha llevado a extender, e inclusive a endurecer, las medidas de confinamiento obligatorio. Son los casos del área metropolitana de Buenos Aires, el Gran Santiago en Chile, Colombia a nivel nacional, entre otros. No en vano la Organización Mundial de la Salud anunció el 23 de mayo que el epicentro de la pandemia se había trasladado a América Latina.

La severidad de la cuarentena del Perú durante el primer mes y medio, dio lugar a un ligero descenso en el nivel de contagios en las últimas tres semanas, pero los números se mantienen muy altos (un promedio de 3.500 casos diarios). La cifra de muertes oficiales ―es decir las personas que fallecieron con un diagnóstico obtenido mediante una prueba de Covid-19― no se ha reducido y se mantiene en un nivel de 180 casos diarios. Además, análisis nacionales e internacionales señalan que la cifra real de fallecidos podría ser hasta tres veces la oficial. La pandemia está lejos de haberse controlado.

La precariedad del transporte público y las condiciones de pobreza y hacinamiento en amplias zonas de Lima podrían convertirse en el próximo foco de contagio. Sin embargo, el gobierno ha tomado una decisión política y continúa firme en la definición de protocolos sanitarios para seguir abriendo la economía. A pesar del precario sistema de atención primaria de salud y de que la ocupación nacional de las camas de UCI con respiradores supera el 90%, las autoridades confían en no tener que dar marcha atrás y volver a la cuarentena. Apelan a la responsabilidad ciudadana y al respeto de los protocolos para evitar un rebrote de los contagios, pero la apuesta es muy riesgosa.

La presión por terminar la cuarentena y reactivar la economía no solo ha partido de los grupos de poder, que podrán continuar con sus confinamientos voluntarios. Proviene también de los trabajadores informales con economías de subsistencia que, transcurrido el primer mes y medio de cuarentena, fueron desacatándola progresivamente, hasta que, terminada la primera mitad de junio, se levantó de facto. Esta situación fue de la mano con el incremento de banderas blancas erigidas en las humildes viviendas de los asentamientos humanos como señal de estar pasando hambre. En esas condiciones, la opción de estos ciudadanos es también clara: mejor morir por la pandemia antes que vivir con hambre.

En abril el gobierno puso en marcha un programa de bonos para que las familias más vulnerables pudieran afrontar la cuarentena. La desconexión del Estado con la ciudadanía es tan grave, que los bonos destinados a 7 millones de familias llegaron tarde, mal y nunca. La propia ministra de Economía, María Antonieta Alva, ha reconocido que el sector público no tiene padrones adecuados para llegar a quienes lo necesitan.

Los esfuerzos realizados por las autoridades no han podido controlar la pandemia ni evitar la brutal caída de la economía. Perú es el quinto país con la mayor cantidad de contagios en el mundo y disputa con Chile el número más alto de muertes con relación a su población en América Latina (333 por millón de habitantes, en comparación a los 86 y 36 que registran Colombia y Argentina, respectivamente). Es, además, el país que tendrá la mayor caída económica en la región (14% según el FMI) y la tercera en el mundo.

¿Qué falló? ¿Por qué una cuarentena tan estricta y oportuna, el diseño de un vasto programa para afrontar la emergencia sanitaria y contrarrestar los efectos de la pandemia, equivalentes al 12% del PBI y una extensa trayectoria de buen manejo fiscal —que permitió mantener un déficit por debajo del 2% en las últimas dos décadas y disponer de fondos contracíclicos— no pudieron controlar la pandemia ni evitar semejante caída de la economía?

La Covid-19 ha puesto en evidencia la debilidad operativa del Estado, su reducido tamaño y su desconexión de la ciudadanía. En sus casi 200 años de vida republicana, el Estado nacional ha estado capturado por los grupos de poder, que lo han construido a la medida de sus necesidades, desvinculado de los sectores pobres de la sociedad. En la historia más reciente, no cabe duda de que el modelo neoliberal de la economía, hegemónico en las tres últimas décadas, ha significado el control pleno y sin atenuantes del Estado por el poder económico.

Así se ha instalado el principio de rol subsidiario del Estado en la actividad empresarial, que restringe su participación a las actividades que no sean rentables para el capital privado. Este principio constituye el núcleo sobre el cual se ha engendrado el modelo de crecimiento económico del país.

Garantías a las inversiones, estabilidad tributaria, contratos-ley con rango constitucional y equilibrio de las cuentas fiscales y macroeconómicas fueron los lemas que una tecnocracia eficiente consiguió mantener en orden. El resto lo hacía el mercado, con una pequeña ayudita de los ingresos por narcotráfico y venta ilegal de oro. Las calificadoras de riesgo, los organismos financieros multilaterales y los grupos de poder económico locales, celebraban la senda de desarrollo que había encontrado el Perú. Consideraban que para garantizar el crecimiento había que poner la economía en piloto automático. La política no era importante mientras el modelo no cambiara. Y así se hizo.

La firma de los tratados de libre comercio en la primera década del milenio consolidó este modelo, al ponerle un candado a la política económica vigente. El poder financiero internacional consideró estos tratados internacionales como garantía de estabilidad y de responsabilidad en la conducción económica. Así, en torno a estos preceptos, Perú, Chile, Colombia y México, considerados países estrella, conformaron en 2011 la Alianza del Pacífico.

Detrás de los fuegos artificiales del poder mediático se fue agudizando la desigualdad. Perú es probablemente el caso más extremo, donde el gasto social fue relegado a su mínima expresión. La informalidad fue la manera que el 72% de los trabajadores encontró para sobrevivir en una sociedad gobernada por pocas familias a través de los dirigentes políticos de turno, afines a sus intereses. Los trabajadores del sector informal están excluidos del sistema de seguridad social y su nivel de inclusión financiera es mínimo. El Estado no cuenta con registros adecuados de las personas pertenecientes a ese sector y tampoco de las más vulnerables.

Los principios que convirtieron al Estado en una entidad liliputiense se consagraron en la Constitución de 1993 impulsada por Alberto Fujimori. El ex Presidente no solo se desprendió de las empresas públicas, sino que favoreció la expansión del sector privado en los sectores de salud y educación y los convirtió en un atractivo negocio, mientras redujo el gasto público en estos servicios. Así creó salud y educación del Primer Mundo para unos pocos y sistemas precarios para la gran mayoría de la población.

La falta de inversión en servicios sociales es la contracara de la fortaleza las finanzas públicas. El país cuenta con reservas internacionales netas cercanas a los 70.000 millones de dólares, una deuda pública del 27% del PBI, baja inflación, una de las monedas menos volátiles de la región y, hasta antes de la pandemia, un déficit fiscal de 1.6%. Sin embargo, este último es resultado de un bajo nivel de gasto corriente y de inversión, entre los que figuran en primera línea los sectores de salud, educación e infraestructura social. El gasto social en salud (3% del PBI), uno de los más bajos de la región, explica los precarios servicios de atención primaria de salud y la insuficiente capacidad hospitalaria en el país.

Según el economista Efraín Gonzales de Olarte, la dimensión del Estado es incompatible con las desigualdades sociales y la pobreza que hoy supera el 30% en el país. Considera que hoy el Perú tiene un Estado con una macroeconomía del siglo XXI, pero con una infraestructura y una gestión pública del siglo XIX.

Tres décadas de esta situación son la causa de la catástrofe sanitaria que enfrenta el país. En esta pandemia, muchos peruanos han muerto en sus casas o en los pasillos y puertas de los hospitales, inclusive por falta de oxígeno. El Perú es el segundo país con más casos de tuberculosis en América Latina; el tercero con las tasas más altas de anemia infantil (34%), solo precedido por Haití y Bolivia, y está entre los siete países que registran los mayores niveles de desnutrición infantil crónica (15%). En los cerros que bordean la ciudad de Lima, las viviendas presentan altos grados de hacinamiento. Un cuarto de la población carece de agua potable corriente y apenas un 48% cuenta con un refrigerador.

Como en el cuento El traje nuevo del emperador, de Hans Christian Andersen, la Covid-19 ha desnudado a un Estado vestido de ilusoria eficiencia. Hasta antes del estallido de la pandemia, Perú era presentado por los medios como el contraejemplo exitoso de una Argentina fracasada e inviable, con altos niveles de inflación, devaluaciones recurrentes y desbocados déficit fiscales. Poco o nada se comentaba sobre los programas sociales y la mayor inclusión social que existe en ese país, a pesar de los problemas económicos que lo afligen. En los medios no se dice que la Argentina es el tercer lugar de destino de los migrantes peruanos, solo precedido por Estados Unidos y España. Tampoco que Buenos Aires es la ciudad que concentra el mayor número de migrantes de este origen en el mundo. Por algo será.

A los factores estructurales señalados se suman errores de gestión del Gobierno como el que produjo aglomeración de personas en los bancos para recibir los bonos de ayuda, que se convirtieron en focos de contagio. Asimismo, el engorroso proceso de compras del Estado, hizo que la adquisición de pruebas de detección del virus, así como los equipos de protección especial (EPP) no llegaran a tiempo. Esto explica el elevado número de policías y miembros de las Fuerzas Armadas que se han enfermado y muerto por falta de EPP adecuados. Lo mismo ha ocurrido con médicos y enfermeras en proporciones que superan a otros países de la región. De acuerdo al Colegio Médico, Perú registra a nivel nacional la muerte de 70 médicos por Covid-19, la mayor cantidad en América Latina.

A esto se sumó un fenómeno que nadie previó: el retorno de unos 200.000 provincianos que perdieron sus trabajos y optaron por retornar a sus lugares de origen. Toda vez que el transporte terrestre y el aéreo fueron suspendidos, muchas familias recorrieron cientos de kilómetros a pie. Otras esperaban aglomeradas, durmiendo en las calles, a que el gobierno organizara la forma de trasladarlas y coordinara con las autoridades de sus respectivos lugares de origen, la realización de cuarentenas para no expandir la enfermedad. El gobierno tampoco diseñó un programa de protección para los pueblos amazónicos. Estos últimos han perdido varios de sus apus (sabios) que son claves en la transmisión y preservación de su cultura.

La pandemia de la Covid-19 ha puesto en entredicho los modelos neoliberales y ha mostrado las debilidades estructurales de países que se consideraban exitosos en la región. Las sociedades con altos grados de desigualdad son incapaces de hacer frente a una pandemia como la actual, lo que extiende, y hace más cruento, el camino de la recuperación económica. La aparición de la Covid-19 ha mostrado que la inversión social no solo es justa, sino que a la larga revierte en favor de los grupos de poder que la bloquean y marginan, pues les permite vivir sin el acecho de la violencia que podría desatarse por la situación de hambre de los sectores más débiles en sociedades extremadamente desiguales.

 

 

 

 

 

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