Cuando papá es el más joven

Secuestrado a los 28 años, Federico Frías es evocado por su hijo casi 40 años después

 

“Joaquincito, qué puedo hacer para que entiendas por qué no estoy ahora con vos, llevarte a la calesita, montarte a caballito, o remontar un barrilete juntos. Quisiera que fueras grande por un ratito y que después vuelvas a ser chiquito. Sé que brotaría de tus labios una sonrisa compinche…”

Joaquín Frías enseña una sonrisa compinche al mostrar la foto de su papá. En el reverso del papel, brotan aquellas palabras que Federico le enviaba a su hijo a mediados de 1978. Joaquín vivía entonces en Neuquén junto a su mamá Claudia, y la familia materna, los Ogando, con abuelos, tíos y primos. Fueron muchas cartas con dibujos que recibió entre 1978 y 1979. Su mamá se los leía como si fueran cuentos.

Federico Frías fue asesinado por la represión ilegal que se juzga en el denominado “Juicio Contraofensiva Montonera”. Joaquín, su hijo, declaró ante el tribunal el pasado martes y relató los pormenores de una exhaustiva investigación personal sobre el destino de su papá.

Además declararon Ana Testa, militante montonera, víctima del terrorismo estatal y compañera de Juan Carlos Silva, desaparecido durante la campaña de resistencia en 1980, y Claudia Bellingeri, Directora del Programa Justicia por Delitos de Lesa Humanidad y perito del archivo de la ex dirección de inteligencia de la policía bonaerense (DIPPBA), que repasó los documentos de la represión.

A sala llena, en el TOF 4 de San Martín, no se olvidaron de conmemorar: “Compañera Evita! ¡Presente!”, gritaron en el público.

 

Las cartas de papá

Joaquín guarda un feliz recuerdo de su infancia, rodeado de familia, la misma que lo acompaña ahora en su declaración ante el tribunal. En 1985, cuando no tenía más de ocho años, frente a un televisor que transmitía una audiencia del Juicio a las Juntas, Joaquín preguntó si su papá no estaría desaparecido. Hasta entonces y aún en los años siguientes, manejó esa información con suma mesura. Efectos del terror estatal. Sobre ello cuenta Joaquín en un texto íntimo que se puede leer acá y al que le robamos el título.

 

 

Joaquín vivió con su papá y su mamá hasta después de cumplir un año. En julio de 1977, sus cuatro abuelos fueron secuestrados en violentos y nutridos operativos. También sus tíos. A unos los torturaron físicamente, a otros psicológicamente. “Si lo encontramos en la calle te lo tenemos que matar”, le dijeron a su abuelo paterno en relación a Federico. A través de una larga cadena de amigos, compañeros y números telefónicos cifrados, Federico y Claudia supieron de los secuestros. Decidieron moverse, pero separados. Para Federico era una derrota irse. Para Claudia, no había posibilidades de armar una resistencia.

Federico Frías militaba en la JUP y trabajaba en Vialidad Provincial en La Plata antes del Golpe de 1976. Llegó a ser responsable en la Facultad de Económicas. En el primer año de dictadura, Federico y Claudia sufrieron la persecución, la caída de compañeros y los allanamientos en las casas familiares. La separación fue decidida tras un segundo embate. Ya solo, Federico se reenganchó con la militancia. Con una pareja de compañeros, realizaban trabajo social en Loma Hermosa, cerca de Campo de Mayo. Elaboraron documentos falsos para conseguir laburo y pintaban de noche: “Argentina campeón. Videla al paredón”. El sentimiento era genuino. Federico se fundió con la multitud para festejar en el Obelisco el 6 a 0 a Perú. En Perú, justamente, se desenvolvieron sus horas finales.

Frías logró salir y en enero de 1979 se encontraba en Río de Janeiro. Había decidido incorporarse a la Contraofensiva, a la cabeza de tropas de agitación, las tea, en el oeste del conurbano bonaerense, con la misión de intervenir las frecuencias televisivas y transmitir los mensajes montoneros. Su alias era Carlos Agustín Torres, así figura en el documento falso que Joaquín enseña al tribunal. Los equipos que coordinaba, en los cuales se encontraban Gastón Dillon y Mirta Simonetti, cumplieron las tareas con éxito, aunque el panorama era complejo y sabían que era cuestión de suerte no caer en operativos represivos.

 

El documento falso de Federico Frías.

 

En aquel entonces le escribía a Joaquín: “Hola gordito, cómo estás? Te llegaron mis cartitas anteriores. Yo te las mandé hace un tiempo, pero como tienen que hacer un viaje un poco largo tardan en llegar. Sabés que el otro día fui al Circo de Moscú, aquí en Bs. As. ¿Vos fuiste alguna vez al circo? ¿Te llevó mamita o el abuelo Rodolfo? Viste que lindo es. Yo fui a este circo con un amigo mío que llevaba a su nene, y me invitó a mí también”.

Federico decide regresar en la segunda etapa de la Contraofensiva, en 1980. Antes se toman un tiempo con los compañeros para conocer las pirámides de México. Su tarea ahora era realizar trabajo de inserción política de base. Fundirse entre el pueblo y alimentar la resistencia a la dictadura. En algún momento, quizás el 1° de mayo, día de su cumpleaños número 28, Federico Frías fue secuestrado. Sus familiares se enteraron un mes después, al conocer las noticias que llegaban desde Lima. 

“El miércoles a las 12.30… un joven alto corría desesperadamente por el centro de Miraflores, perseguido por un hombre armado, fornido, de unos 35 años… que no vaciló en disparar hasta cinco veces al aire, al mismo tiempo que gritaba ‘agarren al ladrón’. Un grupo de empleados de una tienda logró atrapar al joven… cual no sería su sorpresa cuando el joven exclamó con acento extranjero: ‘Me han traído de la Argentina para matarme en el Perú’. En esos momentos los alcanzó el hombre fornido que descargó un culatazo sobre el joven, rompiéndole la cabeza”.

Joaquín oficia de periodista. Su relato es contundente y preciso. Aporta los resultados de una exhaustiva investigación personal, para hacer justicia por su papá y también por él, que es víctima en segundo grado. Lo que Joaquín lee al tribunal son recortes de prensa publicados en Lima en junio de 1980.

En crónicas anteriores relatamos lo que ocurrió en Lima con María Inés Raverta, Julio César Ramírez y Noemí Gianetti de Molfino. Una parte esencial de estos hechos se conocen a través del relato que el periodista peruano Ricardo Uceda hizo en su libro El Pentagonito. Frías fue llevado hasta allá por los represores argentinos, en coordinación con sus pares peruanos, para desmantelar la base de documentación que Montoneros había instalado allí. Frías tenía una cita, pero intentó engañar a sus captores con una fecha falsa. Allí se produjo el malogrado escape. El “hombre fornido”, Lito, le había atado una tanza entre el dedo gordo de un pie y un testículo, para que no pudiera escapar. Federico había conseguido que uno de los captores le diera un cigarrillo y pidió ir al baño. Cortó la tanza, pero simuló todavía tenerla. Cuando vio la posibilidad, intentó la fuga. Joaquín no quiere imaginar lo que pudo haberle sucedido tras su captura, hasta que lograron llevarlo a la cita verdadera.

A diferencia de lo ocurrido con los otros secuestrados, el gobierno peruano nunca admitió la captura de Frías. “La pregunta más difícil de responder es qué pasó con Federico Frías, si los otros tres detenidos fueron deportados legalmente a Bolivia”, informa un cable de la embajada de Estados Unidos. El arrojo de Frías disparó el escándalo público y diplomático, al conocerse que los militares de ambos países realizaban tareas represivas ilegales a escala internacional. De Frías se supo muy poco, hasta que Uceda publicó el testimonio del represor peruano Arnaldo Acevedo, sobre el que también comentamos la semana pasada. Joaquín viajó a Lima entrevistó a ambos en 2006. Alvarado fue –según versión propia— quien le entregó el cigarrillo a Frías. A su vez, contactó a Joaquín con otro militar que hizo de chofer de la patota argentina. Así llegó a saber que a su papá lo sacaron de Perú en un avión civil del estado argentino.

Joaquín enseña documentos. Prueba que su papá estaba vivo y capturado en aquel 1980, cuando a sus abuelos les rechazaban los hábeas corpus en los escritorios judiciales. Después de Lima, Joaquín se enteró de las confesiones del sargento retirado del Ejército Nelson Ramón González, que en 1997 visitó el programa televisivo de Mauro Viale y dijo que había visto fusilamientos en Campo de Mayo. Joaquín ubicó a González y viajó 800 kilómetros para verlo, como hizo con Alvarado. Le mostró la foto de su papá. González le confirmó que fue ejecutado y enterrado en el predio militar que el gobierno de Cambiemos convirtió en un parque recreativo y reserva natural.

 

Increíblemente peronista

Ana María Testa ubica en el estrado un portarretratos con la imagen de Juan Carlos Silva, su compañero. Hace saber que hablará de una historia de amor y militancia.  “Querida compañera, la primera entre las iguales”. Así comenzaban las cartas que Juan le escribía. Se sienten los indelebles chispazos de aquella historia. Acomoda la foto. Se detiene en la imagen. Juan participó de la segunda Contraofensiva. Ana no. Viene a declarar por él.

Ana estuvo desaparecida en la Escuela de Mecánica de la Armada entre fines de 1979 y mediados de 1980. Allí, el capitán de corbeta Ricardo Cavallo (hoy condenado por delitos de lesa humanidad), le comunicó que Juan había sido capturado por el Ejército y llevado a Campo de Mayo. “Por suerte para vos, te agarramos nosotros”, le dijo cínicamente. Ana declaró en varias causas judiciales y testimonió en el documental Montoneros, una historia, de Andrés Di Tella. “Hoy estoy más nerviosa”, dice.

Recuerdos de infancia y juventud. Resistencia, Chaco. Ana rescata la efervescencia de aquella militancia que proyectaba una profunda transformación social que había iniciado Perón. Así lo dice. Juan venía de “una casa increíblemente peronista”. Ana suma así un gradiente al peronómetro. Los domingos que almorzaba allí hacía curso acelerado de política: “Juan debatía todo, siempre buscaba la síntesis”. Su papá Analicio Silva había sufrido la cárcel en 1955, cuando Juan tenía cinco años, encabezaba el sindicato aceitero y la CGT regional del Chaco y entre 1973 y 1976 fue diputado nacional por el FREJULI.

Chaco, Santa Fe, La Plata y Buenos Aires fueron escenarios de la historia de Ana y Juan. En continuo movimiento para esquivar la represión estatal, quedaron desenganchados de la organización. Juan necesitaba reengancharse. Ana pinta una semblanza en la sala de audiencias. Define a Juan por su militancia. Por su entrega. En él asoman sus compañeros y compañeras de la Contraofensiva: “Vinieron absolutamente convencidos, decididos, a pelear para que se termine la dictadura”.

Ana dudaba. No se enganchó. Lo discutió con Juan a mediados de 1978, cuando él le contó que había “una propuesta muy buena de los compañeros”. Había que salir, formarse en los nuevos lineamientos y volver a resistir todo lo que se pudiera, recuerda Ana. Notó el brillo en los ojos de Juan. “Estaba feliz, realimente feliz”. Pero le dice que tienen que separarse, por seguridad. Con tristeza admite hoy: “La Contraofensiva fue lo que yo pensé que iba a ser”. Sin embargo, recuerda la abnegación, predisposición y coherencia de sus compañeros. “Yo no soy un ejemplo”, piensa en voz alta. Pero da testimonio, recuerda en nombre de los que no pueden hacerlo. Cumple con lo señalado por Primo Levi, cuando reflexionó sobre Auschwitz y el nazismo. La obligación ética de recordar, de ser testigo participante.

Ana fue secuestrada el 13 de noviembre de 1979. Fue torturada en la ESMA. Le preguntaron por Juan y por Petrus. “¿Quién sería Petrus?”, pensaba. “Juan está en España”, decía, “vayan a buscarlo”. Petrus era Horacio Campiglia, miembro de la Conducción Nacional, pero Ana no lo sabía. Juan cayó el 26 de junio de 1980, cuando se dirigía hacia Río de Janeiro a tener una cita. En el último tiempo aguantaba en la casa de Gabriela, una compañera. Gabriela aseguró que en los días previos al viaje, Juan estaba muy preocupado.

En la década del '90, Ana tenía culpas y críticas, dice. En Montoneros, una historia, quedaron impresas las últimas. Ahora revisa: “No es que los pongo como héroes, no, pero sí sé que entregaron lo mejor de ellos, aun entregando la vida eso iba a servir. Reivindico esa actitud resistente de ellos”. Mira la foto de Juan. “Hoy vengo a hablar por Juan”, dice. También por ella.

 

 

 

 

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