DE ESPÍAS, LONGEVOS Y ANTIFASCISTAS

Un periodista detective en la novela de Claudio Invernizzi que celebra la vertiente uruguaya del lenguaje

 

Único en el mundo, un río salado desde cuya orilla nunca se divisa la otra margen si se mira hacia el Este, pero si se otea apenas más hacia el Sur, simétrico e inverso, un mar dulce aparece fogoneado de esporádicos reflejos citadinos que, según los caprichos de la atmósfera, se dejan adivinar. Aquella costa salobre cobija un balneario en verano que, durante los inviernos, se condensa en pueblo. Fundado en los albores del siglo XX por uno que algunos llaman visionario, otros especulador y no pocos con profusión de adjetivos entre ambos extremos, lo cierto es que el hombre dejó su marca. No sólo sobre los siete cerros que protegen el poblado, en el trazado de las calles, en la arquitectura de las primeras construcciones, aún en el famoso gran hotel encargado a un arquitecto francés, como corresponde. El fenotipo del fundador emerge en el rostro, en la parada, en el andar de buena parte de los pobladores, aún de quienes ignoran tamaña procedencia; casi todos.

Insignificante vacío en el saber, equivalente al del nombre original del paraje, ya que nada “tiene mayor pronóstico de olvido que un nombre largo. La arrogancia del fundador no le permitió escuchar a sus allegados cuando todos le señalaron que Puerto de la Virgen de los Siete Dolores era un nombre desmesurado tanto para la cartografía como para el recuerdo. Entonces fueron los visitantes los que rebautizaron el lugar y comenzaron a llamarlo Puerto Vírgenes, cuando este contaba con unas pocas casas”. Veraneantes que contagiaban al pueblo aires de ciudad, fantaseaban afincarse, juraban volver y en forma irremediable se diluían junto al estío. Quedaba allí la raleada población permanente, “donde las epopeyas personales y familiares crecían con el tiempo y alcanzaban verdades imposibles de coraje y astucia o, por el contrario, de vergüenza, oprobio o tragedia. Los largos inviernos tejían las redes humanas que terminaban por atrapar a inocentes o culpables, virtuosos o hijos de puta, en una  misma calada”.

Allí, al lugar de su infancia, va a parar Sergio Arrantes, periodista cuarentón, víctima de su propia cruza de ingenuidad, desidia y buena fe, para convertir lo que amenazaba ser un exilio siberiano en una saga espeleológica en los hondos recovecos de la más exquisita uruguayitud, dotada de toda la parafernalia uruguayesca, sin que en momento alguno aparezca una pizca de ostentación localista, respetuoso pudor que corre por la médula de toda uruguayez. En un sólo momento, y dentro de una anécdota tan divertida como lateral, en La Memoria Obstinada de Puerto Vírgenes, aparece “botija”, esa encantadora palabra que singulariza al piberío oriental. En otra escena alguien nombra Punta del Este como la ciudad en la que un pintor local acude a vender carísimos sus cuadros, que obsequia a los amigotes en Puerto Vírgenes. Se toma mate, por supuesto; mucha parrillada, carne roja y corvina negra; esta última especialidad del policía del pueblo que así arrima un billete extra, aparte del parlante que porta en su motito para anunciar las ofertas de los supermercados; fuera de servicio, desde ya.

Pues la identidad uruguaya pasa por otras latitudes que las geográficas, excede los lugares comunes hasta hacerlos arenas en sus playas, oscila por debajo de las cuchillas que ornan sus llanuras. Lejos de esconderse, surge en los sujetos que declinan, los verbos que conjugan, los predicados que celebran la generosidad del lenguaje. No sólo la literatura oriental es, así, pródiga. Sus músicos son poetas y viceversa; cuentan historias que encierran su Historia de la murga a la lírica: la narración emerge como correlato de algún compromiso político. Los artistas plásticos relatan el color y desandan las formas. Tampoco es preciso hacer nombres en una reseña; basta con considerar aún lxs escritorxs argentxs en retiro efectivo que se zambulleron dichosos en el universo de la palabra yorugua y así ampliaron su don.

 

 

El autor, Claudio Invernizzi.

 

Claudio Invernizzi (Piriápolis, 1957) con La Memoria Obstinada de Puerto Vírgenes lanza su segunda novela tras una intensa carrera como periodista, luego publicitario, especializarse en campañas políticas; haber dirigido la Televisión Nacional, escrito cuentos y dejado testimonio de su experiencia en las cárceles de la dictadura uruguaya. En esta oportunidad, la aventura a la que se somete Sergio Arrantes disloca el canon convencional del relato de espionaje sin quitarle los esenciales condimentos de intriga, erotismo, juego de espejos, violencia y tramas entrecruzadas que enaltecen el género. Hay nazis, por supuesto, su contraparte del MI6 británico, agentes simples, dobles y truchos; cómplices, héroes, traidores; mucha farra, artistas, estrellas y estrellados.

En efecto, el héroe acude al pueblo de su infancia con un propósito que raudamente queda de lado al ser convocado por la nieta de un súbdito británico asesinado medio siglo atrás en el balneario, para que le auxilie a develar qué urdiembre se engalleta tras el crimen y, de ser factible, identificar responsables. Cada intención es procrastinada por un imprevisto que traslada la trama por senderos escondidos hasta que otra impensada vicisitud permite, o no, retomar el camino. Relato ágil, devorador, sorprendente, brinda escenario, iluminación y sonido incidental al despliegue de las respectivas vidas de los personajes.

Curiosamente, esas individualidades resultan del oculto poder de sus historias, donde la mayoría tiene algo que esconder, poco que mostrar y bastante para exagerar. Los contemporáneos de la británica víctima pueblan una gama de longevos, vigorosos centenarios, cuya energía y lucidez contradice las regulaciones políticamente correctas de la vida sana. Hay en Invernizzi una reflexión potente sobre la vejez que jamás se precipita en la condescendencia; sin negar el fin de la vida, la entiende de tal modo que diluye el juvenil temor a la muerte que la ilusión de eternidad camufla. Por eso, acaso, en La Memoria Obstinada de Puerto Vírgenes no hay niños ni chapoteando en la lluvia ni jugando en la rambla; son un espejismo de la infancia, cierta evocación melancólica, sin animadversión, con la existencia que arranca en las ebulliciones puberales.

Ejercicio sistemático de la memoria, esa “superposición de hechos que se invaden unos a otros y van desanimando la realidad que fue, hasta resultar extraña”, la novela de Invernizzi —precisamente— rearma la primera realidad del relato ido para, ante la irreversible ausencia de los acontecimientos pasados, insuflarles el ánimo del que sólo los hallazgos del lenguaje son capaces de insuflar. Relato cuya acción tiene a la escritura por soporte, por encima de la escatología (religiosa o de enchastre anatómico, qué más da) y el lugar común, no vacila en informar las claves éticas que alimentan su estética: “Si de algo precisa la falta de belleza es de la tolerancia y fortaleza para soportar el desprecio. Sobre esas dos virtudes, a la larga, se levantan hermosas torres que resisten el ataque y naves brillantes a las que recurren los náufragos porque saben que son capaces de enfrentar cualquier tormenta. La belleza, en cambio, no conlleva ninguna virtud, excepto el mérito de la naturaleza o de Dios, que como se sabe elige a unos pocos”.

 

 

FICHA TÉCNICA

La Memoria Obstinada de Puerto Vírgenes

Claudio Invernizzi

 

 

 

 

 

Montevideo, 2019

312 páginas

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