De la caridad a la solidaridad social

El ser humano, por actuar dentro de la sociedad, pasa de ser individuo a transformarse en ciudadano social

 

Hace más de 120 años José Martí le escribía a su amigo Eligio Carbonell: “Es preferible el bien de muchos a la opulencia de pocos. El progreso no es verdad sino cuando penetra en las masas y es parte de ellas”. Esta frase viene a cuento en los tiempos que nos toca vivir con fuertes vientos de cambio, donde hasta hace pocos días las políticas sociales fueron consideradas un gasto o una gracia caritativa de los poderosos. Pero con la asunción del Presidente Alberto Fernández se avanzará hacia un gobierno nacional, popular y democrático que reemplazará esa idea por el concepto integrador de la solidaridad social.

Desde todos los tiempos, la vida del ser humano estuvo sometida a diferentes acontecimientos y riesgos que, una vez acaecidos, dan origen a una necesidad que requiere de atención. Entre estos riesgos se destacan la enfermedad, la pobreza extrema, el embarazo, la vejez, la invalidez, etc., y todas ellas se denominan, técnicamente, “contingencias sociales”. Si estas contingencias no son atendidas de manera adecuada y oportuna, se constituyen en la causa principal de la desigualdad social.

En los albores del desarrollo humano, las personas estaban sujetas a su propia suerte o a la contención de su grupo parental respecto a la provisión de los elementos indispensables para satisfacer esas contingencias sociales, pero con la evolución de la civilización y del ejercicio de una vida social esos requerimientos pudieron ser compartidos con los demás integrantes del cuerpo social.

Si bien no existe sector alguno en la sociedad que se encuentre exento de sufrir contingencias, siempre existen capas sociales más vulnerables que otras a sufrir flagelos como la pobreza y la marginación. Cuando ese proceso de diferenciación social alcanza niveles altos, la sociedad empieza a crear modos de paliar esa situación retribuyendo a esos sectores una porción de los resultados económicos como una forma de ayudarlos a sobrellevar su vida. De esta forma se da inicio a los procesos de organización social en procura de atender a los más necesitados y se hace evidente que uno de los primeros atisbos de sobrellevar los riesgos se centra en la caridad.

La caridad se fundamenta en el sentimiento altruista de algunos de los miembros del cuerpo social respecto de atender las necesidades de otros miembros. Se materializa en la ayuda que permite a la persona resolver algunas de sus necesidades apremiantes. Este mecanismo requiere, obviamente, de un actor que se encuentre dispuesto a dar, es decir, que exista un individuo que posea un espíritu altruista o un sentido particular que le estimule a desprenderse de algo que quizás él también pudiera necesitar. Como esto no es frecuente, se presenta la situación de que solo manifieste disposición de dar quien tiene excedentes de algo o no lo utiliza. A su vez, en el caso que se encuentre quien esté dispuesto a dar y quien esté dispuesto a recibir, se requiere que el objeto que se vaya a transferir sea precisamente el que satisfaga la necesidad del receptor.

Para la teología cristiana se trata de “un amor desinteresado que surge por el mero deseo de darse a los demás sin pretender nada a cambio”. Ese desinterés se expresa a través de una obra de caridad con una acción desinteresada de un individuo en favor de otro que se encuentra desamparado.

En nuestra sociedad se ha popularizado la idea de identificar la caridad con la solidaridad. Si le preguntamos a cualquier persona si cree que es solidaria, nos dirá que sí, pero si le pedimos que nos explique por qué, rápidamente nos recordará que “dejó un vuelto en el supermercado para una institución de ayuda a los niños huérfanos”, o que “cada tanto deja que le limpien los vidrios del auto y a cambio le da unos pesos a quien lo hizo” o que “ayudó a una persona ciega a cruzar una calle” u otras acciones de esas características. Todas estas acciones, en realidad, están más relacionadas con una actitud altruista y caritativa de índole individual que con lo que conceptualmente se entiende por solidaridad. En la caridad, como se dijo, intervienen dos personas, donde una se encuentra en una posición de poder con un excedente que está dispuesto a entregar y otra que se encuentra en una situación de subordinación y con una necesidad manifiesta. Por el contrario, en una relación de solidaridad también intervienen una o mas personas pero entre ellas se presenta una relación de igualdad, donde se unen para emprender una tarea común que beneficia a ambas o al conjunto. Esa diferencia, que es determinante y profunda, le ha hecho decir a Eduardo Galeano que “la caridad es humillante porque se ejerce verticalmente y desde arriba; la solidaridad es horizontal e implica respeto mutuo”.

En lo individual, las personas otorgan a la solidaridad un significado con matices diferentes, aun cuando de manera unánime suelen utilizar esta palabra para denominar una acción positiva y bienintencionada. De manera intuitiva, cuando se refieren a la solidaridad aluden a cierta preocupación de los unos respecto a la suerte o al bien de los otros, especialmente de los más necesitados o los que están en apuros. Es en este sentido que, en ocasiones, se la asocia con la filantropía, la caridad, el altruismo y la fraternidad.

Si pasamos de la visión individual a la visión del conjunto social, el valor de la solidaridad pasa a ser la solidaridad social, que entraña un concepto moderno con un fuerte contenido teleológico. La solidaridad social representa un compromiso colectivo para la generación de bienes públicos y hacia la protección de intereses grupales que configuren un modelo de sociedad. Implica, en primer lugar, la existencia de normas de equidad, que en otras palabras significa que cada integrante cumpla con los propios deberes, asumiendo una parte justa de las cargas colectivas y promoviendo su máximo rendimiento en aras de los objetivos comunes preestablecidos. En segundo lugar, precisa de relaciones de confianza y necesita no solo el establecimiento sino el ejercicio de mecanismos de control que disuadan y prevengan de las violaciones de las propias normas.

 

El gran Quino lo explica mejor que nadie.

 

A su vez, la solidaridad social como rasgo de la acción colectiva presupone la identificación mutua de los integrantes de la sociedad, compartir determinados sentimientos y valores, cultivar un sentido de pertenencia a algo cuya preservación conlleva una dimensión moral, todo ello en un marco de libertad individual. Precisamente esa libertad es la que garantizará relaciones cooperativas, en tanto estas sean producto de la autodeterminación y responsabilidad de los individuos, ya que de esa forma podrán integrar los grupos sociales de su elección y modelar, por sí mismos, el compromiso público y la responsabilidad social para el mantenimiento de las instituciones sociales.

La solidaridad social requiere un contexto de condiciones sociales que favorezcan y promuevan esa cooperación autodeterminada, así como un marco normativo, debidamente divulgado y conocido, de aplicación obligatoria para la sociedad, el cual también confiera a las personas protección frente al ejercicio arbitrario del poder y frente a quienes violen las normas. El sentido teleológico de esta obligatoriedad está dado en que el ser humano, por actuar dentro de una sociedad, deja de ser individuo para transformarse en ciudadano social. Por ende, a quien se quiere proteger no es a la persona, considerada en lo individual, sino a la sociedad en su conjunto. El marco normativo debe incluir, implícita o explícitamente, pautas morales, compromisos políticos y construcciones jurídicas e institucionales. El Estado es el responsable de generar en la sociedad la predisposición necesaria para el ejercicio de la solidaridad social, ya que el conjunto de sus instituciones —dada su preeminencia en la interacción local que ejercen— son las que se encuentran concebidas para modelar las pautas y los cursos de acción deseados, así como el marco adecuado para la construcción del andamiaje normativo.

La solidaridad social refleja un vínculo con los destinatarios de las acciones solidarias, el cual contiene una responsabilidad bidireccional que denota una obligación compartida que impele, a cada uno y a todos, a hacerse responsable del conjunto. Pero esa disposición a contribuir al logro de los bienes comunes requiere, a su vez, la existencia de razones morales que animen al individuo a interesarse y a responsabilizarse por el bienestar de aquellos que no pueden lograrlo por sí mismos, emergiendo entonces nociones de voluntad y espontaneidad en su ejercicio. Esto implica que, en el campo de la solidaridad social, contribución y recompensa no serán variables dependientes.

En este marco podría establecerse una solidaridad moral, donde el comportamiento solidario dado por la contribución al bien de la comunidad, o la ayuda al necesitado, estará motivado por razones morales, es decir, por razones confesables y públicas que tienen un sesgo de universalidad e imparcialidad.

Pero la mayor diferencia entre la caridad y la solidaridad social radica en que mientras la caridad es un acto enteramente voluntario, la solidaridad social es obligatoria para quienes viven en una sociedad. Así es que la obligación de aportar y contribuir en el financiamiento de los beneficios de la seguridad social es inexcusable, es decir no importa que un trabajador activo o pasivo, por ejemplo, utilice o no los servicios del PAMI, su obligación de aportar se mantiene intacta. Idéntica situación se presenta con la obligación de contribuir al pago de las asignaciones familiares, ya que no importa si los dependientes cuentan o no con hijos, o si es casado o soltero, sino que se contribuye por todos ellos y solo los que tienen cargas familiares y las condiciones socioeconómicas requeridas cobran. Pueden señalarse varios ejemplos similares con las prestaciones por enfermedad, vejez, fallecimiento, discapacidad etc.

Pero como siempre ocurre en las cuestiones públicas, la cultura, los medios de comunicación social, las creencias, el qué dirán, los prejuicios, etc., hacen estragos. Nuestras instituciones de seguridad social están infectadas por esos motivos. Por ejemplo, para una mujer que trabaja en el servicio doméstico acceder a una jubilación es un verdadero vía crucis, y casi nunca logra obtener el beneficio porque tiene que probar tantas cosas y es tan humillada en el camino que en numerosas ocasiones termina desistiendo o busca otras alternativas, aún contando con todos los aportes requeridos debidamente registrados en las bases de datos de los organismos. Un ejemplo claro de lo anterior lo constituyen las encuestas socioeconómicas, las cuales invierten la carga de la prueba y obligan a la persona generar un certificado de pobreza verdaderamente humillante. Existen cientos de ejemplos similares producto del temor del burócrata de turno, que tiene tanto miedo que le saquen una nota en un diario acusándolo de otorgar beneficios indebidos que agrega pruebas y mas pruebas, y se olvida que lo que está haciendo es cumplir una obligación de la solidaridad social satisfaciendo un derecho humano.

El desvío más asombroso se presenta cuando el Estado asume un rol paternalista y le indica al pobre cómo y en qué debe gastar su dinero, qué debe comer y beber, indicándole cómo resolver su situación de pobreza. Esa maldita creencia se funda en dos ideas, a saber: que el pobre es un pícaro ventajero y que  es pobre porque no sabe administrarse. De más está decir que estas dos falsedades se caen a pedazos con un mínimo razonamiento. Si los pobres fueran pícaros ventajeros, no serían pobres. Pueden ser picaros los narcotraficantes o los banqueros, los contrabandistas o los financistas, pero lo que seguramente no serán nunca es pobres. El otro concepto vinculado a que el pobre no sabe administrarse es más endeble aun. Imagínese el lector una familia de clase media alta que tuviera que vivir con un salario de 20.000 $, si más de eso seguramente gasta en expensas. Sin embargo, un pobre con ese mismo dinero vive, envía sus hijos a la escuela, festeja los quince años de su hija, paga los servicios, los impuestos, etc. Sin ninguna duda el pobre es mucho mejor administrador. Este fenómeno tiene origen en los prejuicios de clase que abundan en los sectores medios e intelectuales. Incluso en ese sentido, la maldita frase que dice: "No le des pescado a un hombre, enséñale a pescar" tiene su origen en la soberbia de los sectores acomodados que la repiten como un mantra y de una sociedad que la forma que encuentra para enseñarle a pescar es que acepte un salario de hambre y que entienda que va a ser pobre hasta que se muera.

Por ello es bueno recordar que la principal obligación del Estado es reconocer derechos, no restringirlos. Los derechos de la seguridad social tienden a la búsqueda de la igualdad y la forma de esos derechos se traduce en prestaciones económicas. Por lo tanto, lo que corresponde es que el Estado iguale la ecuación económica y que con su dinero cada uno/una haga lo que crea más conveniente. Para detectar las situaciones patológicas nuestro país tiene una institución de un maravilloso poder republicano: el municipio. Si allí detectan a alguien alienado que no está en condiciones de administrarse, podrá auxiliarlo debidamente, pero que existan situaciones puntuales de esta naturaleza no habilita al Estado a condenar a un conjunto de conciudadanos a la humillación de tener que aceptar que le restrinjan sus márgenes de libertad individual.

La mejor síntesis de lo que estas ideas quieren trasmitir es el artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuando determina: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Así, el grado de madurez de una sociedad se refleja en el trato que ella otorgue a los que de una u otra manera le resulten extraños, desconocidos o incluso invisibles.

 

 

 

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