De la esclavitud a la marginalidad

La persistencia de una casta que se opone a romper el intolerable esquema de desigualdad

 

En el inconsciente colectivo ha quedado grabado que fue la Asamblea del Año XIII la que eliminó la esclavitud, pero ello es inexacto. Lo que realmente ocurrió el 4 de febrero de 1813 fue la libertad de vientres y la libertad de los esclavos extranjeros que ingresaran al territorio argentino. Aquellos que ya eran esclavos nacidos antes del 31 de enero de 1813 continuaron siéndolo. Conjuntamente con esta medida, se les dio la posibilidad, mencionada en el “decreto de la Asamblea”, de que los libertos formaran parte del escuadrón en el Regimiento de Castas, integrado también por pardos, mulatos, morenos, etc. Por sus servicios percibían un sueldo equivalente a la mitad del que cobraban los regimientos integrados por criollos y españoles. Y no podían actuar en la caballería, ya que, desde siempre, era un ámbito de distinción social que debía ser integrado por personas distinguidas. Cuenta Manuel Gálvez en Escenas de la guerra del Paraguay que de aquella ignominiosa guerra no regresó ningún soldado negro, todos habían muerto en el campo de batalla.

Esta muy sucinta historia de la “liberación” de los esclavos, viene a cuento de cómo hizo el capital para transformar esa esclavitud en mano de obra barata que prestara los servicios que necesitaba el patrón. Quienes eran liberados no tenían ninguna instrucción y eran fácilmente engañados por sus patrones, por ello buscaban desesperadamente incorporarse al ejército ya que, de otro modo, sólo les quedaba la indigencia, los trabajos infamantes o transformarse en bandidos. Algo muy parecido ocurrió con los gauchos, que estigmatizaron José Hernández y Domingo Faustino Sarmiento, para regocijo de la oligarquía nacional.

Como podrá notarse, podrán llamarse negros, mulatos, gauchos, “cabecitas negras”, humildes, desposeídos, vulnerables, pobres o como a cada uno le dé la gana, pero poco ha cambiado a través de los casi 210 años de los hechos transcurridos en la Asamblea de 1813. ¿O acaso ha cambiado mucho la vida de los trabajadores informales, los desempleados, los abandonados, los recolectores golondrina o los cientos de trabajos degradantes y mal remunerados que realizan los más pobres? Sólo maquillaje.

Quizás el ejemplo más emblemático del paso de la esclavitud a la pobreza sea lo que desde siempre viene ocurriendo con los puesteros y otros trabajadores de la tierra. Un propietario adinerado contrata a una persona por un magro salario, generalmente en negro. Naturalmente, el trabajador viene con su grupo familiar. Todos prestan servicios: el puestero encargado de todo servicio, la mujer de mucama y si tiene un hijo, de boyero. Todos viven en una vivienda ruinosa y trabajan a destajo y en la informalidad. Son los marginales que no vemos, mientras atrás de ellos hay personas de alta capacidad económica que viven del esfuerzo de los que se desviven por mantener todo en orden para que el patrón disfrute de sus esporádicas visitas al campo. Alguna vez, en un negocio de Tres Arroyos, mientras esperaba para ser atendido, dos jóvenes hablaban entre sí, y uno le decía al otro: “Con el tema de los planes, ya nadie quiere trabajar. Para hacerlo quieren asignaciones familiares, estar en blanco y hasta Internet”. Como no pude con mi genio, me di vuelta y le pregunté: “¿Y si probas con pagarle un salario digno, registrado, y darle una casa digna que tenga Internet?” No pude terminar la frase, ya que los dos, ofuscados y maldiciendo, se fueron del negocio. Ese es el gran problema que padecemos los argentinos: hay una casta que se cree con derechos absolutos –trabajar poco, ganar mucho, no pagar impuestos, pagar bajos salarios– a costa de una sociedad que les consiente sus caprichos, mientras los que dependen de ellos padecen todo tipo de necesidades.

El ejemplo del trabajador de campo podríamos repetirlo en infinidad de actividades: en la construcción, en los hornos de ladrillos, los recolectores de residuos, en los puertos y en infinidad de actividades en que el trabajador depende de la voluntad del patrón sin derecho al pataleo.

En este esquema de marginalidad, el desocupado juega un rol central. Es el ejemplo perfecto de lo que les pasa a los trabajadores que reclaman condiciones dignas de trabajo. Aceptan las migajas que se les ofrece o se transforman en desocupados. Un desocupado que ya aprendió la lección aceptará lo que se le ofrece con la cabeza gacha. Así se cierra un círculo que obliga a los que están en la marginalidad a aceptar salarios de hambre y condiciones de trabajo indignas. Por ello, esos sectores usan todo tipo de diatribas contra cualquier política que venga a romper el intolerable esquema de desigualdad. Todavía resuenan las despectivas palabras de Alfonso Prat Gay cuando, al inicio de la era Macri, advirtió que los trabajadores iban a tener que optar por la baja salarial o la desocupación.

Por ello, todo lo que venga a cambiar la distribución “natural” de la economía los enfurece. Ellos pelean por que nada cambie, y generalmente lo logran. Hablan a coro de una sociedad libre que Raúl Alfonsín describía como “el zorro libre, en el gallinero libre, para comerse libremente a las gallinas libres”. Les causan espanto las organizaciones populares, los piqueteros y especialmente los planes sociales. Por ello no hay programa en los medios dominantes de comunicación en que no aparezca algún predicador del neoliberalismo que le eche la culpa a “los planeros” por la “decadencia argentina” o que haga apología de la baja de déficit fiscal, que requiere, como único camino, “bajar el gasto social”. Tienen la imaginación de una babosa. Nunca gastan una frase sobre la posibilidad de mejorar la recaudación persiguiendo a los evasores, romper los privilegios de las eternas promociones empresariales, pagar, como indica la ley, las contribuciones patronales, o crear un impuesto que afecte la riqueza personal. Téngase presente que mientras en la Comunidad Económica Europea el promedio de impuesto a las rentas personales alcanza al 8% del PBI, en nuestro país apenas roza el 2%.

Pasaron gobiernos que agudizaron ex profeso el problema. Han sido los gobiernos conservadores, neoliberales o dictatoriales. Otros que lucharon (y muchas veces lograron) reducir esta brutal desigualdad, han sido los gobiernos nacionales y populares. Pero, respetuosamente, creo que aquellos que lucharon por romper la desigualdad adolecieron de un defecto congénito: la dispersión de políticas de ayuda social. Nunca se estableció una estrategia nacional, nunca un órgano nacional definió las políticas sociales. Cada jurisdicción hizo lo que creyó mejor, pero no coordinó con ninguna otra jurisdicción. Las decisiones son espasmódicas, dispersas e inconexas. ¿Cuántas veces vemos que se anuncian políticas sociales por parte del Ministerio de Economía, del de Trabajo, de ANSES o de Desarrollo Social, o incluso de la AFIP? Pero nada de ello está coordinado con las provincias y mucho menos con las municipalidades. Hay, además, infinidad de organizaciones sociales y barriales o entidades de bien público, que hacen política social, todos sin coordinación.

Es sabido que la dispersión es el peor enemigo de la acción política eficaz: en la dispersión aparece lo mejor y lo peor del ser humano, quienes entregan todo y quienes sólo piensan en llevarse una tajada. Sólo reciben quienes tienen la posibilidad de pedir. Por ejemplo, hoy muchas prestaciones se solicitan por Internet, para lo cual hay que tener computadora, red y saber usar la computadora, y el que no tiene computadora, ni red, ni sabe cómo usarla, ¿qué hace? En la dispersión se desperdician recursos económicos y humanos en forma desproporcionada. Algunos se llevan más de lo que necesitan y otros nada. Otro ejemplo: una mujer, que vive en pareja con una persona de alto poder adquisitivo y que posee hijos anteriores, percibe los extras de Desarrollo Social en la Asignación Universal por Hijo (AUH) sin que nadie se lo cuestione, mientras que aquellos que viven en la marginalidad no perciben ni siquiera la AUH. En la dispersión se enciman prestaciones y quedan espacios si cubrir.

Mientras que sí hay unidad estratégica: cada política pública en materia social es coordinada con todos los entes que hacen a esa política para optimizar el objetivo; cada acción a encararse tiene un objeto auditable; las municipalidades y los gobiernos provinciales son parte en la determinación de las necesidades y en las formas de distribución y cada política tiene unidad de criterios. Todo forma parte de un plan estratégico en el que se sabe adónde asignar cada programa y el porqué de esa asignación; optimiza la asignación de recursos al evitar gastos logísticos innecesarios.

La Nación, las provincias y los municipios hacen muchos esfuerzos para lograr mejorar la situación de los que menos tienen, pero olvidan lo más importante: coordinar esos esfuerzos. Dos medidas muy simples y estructurales: crear un consejo federal de políticas sociales e instaurar un mapa de la pobreza. Claro que habría que designar un área específica del gobierno nacional que coordine ese consejo y dicte las normas reglamentarias de funcionamiento. Sólo con unificar el gasto de todas las jurisdicciones sería un avance fenomenal y se vería lo mucho que se podría avanzar en aplicar otras políticas universales.

Finalmente, creo que romper la marginalidad con los recursos disponibles, sólo dándoselos a quienes los necesitan, es posible y necesario. Hace falta trabajar con la idea de integralidad, universalidad y solidaridad. Hay que romper con la idea de que cualquier buena persona puede hacer política social. Podrá hacer caridad, pero nunca llevar adelante una política de transformación social.

Sólo aplicando políticas sociales técnicamente apropiadas, coherentemente diseñadas y tácticamente aplicadas se puede cambiar la realidad social de millones de hermanos que habitan el suelo argentino. Así enseñaba Antonio Machado: “La verdad es lo que es, y sigue siendo verdad, aunque se piense al revés”.

 

 

 

 

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