A medio siglo de Tlatelolco

A medio siglo de la masacre que dividió en dos la historia de México

 

El martes 2 de octubre se cumplieron 50 años de la masacre de la Plaza de las Tres Culturas, perpetrada por el Estado mexicano. Carlos Fuentes escribió en su texto de denuncia ‘Tlatelolco: 1968’: “Nadie tiene derecho a reconocer un cadáver. Nadie tiene derecho a llevarse a un muerto. No va a haber en esta ciudad quinientos cortejos fúnebres mañana. Arrójenlos a la fosa común. Que nadie los reconozca. Desaparézcanlos. (…) –Yo no he matado a nadie. ¿Dónde están los muertos? A ver, que digan algo. Que hablen. ¡Muertitos a mí! (…) Una violencia impune que se sabía absuelta de antemano. La prueba era que, dos semanas más tarde, el presidente Gustavo Díaz Ordaz inauguraría los Juegos Olímpicos con un vuelo de pichones de la paz (…) El país había vuelto al orden gracias a la energía sin complacencias del Señor Presidente”.

Aquella masacre nos devuelve en eje espacial al dolor mexicano, a todo el dolor latinoamericano. Y en eje temporal a etapas concretas como el terrorismo de Estado en la Argentina, a la década de los '70. Pero también a una realidad colectiva constante: la permanente violencia de la reproducción del orden, tanto en la estela de su conservación como en la de su reformismo, a veces abrupto, para la continuidad de su lógica. Las contradicciones aparentes en la superficie se difuminan cuando observamos el mundo y la historia colectiva con los ojos puestos en captar la interrelación que apunta a la totalidad del proceso, sin permanecer cómodamente fijados en las parcialidades fragmentadas y autorreferenciales que nos ofrecieron primero la modernidad y después la posmodernidad capitalistas.

Recordando esas violencias aparecen en nuestras memorias las guerras colonizadoras, imperialistas, y los órdenes coloniales que engendraron. Junto a las violencias cotidianas de la explotación y subyugación coloniales, acuden a nuestras cabezas las masacres administradas y, a continuación, los duros procesos de liberación.

Mirando a Francia el mes pasado, Macron reconocía lo ya sabido, esto es, que el Estado francés implementó un sistema de tortura y desaparición contra la lucha por la independencia en Argelia. Marcó, no obstante, la intención de dejar las sentencias y la amnistía como están. Sin referencias en el debate al neocolonialismo, Israel o Guantánamo, por supuesto. El Presidente francés habló de perdón, reconciliación y verdad. Todo ello en aparente oposición conceptual con las acusaciones de la derechista Le Pen, heredera del Partido fundado por su padre y otros veteranos de Argelia. Aquellas que apelan a la unidad nacional versus la división entre franceses y la reapertura de heridas. Ambos anclajes del discurso los conocemos bien en España de la mano, primero del Partido Popular en solitario, y ahora a dúo con Ciudadanos. Y es que de lo que también sabemos mucho en la historia española es de fosas comunes, guerras de exterminio, colonizaciones y descolonizaciones.

Sin embargo, en la noche que abría paso al día 2 de octubre, tras el primer aniversario del intento de referéndum del 1° de octubre en Catalunya, se vio en un canal privado de imaginario conservador (Antena 3, perteneciente al grupo Atresmedia) el desenlace de una de las películas más taquilleras del cine español de los últimos años, Palmeras en la nieve, basada en una novela homónima. Productos culturales del último conato del ciclo de industria de la memoria que se abrió en España con el nuevo siglo, tras el “presentismo posmo” de los '90 — la década del clímax del llamado régimen del '78, que en diciembre cumplirá 40 años con la aprobación de la Constitución.

Se trata de uno de los pocos productos culturales que aborda la colonia y descolonización de Guinea Ecuatorial, otro pedazo olvidado, no presente, del pasado del país. Sobre este olvido y la intención de recordarlo desde su óptica, como hija de capataz de una plantación de cacao, Luz Gabás, escribió una novela, que después fue rodada en el cine como una superproducción, vergonzosamente imperialista.

La normalización de la colonia que presenta el relato desconoce su propia legitimización explícita por naturalizarlo desde el trauma de su fin, sin contrapesos ni conflicto de lectura. En su legitimación, universaliza la perspectiva de los colonos españoles en todos los nudos y temporalidades de la trama. Específicamente la de los capataces –el personaje de la hija (el alter ego de la escritora), tras 20 años de independencia corrige a un guineano cuando éste califica a su padre de colono: “Empleado de finca, que no es lo mismo”—, pero también de comerciantes y terratenientes. Es decir, de toda la comunidad española que explotaba a Guinea y a su gente. Cosifica, pero sin la dureza del realismo de época, a los hombres explotados como fuerza de trabajo prácticamente esclava y a las mujeres explotadas como prostitutas. Concibe aquellos años como una época de esplendor rota por la violencia de la política; al tiempo que muestra, desde una perspectiva occidental orientalista, el consumo de los cuerpos de hombres y mujeres de aquella tierra.

Dicha época es dibujada como de esplendor perdido, sólo perturbado por individualidades abusivas, y roto por un violento proceso de independencia que significa desorden, violencia, venganza, resentimiento, discriminación y expulsión. Un orden colonial digno de continuar y traumáticamente interrumpido por aquel mal que expulsó de su tierra, por blancos, a los trabajadores, capataces, nacidos, ni siquiera crecidos, en aquella tierra. Sin embargo, todo esto no ha hecho sonrojar ni a producción ni a público, contentados con las relaciones de amor mestizas y el orientalismo occidental de lo tribal y lo exótico, tal y como lo definió Edward Said.

Una piensa en películas como Indochina, incluso en el cine norteamericano sobre la guerra de Vietnam, y queda atónita frente a una peli de 2015 y un libro de 3 años antes con semejante inconsciente político. Entonces el recuerdo de Tlatelolco retorna y suenan los versos de Silvio: “El hombre se hizo siempre de todo material, de villas señoriales o barrio marginal. Toda época fue pieza de un rompecabezas (…) con una mano negra y otra blanca mortal”.

 

 

 

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