De Yrigoyen a Fernández

El Gobierno intenta encarar los conflictos desde el punto de vista de los efectos prácticos

 

La apertura de las sesiones es uno de los actos políticos y protocolares más importantes. Está tomado de la Constitución de los Estados Unidos que a su vez lo tomó de las prácticas constitucionales inglesas. Constituye la reunión de los funcionarios electos directamente por el Pueblo. El órgano que crea la ley, y el que la ejecuta.

Cada Presidente le da su impronta al discurso y al acto en sí, según sea su relación con el Congreso, la situación política, etc.

Yrigoyen no concurría. Enviaba un mensaje por escrito, que ni siquiera era leído ante la Asamblea. En su primera apertura de sesiones, en 1917, mandó dos carillas informando que la situación deficiente que había dejado la “administración pasada” le impedía reunir los elementos para informar al Congreso y se quejaba por la falta de colaboración.

Algunos discursos quedaron en la coyuntura o merecen un piadoso olvido. Otros, como el de Perón de 1974, merecen ser recordados. Pues contiene ideas tan actuales como cuando describe los diversos significados de la liberación y dice, por ejemplo, que “en lo científico-tecnológico, se reconoce el núcleo del problema de la liberación” y propone que el conocimiento para el desarrollo sea “libremente internacionalizado sin ningún costo” para los países en desarrollo, porque “todo conocimiento proviene de Dios”. O la premonitoria mención del conflicto ambiental al señalar que “la lucha por la liberación es, en gran medida, lucha también por los recursos y la preservación ecológica”.

 

 

 

 

Alberto Fernández, el pasado domingo, continuó marcando el tono y la personalidad de su gobierno. Limitado por los escasos recursos económicos, al menos hasta que se resuelva si la negociación de la deuda dará pato o gallareta, la agenda expresa más planes de transformación institucional que de infraestructura económica o grandes obras. Por ahora la épica es lograr un país normal. No es poco.

El compromiso con una gestión honesta es una alocución que debe estar en casi todos los discursos de apertura desde 1854, pero hoy debería adquirir un significado especial por el momento histórico. El peronismo gobernante y la crisis económica del país requieren que “el valor de la palabra”, referido al comienzo del discurso, sea un eje de la gestión. Si hay crisis, y todos deberán sacrificarse, la autoridad moral y política del gobierno para disponer el reparto de las consecuencias de la insolvencia del Estado no puede ser puesta en cuestión por dudas sobre la honestidad de los funcionarios.

La honestidad no trae déficit fiscal, y será muy útil a esta gestión. Fue un acierto consignar como primera premisa la referencia al “valor de la palabra”.

Fernández reiteró, con más prolijidad que al asumir, una agenda institucional.

El plan político parece claro desde el primer día. El control de las herramientas fiscales y la deuda como prioridad, o como requisito ineludible para cualquier otro desarrollo político. Una vez resuelto eso, que es algo que se dice fácil pero no lo es concretarlo, debería aparecer el plan estratégico, un poco más ambicioso, con algunas utopías.

Mientras, las medidas que de algún modo u otro pide la sociedad en temas de agenda social aparecen con soluciones racionales e institucionales. Por ejemplo, el combate al narcotráfico se concreta con más jueces federales en Santa Fe. No con videos de ministras vestidas de verde oliva o secuestros espectaculares de toneladas de drogas, decomisadas sin narcotraficantes implicados ni circuitos financieros de blanqueo desarticulados. La reforma previsional es la consecuencia de la insolvencia del Estado, no una medida fundacional prometiendo un futuro fantasioso donde había un negocio, o con invocaciones a la equidad.

La eliminación del aborto clandestino será objeto de debate por un proyecto que enviará el Poder Ejecutivo, presentado como una medida de política sanitaria más que como un tema de discusión de principios morales.

Estos datos expresan que el Gobierno intenta encarar los conflictos desde el punto de vista de los efectos prácticos. Casi como necesidades fácticas, donde el debate ideológico queda supeditado a resolver la urgencia que presentan los hechos.

Insistió con la reforma y transparencia del servicio de Inteligencia, sobre el cual anunció un decreto de necesidad y urgencia, y con poner fin a la ineficiencia y arbitrariedad de Comodoro Py. El decreto fue dictado el jueves 5, es el 241/2020 y prohíbe que la AFI actúe como auxiliar de la Justicia (ejerciendo “funciones policiales ni de investigación criminal”) ni como excepción y aun a requisitoria de un tribunal.

No dio muchas pistas sobre la reforma judicial, pero aludió a la  conformación de un Consejo para Afianzar la Administración de Justicia, consultivo. Podría ser un lugar de diálogo e ideas. Su mención hace recordar lo obvio: que el Consejo de la Magistratura no ocupó el lugar político e institucional que los constituyentes pensaron en 1994. Entre los objetivos, Alberto enumeró optimizar el funcionamiento de la Corte y repensar el alcance del recurso extraordinario.

Sobre la reforma judicial dijo poco, pero algunos medios aluden a la fusión de los fueros federales penal con el criminal de instrucción nacional (no federales, con competencia en el territorio de CABA), y del contencioso con el civil y comercial federal, junto con el traspaso a la ciudad de Buenos Aires de un conjunto de juzgados. Habrá que ver el detalle, porque son muchos asuntos complejos. Si incluye la transferencia de algunos juzgados que no tienen competencias federales, la Nación reduciría sus gastos, tema que impacta en la discusión sobre las transferencias, beneficios y aumento de coparticipación que Macri le otorgó a la CABA  y cuya reversión hoy está en estudio. La transferencia, por otro lado, reduciría en uno de los estamentos del Consejo de la Magistratura, el de los jueces, la incidencia de un conjunto de magistrados que son designados y controlados por el poder federal, aun cuando no ejercen funciones federales, pero que, a su vez, participan en la elección, control y remoción de jueces que sí ejercen jurisdicción federal, lo que constituye una anomalía que debe ser corregida alguna vez.

Esa transferencia debe ser cuidadosa, porque los jueces nacionales con asiento en la Capital Federal, si bien por regla aplican derecho común, es decir, no federal (cuestiones de familia, ejecuciones bancarias, etc.), tienen algunas competencias federales o que merecen ser declaradas tales por el Congreso o, cuanto menos, vale debatir la idea. Entre ellas, por ejemplo, los concursos y quiebras, como ordena la Constitución (art. 75 inc. 12, cuando refiere a la ley de bancarrotas) pero siempre se mantuvo entre las competencias de los jueces locales al incluir las normas en el Código de Comercio.

Las referencias económicas centrales estuvieron dirigidas a las consecuencias de las deficiencias estructurales. Las que vive día a día la mayoría de la población: la inflación, el salario que es escaso y las jubilaciones que no alcanzan. Hubo referencias a la intervención del Estado sobre esas consecuencias. Por ejemplo, con medidas antimonopólicas para combatir las prácticas anticompetitivas o de cartelización.

El tono fue el que Fernández quiere darle a su gobierno. De reformas institucionales, de transparencia, de prolijidad en la gestión. En definitiva, lo que votó mayoritariamente el electorado en 2019: un gobierno previsible, que con buena gestión y prolijidad logre controlar, administrar y, en lo posible, resolver la crisis de deuda, y, como gran aspiración, revertir la decadencia económica.

La resolución de la deuda como prioridad marcó en estos meses y el discurso del domingo casi todas las referencias de política internacional, aun con el cuidado de no perder la dignidad en algunas situaciones simbólicas como el golpe en Bolivia y la actuación de la OEA de Almagro.

¿Es plausible que todo lo no institucional se supedite a la deuda? Es una decisión. En algún momento debería aparecer un plan de desarrollo industrial, de promoción de la formación de capital industrial. En el capitalismo, si no hay inversión, si no hay formación de capital, no hay industrias ni salario industrial. Para los liberales, eso se produce por las condiciones del mercado, es decir, por la no intervención del Estado. Por su ausencia. No es lo que pregonó Perón. La pregunta es si la gestión de Fernández tiene un plan o está elaborando un plan de promoción de la industria para una vez resuelta —soy optimista— la renegociación de la deuda. Si habrá, como dice un economista de prestigio, una “épica del desarrollo” con cuatro o cinco grandes proyectos de infraestructura y desarrollo que le cambien la cara a la economía argentina. O si, por el contrario, la idea estratégica del gobierno en el aspecto económico es que bastará generar ciertas condiciones de mercado y, con una intervención moderada del Estado limando desigualdades o controlando oligopolios, sin una intervención estatal planificada y fuerte, se revertirá la decadencia. La respuesta podría estar en el Consejo Económico y Social.

Por ahora, el gobierno va forjando su personalidad. Encarando los temas que puede ir resolviendo, con la menor estridencia posible. En suma, lo que propuso como programa electoral.

 

 

 

 

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