Para defender(se) a la fuerza

La obediencia sin límites a la autoridad como justificación de todo castigo es inmoral

 

Ante el precipitado descrédito de su imagen, el gobierno ha tomado la iniciativa de transmutar el debate, crítica y rechazo a su reiterada criminalización y castigo de la protesta social puesta en nueva evidencia ante las manifestaciones masivas opuestas a la reforma previsional; así como las críticas a su impericia e insensibilidad en la tragedia del submarino ARA-San Juan. Con esa obvia intención se ha escenificado el apoyo presidencial a un policía que mató por la espalda a un delincuente, mientras por boca del ministro de Defensa Oscar Aguad se ha anunciado que se pondrá en marcha una Fuerza de Despliegue Rápido para que las tres ramas de las Fuerzas Armadas puedan servir “de apoyo logístico” en “la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo”. En ese marco, el gobierno se ha pronunciado declarando que resulta necesario proteger a la policía y sus actos con “el beneficio de la duda” y que “estamos cambiando la doctrina de la culpa del policía… por la doctrina de la presunción de inocencia”.

Con esos movimientos se han llevado los focos mediáticos a una discusión sobre el margen de imperio y discrecionalidad de las fuerzas militares y de seguridad al actuar contra el crimen (inseguridad) y el vicio (narcotráfico). Se permuta así la reflexión sobre el tipo de sociedad deseada y el lugar de las personas y grupos que la integran, por una discusión sobre el ejercicio de la fuerza por el Estado en una sociedad que se presume cerrada en la configuración de esos lugares. Pero el crimen, el vicio, y su castigo, pese al intento de confusión, constituyen conductas de categorías muy distintas a la protesta social y sus demandas.

En un Estado de derecho, la discrecionalidad de las fuerzas de seguridad queda limitada por la sujeción a las leyes y el sistema de justicia. El Estado tiene el monopolio de la fuerza y a sus agentes se les habilita legalmente para el uso de armas con capacidad letal. Es por eso que las fuerzas de seguridad tienen una responsabilidad mayor aún a la de todo ciudadano.  Pero como la presunción de inocencia ante el debido proceso de la justicia es un axioma del derecho que alcanza a toda persona sin distinción alguna (incluyendo a los agentes de las fuerzas militares y de seguridad, como quedó probado en los juicios a los represores del terrorismo de Estado), el cambio doctrinario que el gobierno propone sólo puede ser entendido como un reclamo de impunidad y licencia para el crimen, sin legalidad ni legitimidad que pueda justificarlo.

 

Alteración del orden y control social

La concepción social de quienes conducen este gobierno es represiva como lo señalan sus antecedentes desde antes de alcanzar el gobierno nacional, entre otros los muertos y heridos del Parque Indoamericano (2010); y los pacientes, profesionales y trabajadores reprimidos del Hospital Borda (2013). Pero las represiones más brutales, si caben comparaciones, han sido las de diciembre de 2017. ¿Cómo explicar esa voluntad represiva en un gobierno democrático, sin caer en una asociación simple con la dictadura militar? Cabe sospechar que el problema primario de este gobierno no es la seguridad sino el tipo de sociedad que se quiere instaurar y el papel que cumple en ese proyecto la represión de las fuerzas de seguridad.

El gobierno tiene una concepción individualista de la sociedad que no cree al modo tradicional del estado de bienestar en la tendencia natural a la armonía cooperativa de los intereses individuales. Se trata de una visión neodarwiniana introducida por el nuevo liberalismo que no trata de la lucha por la vida entre las especies dentro de la naturaleza sino de una lucha entre los individuos dentro de la sociedad. La comunidad tiene un “orden natural” dado por un grupo primario dotado de sociabilidad, afecto y sentido de justicia (“los monitos que comen uvas”, en palabras de Durán Barba),  que en función del “yo-espejo”, esto es de la identificación entre unos y otros de ese grupo primario, va adquiriendo un vivir festivo en armonía social y económica. Pero esa armonía es rota por la llegada de extraños sin la moral del grupo, desviados de la norma, y resentidos al ver las diferencias (“los monitos que comen pepinos”). Es la ideología fundacional de civilización y barbarie, continuada en la represión al anarquismo de los inmigrantes, y reformulada por el nuevo liberalismo. Es la necesidad de restaurar el orden perdido que pide el ejercicio de un control social.

Pero el control social, que a principios del siglo XX se presumía basado en los medios primarios para ejercer el mismo (la familia, el barrio, la comunidad) fue pasando progresivamente a los medios secundarios (la policía, los medios, los tribunales, las herramientas políticas). En ese marco de cambio, la función del Estado neoliberal es controlar los impulsos (animales) de los individuos que quedan en la pobreza, la indigencia y la desigualdad, excluidos del inevitable imperio de la codicia. Para mantener el orden y preservar las instituciones se necesita a las fuerzas de seguridad. Desde esta visión, el gobierno cree necesario defender la justicia punitiva de esas fuerzas en todas sus actuaciones yendo aún más allá de los límites que la prudencia política, la ética pública y el derecho nacional e internacional imponen.

Kazuhiko Nakamura, 'Atoma'

 

La transmutación de las formas de control social

Lo que sucede en una perspectiva de análisis del proyecto de sociedad deseado, es que la severidad del control social intencionadamente punitivo tiene una relación directamente proporcional con la liberalización del mercado y sus controles. La armonía que el mercado no logra ya que sus desigualdades son generadoras de conflicto, requiere ser controlada y ordenada por las fuerzas de seguridad. Es la transmutación de las formas de control social que pasan del foco en la búsqueda de una estructura social cooperativa a la naturalización de la hostilidad inevitable en las formas desviadas de los individuos para los que cabe la penalización y castigo. De allí que el control social termina siendo, en su variante punitiva, no sólo una manifestación de la desigualdad social y jurídica sino también una expresión de esa transmutación desde un control blando sobre una clase hacia un control duro sobre otra clase.

La “justicia policial” guarda asimismo una relación directa con la manipulación, el debilitamiento y la corrupción inducida por el Poder Ejecutivo sobre el Poder Judicial. Allí donde el sistema judicial es dañado se hace necesaria la resolución de los conflictos fuera de los tribunales, en el terreno o espacio en el que actúan las fuerzas de seguridad. Sin embargo se sabe que la severidad de la sanción no es lo que resulta de mayor importancia para los individuos en cuanto a orientar su conducta. Más importante resulta la inevitabilidad de la sanción. Por eso cuando un gobierno busca manipular la justicia para evitar sanciones al incumplimiento de sus deberes, los abusos de autoridad, el desempeño de funciones incompatibles con sus cargos, y el detener, procesar y encarcelar personas sin pruebas ni razones legítimas entre tantas otras transgresiones, lo que queda es su descrédito y con ello su apelación a la “mano dura” para el control social.

 

Obediencia a la autoridad y castigo

El gobierno debería tomar nota de la historia al poner en marcha su experimento de cambio doctrinario. A mediados de 1961, poco después del juicio y condena de Adolf Eichmann por crímenes contra la humanidad, el psicólogo Stanley Milgram de la Universidad de Yale puso en marcha un experimento de psicología social dirigido a saber si los estadounidenses comunes obedecerían órdenes inmorales como lo habían hecho Eichmann y miles de alemanes durante el nazismo, y entre ellos más de 30.000 médicos afiliados al nacionalsocialismo. El estudio quería medir la disposición de los participantes a obedecer órdenes de una autoridad, aunque esas órdenes pudieran estar en conflicto con su conciencia personal. La convocatoria pública a la participación en la investigación, por la que se pagaban unos pocos dólares más los gastos, decía que se trataba de un estudio de “memoria y aprendizaje”.

Kazuhiko Nakamura, 'Automaton'

En las pruebas, el “experimentador” de la universidad le explicaba a uno de los voluntarios en participar que su función sería la de hacer de “maestro” realizando una descarga eléctrica sobre el “alumno” cada vez que fallara respondiendo mal a una pregunta (las descargas eran falsas aunque el voluntario no lo sabía). El “alumno” era en realidad un actor que integraba el equipo de investigación y simulaba las reacciones ante cada descarga del “maestro”. Al “alumno” se lo sentaba en una silla, lo ataban para evitar movimientos, y le colocaban electrodos para recibir las descargas que se anunciaban dolorosas, aunque no le causarían daños irreversibles. A modo de prueba de ese dolor, a “maestro” y “alumno” se les realizaba una descarga real de bajo voltaje. Luego, el “maestro” leía una lista de pares de palabras al “alumno” y después éste debía responder cuál era la palabra apareada a otra que señalaba el “maestro”. Cada vez que contestaba mal, el “maestro” subía la intensidad de la descarga en 15 voltios hasta un máximo de 450 voltios.

El “alumno”, simulaba su malestar creciente golpeando el vidrio que lo separaba del “maestro”, gritando de dolor, pidiendo el fin del experimento, mostrándose agónico y entrando en coma a los 300 voltios. Aunque los “maestros” en general querían detenerse tempranamente, el “investigador” imponía su autoridad para seguir con el experimento cada vez que le mostraban resistencias. Sus imperativos culminaban diciendo: “Usted no tiene opción alguna. Debe continuar”.

Para sorpresa de todos, el experimento mostró que en contra de la presunción de que sólo algunas personas sádicas llevarían el experimento al límite, el 65% de los “maestros” había alcanzado una descarga de 450 voltios. Estos resultados se repetirían en otras investigaciones en otros países. En un artículo publicado en 1974 con el título “Los peligros de la obediencia”, Milgram afirmó: “Monté un simple experimento en la Universidad de Yale para probar cuánto dolor infligiría un ciudadano corriente a otra persona simplemente porque se lo pedían para un experimento científico. La férrea autoridad se impuso a los fuertes imperativos morales de los sujetos (participantes) de no lastimar a otros y, aún con los gritos de las víctimas sonando en los oídos de los sujetos (participantes), la autoridad ganó con mayor frecuencia. La extrema buena voluntad de los adultos de aceptar casi cualquier requerimiento ordenado por la autoridad constituye el principal descubrimiento del estudio.”

 

La metamorfosis

En tiempos del neoliberalismo la naturaleza del castigo ha pasado a ser el causar dolor en modo deliberado para neutralizar la moral opositora de los “desviados”. Los medios para ello son la privación de libertad, la humillación (como quedó estatuido por Estados Unidos como doctrina para los sospechosos de terrorismo), y el uso de cualquier recurso incluida toda manipulación y mentira para lograr el fin de destruir a todo opositor y toda oposición. Pero aunque la persecución castigadora del gobierno parece tratar a veces de un castigo basado en la venganza, el fundamento de la misma no es la retaliación sino la prevención utilitarista que busca eliminar todo riesgo futuro de una oposición al nuevo liberalismo. No se trata de un castigo en venganza por el pasado, sino de la consolidación actual y futura  de un sistema de utilidades para los individuos y grupos que cada día concentran más la riqueza de las naciones.

 

Kazuhiko Nakamura, 'Metamorphosis'

Sin embargo, ya se ha probado que la obediencia sin límites a la autoridad como justificación de todo castigo es inmoral y termina fracasando. El gobierno debería ser más prudente en su visión de la sociedad y el rol de las estrategias punitivas. Nuestra memoria próxima nos recuerda las consecuencias del fracaso de esas estrategias para sostener políticas antipopulares de exclusión y sufrimiento social.

Hans-Tristram Engelhardt, un destacado bioeticista de Estados Unidos defensor de un autonomismo liberal radical, se apasionaba al recordar que en el origen de la cultura estadounidense estaba la rebelión contra el autocratismo del rey Jorge III y sus Leyes Punitivas. Una rebelión contraria a que el monarca pusiera sus manos en el cuerpo de cualquier colono. Engelhardt defendía, con este antecedente, el avance indetenible en el mundo actual del espacio de autonomía de las personas frente al Estado y sus agentes.

Y es que el peligro para el ciudadano común de adherir a la doctrina perversa que el gobierno propone, entregando al Estado derechos personalísimos e irrenunciables,  es el que señaló Kafka en el comienzo de La metamorfosis: “Cuando una mañana despertó, después de un sueño agitado, Gregorio Samsa se encontró en su cama transformado en un espantoso insecto”.

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