Del peronismo como rama de la narrativa fantástica

Los artistas que se conectaron con su energía produjeron obras que reventaron las costuras de los géneros

 

En el principio —así arranca el libro del Antiguo Testamento que conocemos como Génesis— era imposible no asociar al peronismo con el realismo. El General era un militar y nuestros militares no suelen honrar ni valorar la imaginación. La estética de aquellos tiempos iniciales, desde lo gráfico hasta la arquitectura, se aproximaba más bien al clasicismo heroico y monumentalista de la Alemania del Tercer Reich, pre Holocausto. Y además, ¿podía existir algo más prosaico que esos negros que enturbiaban fuentes con sus patas?

Pero el peronismo fue desde el comienzo una quimera: un animal fantástico, compuesto por partes de bestias distintas, improbable en términos científicos y, sin embargo, innegable. La estética de lo real sublimado (¿se acuerdan de aquellos libros de primeras lecturas?) fue el Caballo de Troya mediante el cual el peronismo introdujo en la historia argentina un cambio que, hasta entonces, se consideraba imposible: la incorporación de millones de descastados al mundo ciudadano, con derechos que hasta entonces sólo habían ejercido las minorías ilustradas; algo que, en otros lares y otros tiempos, se obtuvo tan sólo mediante guerras e infinidad de muertos.

 

 

Sin embargo, el adversario no era tonto. Y enseguida identificó a la criatura que el doctor Peronstein había armado —con trozos de héroes y de mártires, de ideologías y de preceptos, de filiaciones y de abiertos desafíos—, para echarla a andar por el mundo: el Pueblo, ese gigante parco que Daniel Santoro ha pintado tantas veces con suprema elocuencia. La irrupción del gigante Pueblo, que es uno y es turba a la vez, sembró terror desde entonces en los ricos y los poderosos. Y todavía lo hace: ¿quién creen que visita a diario las pesadillas de aquellos que gobiernan para beneficiarse a sí mismos?

Para complicar el panorama aún más, hizo su irrupción Eva. Esta aparición trastocó el panteón hasta entonces venerado. El rostro de Eva se superpone al de la protagonista de El nacimiento de Venus de Botticelli. Sólo que Eva, además de Venus, era a la vez Minerva, la diosa de la inteligencia y de la guerra justa. Con ella reingresa al microcosmos de la imaginación argentina el elemento milagroso, un poder de transformación que desafía las leyes de lo natural. En el mundo de la ficción fantástica, solemos definir esas capacidades como superpoder. Y Eva, otra criatura de características quiméricas, era una mezcla de santa y de la Mujer Maravilla, a la que se convocaba, en vida, mediante una carta dirigida a su Fundación; y, después de su Ascensión, mediante un rezo laico que funcionaba como la Batiseñal. El poder de Eva era, es, alquímico. Cambiaba la esencia negativa de las cosas: podía tomar un sustantivo con el que se despreciaba a un menesteroso, y con sólo decirlo —descamisado—, transformarlo en un blasón, en un espejo donde reconocerse sin vergüenzas, en una bandera.

(El cambio de paradigma cultural que supuso, y aun supone, el peronismo, no está por debajo de lo copernicano. Puso en cuestión los cánones de la belleza y le arrebató el muestrario a sus tradicionales custodios. Al conferirle dignidad a una población que se creía condenada a la opacidad y el servilismo, hizo realidad el pedido que Jean Genet elevaba al cielo en Diario de un ladrón, desde la mugre en que su sociedad lo había sumido: "¡Oh, no me dejes ser ninguna otra cosa que no sea la belleza misma!")

 

Evita como prisma, según Daniel Santoro.

 

Aun así, en el '55 el peronismo fue vencido por las armas. Ya había perdido a Eva, su talismán, y pareció perder entonces todo lo demás: se lo prohibió formalmente, se proscribió su mera mención y, en los medios que ya entonces Walsh llamaba los diarios de la cadena de desinformación, se convirtió en el tercero de los desaparecidos de nuestra historia. (Primero lo habían sido los aborígenes; más tarde fue el turno de los negros.) Pero la suma del poder y del dinero no extinguió su potencia mitológica. Al contrario, no hizo más que acrecentarla. En las catacumbas del pueblo, la fe se multiplicó. Por eso mismo, los artistas que se conectaron con la fuente de su energía mitopoiética produjeron obras que reventaron las costuras de los géneros. Para sintonizar con una quimera, no quedaba otra que usar su extraño ADN.

Con Adán Buenosayres, Marechal escribió una novela que era en parte Homero, en parte Joyce y en parte Dante, pero a la criolla. Con Operación masacre, Walsh escribió un libro que era a la vez periodismo y narrativa, creando una forma nueva. Con El eternauta, Héctor Oesterheld le cerró la boca a los que discutían que la historieta podía aspirar al nivel de la narrativa y reinventó la épica, reemplazando el héroe individual por el heroísmo colectivo.

Esta capacidad de crear mitos modernos se contagió a otros registros narrativos. Con Juan Moreira, Favio dio vida a un film que era al mismo tiempo popular y exquisito y convirtió a un matrero —aquel a quien todos despreciaban por "vago y malentretenido"— en una figura numinosa. A partir de Oktubre, el Indio Solari creó una narrativa sonora que evocaba a Roberto Arlt y a Philip K. Dick en simultáneo y sedujo a un público masivo sin hacer concesiones. No cualquiera hace bailar y saltar y corear a centenares de miles de jóvenes mientras canta: Si esta cárcel sigue así / todo preso es político.

El inesperado —y sostenido— éxito del Indio y sus canciones torna ostensible algo que puede predicarse también de las obras que mencioné antes: cada una de ellas es tan peculiar (¡tan quimérica!), que lejos de apelar al público convencional ha debido de inventarse su propio público. Quiero decir: allí donde antes los expertos del marketing medían cero, donde sus contadores Geiger no registraban radioactividad alguna, de repente hubo un público masivo consagrando una expresión artística que hasta entonces, de tan impredecible, no había figurado en pronóstico ni en chart alguno. Como si, al calor del peronismo, la realidad adquiriese las propiedades mágicas de la profecía que vertebraba la película Field of Dreams (Phil Alden Robinson, 1989): Si la construyes (la obra soñada en cuestión), ellos vendrán.

No importa si en el momento en que concibieron sus obras estos artistas se reconocían como parte de alguna filiación política. Lo indiscutible es que participan de la naturaleza quimérica del peronismo, de su capacidad de tornar probable lo hasta entonces impensado.

(Esto, por cierto, es algo que Diego Capusotto tiene muy claro, desde creaciones apócrifas como la revista Peronismo lisérgico y la película Elvis y el general Perón contra el Hombre Invisible, que exacerban humorísticamente lo que yo acá me tomo en serio.)

 

 

La narrativa peronista adquiere tanta centralidad, que todo lo que adviene a continuación no puede sino definirse desde su mitología, y sólo en referencia a ella. Muchos pretenderán ser anti, o neo, o post, pero siempre a partir del peronismo. Acá en la Argentina no existe el enfrentamiento Marvel versus DC: entre nosotros, está claro quién es el mejor y mayor productor de contenidos. Y, como desde su concepción, el peronismo conectó con el mainframe del inconsciente colectivo de nuestro pueblo, la narrativa que produce suele tener valor oracular. Antes que Darth Vader estuvo el Brujo López Rega. Los yanquis recrearon su Civil War, pero nuestros Iron Man y Capitán América ya se enfrentaron, entre nosotros, en los '70. Las películas de superhéroes vienen topándose con una limitación que acá conocemos desde hace tiempo: a los villanos que enfrentan al peronismo en democracia no les da el piné, inspiran risa y vergüenza antes que miedo. Por eso mismo, aunque nadie haya sido emboscado más veces y durante más tiempo, la muerte del peronismo resulta tan verosímil como la de Jon Snow.

El sentido que inyecta en nuestra historia es tan poderoso, que resignifica incluso lo que ocurrió antes. Cuando Sarmiento pintó la palabra bárbaros en una piedra, pretendía aludir a sus enemigos coetáneos; pero, de modo involuntario, terminó definiendo a los adversarios futuros de la causa popular. ¿O acaso hay término que le quede mejor a tanto represor oscuro, a tanto nuevo rico, a tanto panelista de TV, a tanto periodista de opinión a sueldo, a tanto marketing-dependiente, a tanto economista Judas, a tanto negacionista, a tanto turista off shore, a tanto cheto convencido de que la sofisticación se puede comprar, que la palabra bárbaro? Esta gente es tan ignorante, que cuando oye la palabra bárbaros piensa que hablan de otros. Despierten, muchachos. No hay nada más cool que la causa popular. ¿Alguno cree seriamente que, de haber nacido en la Argentina, los epítomes históricos de lo cool—armen la lista que quieran: James Dean, Camus, Godard, Leonard Cohen...— apoyarían aquí a esta derecha pintarrajeada de liberalismo, tan desprovista de polenta y de encanto?

La frase que Sarmiento habría escrito en aquella piedra fue oracular a su pesar: la idea que no se puede matar por mucho que lo intenten, la experiencia histórica que nadie borra del hard drive de nuestro pueblo, es el peronismo.

Obras enormes como las que mencioné más temprano son políticas en su médula, aunque su apariencia lo disimule. Y me atrevería a decir que lo son en el mismo sentido que lo es el peronismo, de cuya naturaleza quimérica participan al conseguir algo inefable, a pesar del machaque constante para que ni siquiera lo intentemos: producir arte que es al mismo tiempo excelso y popular. Estas obras zanjan en la práctica, a través del ejemplo, la división propugnada por los poderosos entre el arte excelso que sólo existiría para ser paladeado por los elegidos y la basura primitiva que consumiría la chusma.

Cualquiera con un mínimo conocimiento advertirá que la obra de estos artistas posee una potencia y una elegancia ante la cual los benditos por la academia echan espuma por la boca; que su originalidad es infinitamente mayor, lo genuino que se opone al producto de laboratorio académico o multinacional; que son poderosas porque no son genuflexas, como las que fabrican los artistas que Daniel Santoro llama "europeos supernumerarios"; que expresan en el terreno cultural una voluntad de no claudicar que no siempre encontramos en el peronismo partidario (hay políticos peronistas impresentables, pero en la cultura popular nadie puede travestirse sin serlo genuinamente: nadie le creería a la Legrand o a Susana Giménez que son peronistas, por mucho que lo jurasen) y que interpretan nuestra circunstancia con una precisión y una elocuencia que, por supuesto, no hallaremos nunca en los imitadores de la newest wave que sopla desde el Norte.

Cuando la dejamos volar en lugar de arrastrarse, nuestra imaginación —nos guste o no— se vuelve peronista. Por eso decir peronismo fantástico es redundante, como lo sería decir agua húmeda o fuego caliente. La verdad número veintiuno (si hace mucho que no repasan las veinte verdades peronistas, háganlo ya: desde el presente, suenan a proclama revolucionaria) debería ser la siguiente: el peronismo es fantástico... o no es nada.

 

 

  • La imagen principal es obra de Daniel Santoro

 

 

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