“Nací en el cuarto de la esquina entre Londres y Allende Coyoacán. A la una de la mañana. Mis abuelos paternos húngaros —nacidos en Arat, Hungría–, ya casados fueron a vivir a Alemania, donde nacieron varios de sus hijos, entre ellos mi padre, en Baden Baden, Alemania: Guillermo Kahlo, María, Enriqueta Paula y otros. Él emigró a México en el siglo XIX. radicó aquí siempre toda su vida. Se casó con una muchacha mexicana, madre de mis hermanitas Luisita y Margarita. Al morir muy joven su señora se casó con mi madre Matilde Calderón y González, hija entre doce de mi abuelo Antonio Calderón de Morelia, de raza indígena mexicana michoacana, y de mi abuelita Isabel González y González, hija de un general español. Quien al morir puso a ella y a su hermanita Cristina en el convento de las vizcaínas, de donde salió a casarse con mi abuelo – de profesión fotógrafo, hacía daguerrotipos de los cuales todavía conservo uno. (…) Mi niñez fue maravillosa, porque aunque mi padre era un enfermo (tenía vértigos cada mes y medio) fue un inmenso ejemplo para mí de ternura de trabajo (fotógrafo también y pintor) y sobre todo de comprensión para todos mis problemas, que desde los cuatro años fueron ya de índole social. Recuerdo que yo tenía 4 años cuando la decena trágica. Yo presencié con mis ojos la lucha campesina de Zapata contra los carrancistas. Mi madre por la calle Allende —abriendo los balcones— les daba acceso a los zapatistas, haciendo que los heridos y hambrientos saltara por los balcones de mi casa hacia la ‘sala’”. (…) La emoción clara y precisa que yo guardo de la revolución mexicana fue la base para que a los 13 años de edad ingresara en la juventud comunista”.
De caligrafía vacilante y gramática urgente, el anterior fragmento se estima fue escrito poco antes de morir por Frida Kahlo (Coyoacán, México, 1907- 1954) en lo que se conoce como su Diario, ilustrado por ella misma, que abarca desde 1944 hasta el final. Más que una crónica día por día al modo tradicional, se trata de una suerte de apuntes dispersos donde reúne reflexiones, pensamientos, ideas, sensaciones y mensajes, directos o metafóricos, al tormentoso amor de su vida, el muralista Diego Rivera (Guanajato, 1886 - México DF, 1957). La flamante edición argentina impresa en China, 296 páginas, tapa dura, papel ilustración, 338 imágenes y 167 láminas a color, resulta un documento gráfico extraordinario, precedido por una introducción a cargo del escritor Carlos Fuentes y un ensayo de la especialista Sarah M. Lowe, quienes otorgan un completo marco referencial a la obra. Contiene asimismo un facsímil completo del cuaderno, complementado con una transcripción comentada del mismo que aproxima los contextos de producción, procura términos explicativos y aclara aspectos difusos. El volumen se completa con una indispensable cronología, fuentes bibliográficas, índice onomástico y créditos fotográficos.

En rigor, fuera de anotaciones breves y dispersas, los aspectos biográficos ocupan apenas seis páginas manuscritas (de donde se reproducen aquí breves porciones), redactadas sin preámbulo ni conclusiones, ilustradas en forma esporádicas mediante bocetos a mano alzada. Intercala de modo condensado algunos acontecimientos, anecdóticos o cruciales, con reflexiones al pasar y contundentes tomas de posición. “11 de febrero de 1954. Me amputaron la pierna hace 6 meses. Se me han hecho siglos de tortura y en momentos casi perdí la razón. Sigo sintiendo ganas de suicidarme. Diego es lo que me detiene por mi vanidad de creer que le puedo hacer falta. Él me lo ha dicho y yo le creo. Pero nunca en la vida he sufrido más. Esperaré un tiempo”. Luego, de inmediato, un cambio de ánimo: “Que viva la alegría, la vida. Diego, Tere, mi Judith y todas las enfermeras que me han tratado maravillosamente bien. Gracias porque soy comunista y lo he sido toda mi vida. Gracias al pueblo soviético, al pueblo chino, checoslovaco y polaco y al pueblo de México, sobre todo el de Coyoacán donde nació mi primera célula, que se incubó en Oaxaca, en el vientre de mi madre, que había nacido ahí, casada con mi padre, Guillermo Kahlo”.
Muestrario intensivo de la heterogeneidad plástica de la artista, estas páginas ponen de manifiesto bosquejos, proyectos y hasta garabatos regidos por lo sensible, sin destino de obras para ser exhibidas, más guiados por los estados de ánimo que por convenciones estéticas. Si bien abunda la crítica empecinada en situar a Kahlo en las fronteras del surrealismo, el automatismo en sus trazos no alcanza a satisfacer aquellos encasillamientos. Libertad asociativa, se plasma asimismo en la escritura, carente de toda pretensión literaria, aún comunicativa. La pintora se permite en todo momento pasajes próximos al infantilismo, sin serlo: aborda temas inherentes, más que a la vida cotidiana, a la tradición indígena de su tierra, fuertemente arraigada.
Resulta por lo tanto imprudente tamizar obra (y palabra) sin considerar la fortísima presencia cultural mexicana, lejana, cuando no opuesta, a la perspectiva eurocéntrica. Ejemplo categórico de ello —entre otros que subraya Carlos Fuentes— es la relación con la muerte, tan recurrente en Frida por razones conocidas. A diferencia de la modalidad occidental, donde la muerte es final y meta, para el pueblo indígena mesoamericano se sitúa en el principio. La Parca no tiene que concluir por función, sino que precede y acompaña. Es factible reírse de y con ella; instalarle apodos, como reproduce Frida: la mera Dientona, la Tostada, la Catrina, la Pelona. Y así con una sucesión de aspectos tabúes del otro lado del Atlántico y motivo de festejo en este.
Kahlo y Rivera coinciden en su estética política al mostrarse sumidos dentro de un México que intenta ser aplastado entre dos presencias tanto geográficas como históricas: desde el norte gélido el capitalismo protestante, individualista, prepotente y materialista de los Estado Unidos; desde el sur tórrido, el catolicismo caótico de doble discurso, que promete igualdad pero jamás la ejerce, hace sombra con la cruz y decapita con la espada en toda la América latina.
De la biografía, prolífica, trágica, erógena, comprometida políticamente, escasos recovecos han sido privados de la luz pública; en buena medida, ella misma se encargó de difundirlos. Lo ilustra en su obra pictórica, unos ciento cuarenta cuadros, con privilegio de los autorretratos. Su juventud quebrada por el accidente vial mutilante, la borrasca amorosa con Diego Rivera, el vínculo con Trotsky y con André Breton y su esposa y los surrealistas, las exposiciones internacionales, éxito y fracaso, la temporada silenciosa tras su muerte y la revalorización contemporánea de obra y figura, son hoy de público consumo. Catapultada a la condición de adalid feminista, Frida Kahlo de muchas maneras es merecedora de este volumen que homenajea su linaje ligado al color, tanto sobre la tela como en su existencia. La calidad de sus cuadros es cuestión de gustos; un espacio de libertad.
FICHA TÉCNICA
Diario de Frida Kahlo, un íntimo autorretrato
Frida Kahlo
Introducción de Carlos Fuentes
Ensayo y comentarios de Sarah M. Lowe
Buenos Aires, 2024
296 páginas
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